Leonel Maciel: pornopintura o lujuria creativa

- José Ángel Leyva - Saturday, 02 Dec 2023 21:24 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
La línea divisoria entre el erotismo y la pornografía, cuando se trata del arte en general y en particular de la pintura, a veces resulta difusa o ambigua, lo cual, a partir del trabajo del pintor mexicano Leonel Maciel (1939), es el asunto de este artículo, donde se afirma que sus obras“no pueden calificarse de mal gusto ni vulgares porque a diferencia de la pornografía, que carece de humor, Leonel las adereza con esa gracia que desvanece cualquier indicio de gravedad, de juicio moral”.

 

Leonel Maciel despertó a la mitad de la noche, abandonó el lecho y se dirigió a la habitación de sus padres. Además del viento húmedo de la Soledad, que sacudía las palmeras y hacía crujir puertas y ventanas, escuchó un extraño rechinido, acompasado e insistente. La luz de un plenilunio iluminaba la figura desnuda de su padre, encaramado sobre el cuerpo, también desnudo, de María, su madre. “Vuelve a tu cama, Leonchín”, dice que le dijo la voz entrecortada. En su memoria de niño, cuatro años de edad, la escena quedó impresa, pero sobre todo le impresionó el gesto suplicante, casi de mártir de su padre. La anécdota hubiese caído en el olvido si no fuera porque alguien le advirtió que los adultos hacían cosas que estaban prohibidas, no sólo de imitar, sino de ver, a los niños. Leonel afirma que nunca supo si fue aquella la primera escena erótica o pornográfica, o ambas a la vez, de la que fue testigo. Pero en ese mundo rural y costeño tuvo conciencia de que los animales se apareaban, ante la vista de todos, sin censura y sin decencia.

Cuando terminó de instalar su mural pictórico Los placeres divinos y terrenales, un homenaje a El arte de amar, en la residencia de su hermano Carlos, Kijano, en la que fuera la morada del famoso psicoanalista neofreudiano Erich Fromm, un reconocido poeta y crítico de arte sueco, desde su altura intelectual y sus casi dos metros de estatura afirmó que se trata de un mural pornográfico, lo mismo que su series Sodoma y Gomorra (2001). El argumento del nórdico fue: “Toda imagen que motiva el morbo es pornográfica.” Inspirado por esa crítica de tan alto juicio, Leonel Maciel ha reunido obra de diferentes épocas para montar una exposición titulada Pudor porno, en el Museo de Arte Indígena Contemporáneo, en Cuernavaca, Morelos.

Comienzo reconociendo que para mí la pornografía contradice el arte, no obstante que el erotismo y la sensualidad pueden estar en la pornografía. Si hay un arte porno, lo hay sólo en el sentido de llamar así a lo obsceno, lo descriptivo, lo vulgar, lo de mal gusto y, en síntesis, al exhibicionismo genital y sexual. La pornografía tiene, en principio, un propósito mercantil, genera productos para el mercado del morbo, del voyerismo, de las fantasías más que del deseo. No obstante, la línea que separa al arte erótico de la pornografía puede ser casi imperceptible. Pero, en el caso de Maciel, hay una brecha entre su erotismo y la pornografía, aun si se trata, como en el mencionado mural, de escenas zoofílicas, homosexuales, demoníacas, incectuosas –los insectos también habitan ese mundo de calenturas–, onanistas, donde ni siquiera los progenitores escapan a la paleta irreverente del artista.

A lo largo de su trayectoria, la obra pictórica del guerrerense ha derrochado sensualidad y erotismo. El humor es parte intrínseca de su discurso. Pero es en su edad avanzada cuando el erotismo ha hecho explosión y se manifiesta no sólo en Los placeres divinos y terrenales (El arte de amar), también en una serie de cuadros recientes en los que él mismo, Leonel, es el protagonista, haciendo alarde de unos desmesurados atributos genitales. Leonel se representa con las marcas de la edad, con los estragos del tiempo en la piel y en el cuerpo, pero en situaciones chuscas, contrastantes con la juventud, la belleza, el colorido, la levedad. En medio de todo ello exhibe falos erectos, monumentos de resistencia a la gravedad, a la grave edad.

En 1973, Leonel editó una carpeta de grabados eróticos, a los que aún no reconocía como pornográficos. Su iconografía sugería en varios sentidos los de la tradición japonesa y oriental en general, pero dotados de un tratamiento estético muy personal. El artista desplegaba un Kamasutra costeño, caracterizado por un expresionismo barroco en el que la gestualidad de los personajes denotaba el colmo del placer, acompañado de líneas que sugerían la emergencia de fluidos y la exposición detallada de los genitales y del coito. Muy alejados de lo que podría calificarse como genitarte, esos grabados son una prueba clara de la destreza dibujística de Leonel, de un lenguaje gráfico que adopta diversos estilos para reinventarse cada vez que lo requiere el temperamento del artista. No obstante, esa carpeta es un referente manifiesto y, en cierta forma velado, del arte sexual en su discurso estético.

 

Provocar y perturbar para desacralizar

No es desconocido el fenómeno de El origen del mundo de Courbet, que permaneció oculto durante decenios y fue enmascarado a la vista de todas sus visitas por uno de sus dueños, el psicoanalista Jaques Lacan. Tampoco la clandestinidad en la que sobrevivieron los dibujos del gran cineasta letón y soviético Serguei Einsenstein, en los que recreaba de manera explícita escenas sexuales. Al oscurantismo fueron también condenadas las imágenes eróticas de las culturas antiguas que decoraron muebles, enseres y paredes. El arte lascivo y explícito resulta ofensivo para una moral que se amuralla en la “decencia” y el “recato”, en la apariencia y la vergüenza, en la represión y la satanización del cuerpo y sus deseos. Gustave Courbet estaba consciente de que esa pieza, El origen del mundo, no sólo no era comercial sino que representaba una clara provocación a la liga de la decencia de su época. Podría decirse que el artista francés había producido una obra pornográfica porque es realista, explícita, y porque desaparece a la persona, elimina el rostro y concentra su foco de atención en la vulva de la mujer del cuadro. El sujeto se reduce a la expresión genital de la pintura, y sin embargo el espectador encuentra, desde el título, una intención significativa, un sensualismo plástico muy calculado que podría ornamentar el consultorio de un ginecólogo, pero no la habitación de un pornógrafo, ni la sala de un ministro.

Algo semejante sucede en la obra de Maciel, hecha con premeditación, alevosía y ventaja de quien busca provocar y tal vez perturbar mentes pudorosas con sus recreaciones zoofílicas, sodómicas, heterosexuales, homoeróticas. No obstante, no pueden calificarse de mal gusto ni vulgares porque a diferencia de la pornografía, que carece de humor, Leonel las adereza con esa gracia que desvanece cualquier indicio de gravedad, de juicio moral. El humor, el buen humor –porque es cierto que en el arte también hay mal humor, buen mal humor–, es la sustancia que desacraliza y desconfigura el ojo morboso del espectador, quien al ver un afán lúdico, jocoso y hasta caricaturesco, pierde el asidero de su excitación sexual. Es poco imaginable resistir una fotografía pornográfica todos los días, pero una obra de arte, por muy explícita que sea, conservará un misterio que no sólo no aburrirá sino que provocará un cambio de perspectiva en la mirada. Eso se debe en gran medida a que el arte no miente, nace de un profundo deseo de originalidad, nace del deseo auténtico del creador.

Si hay algo que podemos reconocer en la vida y en la obra de Leonel es su sentido de libertad y de lealtad al arte. No es necesario argumentar, es evidente. No iba a ser el ámbito del erotismo lo que lo iba a limitar, y menos a sus ochenta y cuatro años de edad, cuando nos viene a demostrar que el cuero es el que se arruga, pero no la imaginación ni la esperanza, que es azul, como el color del viagra.

Maciel insiste en que su obra más reciente es pornográfica por ser descaradamente sexual, y puede serlo si se le quiere ver sólo desde esa perspectiva. Pero además de no responder en su creación a un propósito comercial sino estético, ejerce el humor y la sensualidad como recursos de seducción ante el espectador, toma muy poco en cuenta el morbo o el gusto de un público supuesto, y se utiliza a sí mismo como destinatario de la ironía y la sátira, para de manera simultánea entronarse como el destinatario de las miradas, las risas y las envidias. Lo porno nace de la prostitución, de una vocación de complacencia comercial. Por algo se dice que vivimos
en la era de la pornografía mediática, donde el crimen, la violencia, la destrucción, la guerra, la violación, la tortura, el suicidio, el terror son espectáculos, no para crear una conciencia crítica sino para encantar a una audiencia sedienta de imágenes afrodisíacas y malsanas.

Al ver esta serie de cuadros de temáticas sexuales pienso en El mundo erótico de Utamaro (1977), filme del japonés Akio Jissôji, en el que el famoso grabador Utamaro Kitagawa recibe el encargo de realizar xilografías pornográficas, es decir, explícitas. Utamaro vive en un período de libertad creativa, donde los artistas pueden representar la vida de los señores feudales y no sólo criticar sino satirizar la vida pública. El teatro es implacable en sus burlas a la sociedad, los escritores ventilan sus visiones del entorno y los artistas como Utamaro llevan hasta sus últimas consecuencias el deseo de captar no sólo los cuerpos en su plena desnudez, en sus apareamientos, sino de aprehender la expresión del placer, de los orgasmos, de la entrega. Pero el poder no está dispuesto a tolerar el costo de esa libertad de los artistas y arrasa con ellos, prohíbe y castiga la iconografía sexual, instaura un régimen moral en el que la desnudez y la cópula son no sólo mal vistas, sino prohibidas y castigadas.

Leonel Maciel asume el riesgo de la pornografía, sabiendo de antemano que su obra es en sí misma, y sin pretenderlo, un arte crítico, incluso político, porque tensa juicios ideológicos en la era de los feminismos y la polémica de géneros. Porque a pesar de vivir una época de mayor libertad moral, el arte erótico tiene sus límites para apropiarse del gusto común, para ser aceptado en las galerías, para ser tolerados por las Iglesias y las ideologías. La desmesura, el pantagruelismo, la hipérbole y el carnaval cromático son consecuentes con el cuentero que es Leonel. Esto de un arte pornográfico es puro cuento, lo que vemos es una gran obra de arte impulsada por la lujuria y los apetitos pictóricos de un auténtico creador.

 

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