Con 'La tumba' en la memoria

- Rafael Vargas - Sunday, 28 Jan 2024 09:36 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
No hay literatura fuera del tiempo y ese tiempo inevitablemente la tiñe, la contrasta y la perfila. Este artículo resume la época en la que con ‘La tumba’ (1964), primera novela del jovencísimo José Agustín, recientemente fallecido, iniciaba su presencia en las letras mexicanas con un estilo narrativo eficaz, desenfadado pero riguroso, patente en el resto de su polifacética obra.

 

México en 1964: está por concluir en noviembre el sexenio de Adolfo López Mateos, presidente al que se recuerda por su juvenil vasconcelismo y por un no muy acentuado sesgo izquierdizante que, sin embargo, al mismo tiempo que lo lleva a engalanar su gobierno con la nacionalización de la generación de energía eléctrica, no impide que se repriman las demandas laborales de ferrocarrileros, médicos y maestros, y se aplasten de manera atroz las aspiraciones de la lucha agrarista encabezada por Rubén Jaramillo, heredero del zapatismo, arteramente asesinado junto con su familia en Morelos, en 1962. El régimen postrevolucionario se ha endurecido y a la insatisfacción y protestas responde con persecuciones, encarcelamientos y violencia. Un instrumento para ello es el secretario de Gobernación de López Mateos, futuro y nefando sucesor en la presidencia: Gustavo Díaz Ordaz.

En consonancia con el uso de la fuerza, se impone el silencio a la prensa. Se quiere una sociedad acrítica, una vida cultural tersa y uniforme. Los jóvenes no pueden cuestionar a sus mayores. En plena guerra fría, es natural que la UNAM sea considerada como un nido de comunistas. No por nada se le priva de la posibilidad de contar con un canal de televisión y la potencia de su señal radiofónica es débil. El número de alumnos en instituciones de educación superior, público natural de las actividades culturales, es todavía reducido si se compara con la inmensa comunidad que existe hoy, pero se multiplica. Las “autoridades” buscan controlar lo que ese nuevo sector de la población escucha y mira. La censura existe. Es visible justo por todo lo que no permite ver o escuchar. Cientos de películas de las que se da noticia en la prensa extranjera nunca llegan a las salas mexicanas. Pese a que el rock genera una vasta y variada cultura juvenil internacional, los conciertos de esa música en México están descartados. El regente del entonces Distrito Federal no permite que los Beatles den un concierto.

No obstante, de modo paralelo y en lucha continua contra todo tipo de cortapisas, la vida cultural prolifera irrefrenable. Hay cada vez más conciertos y conferencias, más escenificaciones teatrales y públicos asistentes. México vive, por así decirlo, la incipiente cristalización de los sueños del proyecto educativo de José Vasconcelos, y el contagio de la efervescencia cultural mundial, que no es sino una suerte de celebración y revitalización después de la gran guerra, una vez que la economía europea se ha recuperado.

Por su parte, México ha entrado en un carril de crecimiento económico sostenido y tras un período de acentuado nacionalismo se abre a la curiosidad por el mundo. Es en ese ámbito donde, sin necesidad de estructurar planes o programas, el deseo de cambio y de vivir a la par del resto del planeta –que a querer o no se transforma al compás de los Beatles– genera también procesos de reflexión y expresiones artísticas críticas.

En ese escenario, en agosto de 1964, hace su aparición una breve novela (menos de cien páginas) llamada La tumba, paradójico título para la que habrá de convertirse en piedra fundacional de una nueva literatura.

La tumba no predica nada. No es una novela de tesis. No hay postulados à la Sartre pese a que su autor ha leído y admira la obra novelística del filósofo francés. La tumba es simplemente un relato ágil y gozoso que se lee con deleite y una facilidad tan asombrosa que invita a ser releído de inmediato para asegurarnos de que lo leímos bien. Sucesivas lecturas permiten apreciar mejor su riqueza. Pero lo que de entrada se admira es la gracia (en el sentido espiritual) con la que está contada, el don narrativo que posee su autor. Y su autor, enseguida nos enteramos, tenía veinte años de edad cuando su libro se publicó. (Para mayor asombro, tiempo después nos enteraremos de que su autor, que firma sólo con sus nombres de pila, tenía dieciséis años cuando lo escribió.)

El placer derivado de la lectura de una historia que uno siente cercana, y la información sobre la edad del autor, se vuelven prácticamente una invitación para imitarlo. Ocurre algo muy parecido a lo que sucedía cuando se escuchaba a los grupos de rock: uno quería de inmediato coger una guitarra y un micrófono y lanzarse en pos de la fama internacional. Hans Magnus Enzensberger lo sintetiza con absoluto tino: lo que uno envidia a los Rolling Stones es verlos hacer cosas muy importantes a la vez que se divierten.

Y lo que sigue a la lectura de esa primera novela es, claro, buscar más libros de ese mismo autor: leer todo lo que ha publicado y esperar a que publique más, como por esos mismos años esperábamos la aparición de un nuevo disco de los Stones.

Sin necesidad de contar con un grupo de rock, José Agustín tuvo casi de inmediato –y de manera tan asombrosa como su capacidad narrativa– un éxito difícil de explicar (dado el tamaño del mercado librero de la época) cuando uno repasa su trayectoria: la primera edición de La tumba, prácticamente privada (500 ejemplares bajo el sello de Ediciones Mester, creado por Juan José Arreola), tuvo tan buena recepción que en agosto de 1966 Editorial Novaro la volvió a publicar con un tiraje de cinco mil ejemplares y en marzo de 1967 reimprime cinco mil más. En junio de 1968 distribuye otros cinco mil. Y algo muy similar ocurrió con De perfil, la siguiente novela de José Agustín: su primera edición apareció en septiembre de 1966 con cinco mil ejemplares, y para la segunda, en diciembre de 1967, se imprimieron cinco mil más.

Pero no nos perdamos en cifras cuya mejor función, en todo caso, es medir de manera externa el impacto de la espléndida calidad de la prosa de Agustín, que es el verdadero motivo por el que sus libros han alcanzado tal cantidad de impresiones y reimpresiones, sin necesidad de absurdos programas de promoción de lectura que, si acaso sirven para algo, es para vender libros que nada garantiza que sean leídos. Eso es lo fantástico en el caso de José Agustín: el éxito de sus libros debe entenderse como un caso de lectura contagiosa: un lector contagia su entusiasmo a otro: “Lee por favor Se está haciendo tarde y dime si el ritmo y el nervio que hay en cada página no te hace sentir como si te estuvieras dando un hornazo cada vez que te metes al libro.” No ha habido necesidad de convertir sus obras en libros de texto (algo indeseable y contraproducente) para allegarles una legión de lectores. Simplemente, como decía un refrán publicitario de los años sesenta, “la calidad se impone.”

Con sus libros José Agustín le dio capacidad expresiva a su propia generación y a varias generaciones posteriores. Contribuyó a la creación de un lenguaje festivo que sirvió de santo y seña a miles. Muchos de los jóvenes que participaron en el movimiento estudiantil de 1968 eran sus lectores.

Pero, ¿de dónde salió un autor así? Todos somos producto de crianza y necesidad. En cuanto a lo primero, el niño José Agustín Ramírez Gómez, nacido en 1944 tiene un notabilísimo ancestro: es sobrino del gran poeta y compositor guerrerense José Agustín Ramírez Altamirano. Sí, el autor de “Por los caminos del Sur”. La fama de don Agustín Ramírez, como se le conoce en el estado de Guerrero, es la razón por la cual José Agustín decidió que su firma se redujera a sus nombre de pila.

Los libros de José Agustín propiciaron encuentros y desencuentros. Es decir, amores, amistades, enemistades. Han estado presentes en la vida de miles de mexicanos. Mi admiración por su obra es enorme; mi gratitud por todo lo que con ella nos dio es infinita.

 

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