Imágenes de la guerra y deshumanización

- Alejandro Badillo - Sunday, 31 Mar 2024 14:41 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Las estrategias de mercadotecnia no parecen tener límites. Este artículo trata de los procesos de estetización de la guerra de Ucrania mediante la portada de la revista Vogue, que desvirtúa y vuelve glamoroso el conflicto bélico con Rusia. Lejos estamos de las imágenes que grandes fotógrafos como Robert Capa (1913-1954), Gerda Taro (1910-1937) y David Seymour (1911-1956) lograron en su tiempo y a costa de su vida.

 

En días recientes la revista Vogue edición Ucrania seleccionó en su portada, para su número de primavera, a la modelo ucraniana Karina Mazyar. La joven posa para el fotógrafo inglés Brett Lloyd vestida con atuendo militar en el Liceo Militar de Kiev y teniendo como marco a algunos cadetes. La imagen no remite, en absoluto, a las duras condiciones que existen en ciudades como Mariúpol, Odesa, Jersón, Járkov y Zaporiyia, que están en el frente de batalla y cuya población ha sido expulsada o diezmada por bombas y combates. Al contrario: la modelo aparece sonriente, como una escolar que simula, con sus compañeros de aula, la alegría por terminar una jornada de estudio. Para la portada de la edición digital, Vogue presenta a Oksana Rubaniak, una militar de veintiún años que fue herida en la guerra y que se apresta a regresar a los combates. La joven pelirroja posa muy seria, mirando de frente a la cámara. Está casi en posición de “firmes” y lo único que muestra cierta espontaneidad es la mano derecha en el bolsillo. El gesto hierático no conduce, más allá del uniforme camuflado e impoluto, a la guerra; recuerda, más bien, el perfil inexpresivo de una modelo de pasarela. Vogue usa el código de la moda para disfrazar la guerra y crear un producto chic para el consumidor de alto perfil o, al menos, para el que contempla a Vogue como un paradigma aspiracional. La estetización de la violencia llega, de esta manera, a un nuevo límite: la exclusión de la realidad en pos de un espectáculo que reconfigura la percepción de la guerra. No hay sangre, ni restos humanos, ni ruinas, sólo un intento fallido de sublimar la tragedia humana a través de una fantasía extraída de un catálogo de ropa de
alto perfil.

La fotografía de guerra sirvió, al inicio, como un acercamiento inédito a las duras condiciones de los soldados en el frente y a su encuentro con la muerte. Robert Capa, Gerda Taro y David Seymour –pioneros en el fotoperiodismo bélico en la primera mitad del siglo XX– murieron en acción durante la Guerra de Indochina, la Guerra Civil Española y la Guerra del Sinaí, respectivamente. La idea atrás de la fotografía documental tenía que ver con aproximarse –como afirmaba Capa– al objetivo hasta unir la experiencia entre el fotógrafo y el protagonista de su toma, incluso a costa de la propia vida. Sin embargo, poco después la fotografía de guerra sufrió todo tipo de imposturas fruto de la propaganda moderna. Susan Sontag realizó un análisis de varias imágenes icónicas que vendieron una “realidad” actuada, una reconstrucción de un hecho para volverlo más atractivo y heroico. La toma más representativa de esta tendencia es la imagen de Joe Rosenthal que captura la bandera estadunidense en el monte Suribachi en Iwo Jima durante la segunda guerra mundial y escenificada con una bandera más grande para lograr el efecto requerido. La espontaneidad que requiere el fotógrafo para capturar la esencia de lo retratado cede su lugar a una coreografía que manipula las emociones del espectador.

Algunos fotógrafos, hartos de la manipulación de las imágenes de guerra a través de la estetización o el cínico ocultamiento de sus consecuencias, hacen esfuerzos por romper el límite que impone la narrativa oficial, particularmente en Occidente. En la Guerra del Golfo –invasión de Estados Unidos a Irak para ser más exactos– iniciada en 1990, el fotógrafo independiente Kenneth Jarecke capturó la imagen de un soldado iraquí carbonizado por el bombardeo a base de napalm y otras sustancias de la alianza que, amparada en la promesa de la libertad, contribuyó a desestabilizar Medio Oriente. Jarecke apuntó en la parte inferior de la instantánea: “para que mi madre no piense que la guerra es lo que ve en la televisión”. El fotógrafo pensó que su imagen ayudaría a que los estadunidenses cambiaran su punto de vista sobre la guerra, pero los medios de su país y la agencia AP rechazaron su propuesta. Sólo el London Observer tomó la decisión de publicar la foto obtenida en una zona que los periodistas llamaron “la carretera de la muerte”, un lugar sembrado de cadáveres y vehículos destruidos gracias al bombardeo aliado a unas tropas que intentaban huir de una muerte segura.

La guerra se experimenta y, sobre todo, se anuncia de forma diferente según la clase social a la que se pertenezca. Las fotos glamorosas de la revista Vogue son un espectáculo reconfortante y vacío para la élite de ese país –y de Occidente– que difícilmente comprometerán sus bienes o su integridad física en la escalada de violencia después de la invasión rusa iniciada en febrero del 2022. La imagen no sólo pierde su “aura” –en el sentido que el filósofo Walter Benjamin le da a la reproducción técnica y masiva de las fotografías– sino que se regodea en un ejercicio estéril y, sobre todo, deshumanizado.

 

Versión PDF