Los años de fuego: Dziga Vertov cine soviético y vanguardia

- Sergio Huidobro - Sunday, 31 Mar 2024 14:46 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
A través de aspectos de la vida y la obra de Dziga Vertov (1896-1954), director de cine experimental y gran innovador del cine documental, este ensayo recupera puntos de inflección en la turbulenta y compleja historia del cine soviético, en un período de grandes cambios sociales, políticos e incluso tecnológicos que sin duda dejaron su huella en el desarrollo del cine mundial.

 

Kino-Glaz = Cine-ojo = Cine-yo veo (veo con la cámara) + yo escribo (con la cámara sobre película)
+ yo organizo (monto).

El método del cine-ojo es un método de estudio científico-experimental del mundo visible:

a) Basado en una fijación planificada de los hechos de la vida sobre la película.

b) Basado en la organización planificada de los cine-materiales-documentales-miradas escritas (fijadas) sobre la película

Dziga Vertov, fragmento de El ABC de los kinoks

 

En la primavera de 1918, en Moscú y el resto del recién instaurado territorio soviético todo cambiaba drásticamente, a diario. Las instituciones del nuevo Estado se erigían por decreto mientras la vida de a pie forcejeaba por ajustarse a una realidad inédita. “Rusia –reza un viejo chiste nacional– es el único país con un pasado impredecible” y la marea de incertidumbre había alcanzado al presente. Bajo el mando de Lenin y el convulso Comité Central del Partido de los Soviets, el territorio más extenso del mundo había dado un salto de fe hacia lo desconocido.En los barrios residenciales moscovitas, recién abandonados por la aristocracia zarista, industriales y burguesías de varia índole, algunas mansiones de acabados neoclásicos lucían vacías, aunque empezaban a recibir nuevos ocupantes y funciones. Una de estas residencias jugó un papel central en el desarrollo del cinematógrafo, cuya importancia dual como industria y maquinaria ideológica estaba en la mente del propio Lenin, quien conversando con Anatoli Lunacharski, describiría unos meses después como “de todas las artes, para nosotros la más importante”. No exageraba. Tras la toma del Palacio de Invierno, uno de sus salones fue reconvertido en sala de proyecciones. Cuando una batalla se ganaba con las armas, se ganaba una vez; cuando quedaba registrada por el cine, seguía ganándose cada vez que se proyectaba, multiplicando su influjo comunicativo como propaganda ante múltiples audiencias.

Hasta entonces, una de esas mansiones recién desocupadas en Moscú había sido sede para una compañía fílmica privada que producía cine de argumento –hoy diríamos ficción– en Rusia desde 1896. Este lugar ejemplifica las profundas transformaciones para la cinematografía y, en suma, la infraestructura cultural de aquellos años. La residencia perteneció antes al heredero y magnate Stepan Lianozov, de ascendencia armenia, dueño de un emporio petrolífico en Azerbayán y otro de caviar en el mar Caspio. Durante el último lustro de la Rusia zarista, Lianozov había incursionado como productor fílmico en alianza con Sergey Prokudin-Gorsky, camarógrafo personal del zar Nicolás II y pionero del documental monárquico por encargo. Como otros industriales en los días finales del Imperio Ruso, Lianozov había migrado a Francia dejando atrás inmuebles como aquel, que albergaba foros de filmación de las cintas que financiaba.

En sintonía con la tabula rasa emprendida por la nueva autoridad, la abrumadora mayoría del cine ruso anterior a 1917 se perdió para la historia, pero los escombros sobrevivientes como el cortometraje Stenka Razin (Romashkov, 1908) permiten entrever la producción de aquellos años: melodramas manieristas y acartonados, filmados a cámara fija, con composiciones teatrales y planos largos, narradas en episodios y actuaciones gesticulantes hasta el bochorno. A falta de las películas perdidas, conservamos testimonios como el de otro exiliado célebre, Vladimir Nabokov: “La técnica del cine, sin duda alguna, iba avanzando. Ya en 1915 se hicieron esfuerzos para perfeccionar la ilusión introduciendo colores [pintados a mano] y sonidos [no sincrónicos, esto es, grabados en un disco independiente a la cinta de celuloide]. […] En aquellos años las estrellas tenían frentes bajas, cejas pobladas y ojos muy pintados. […] Una sociedad fílmica rusa compró una finca elegante, con columnas blancas (parecida a la casa de mi tío, lo que me enternecía) y esta finca aparecía en todas las películas de aquella sociedad.”

El 19 de marzo de 1918, apenas una semana después de que el gobierno soviético abandonara Petrogrado para reinstalar la capital en Moscú, la Comisión Estatal de Educación presentó un informe en el cual se instruía la creación de un Comité de Cine que, bajo la apariencia de instituto pedagógico, cumplía una función vigilante que evaluaba la producción de películas, guiones y cintas extranjeras para recomendar o no su proyección. En el futuro, además de no recomendarlas, el Comité castigaría la rebeldía de iconoclastas como Eisenstein, Tarkovski o Paradjanov, entre otros, quienes serían proscritos o interrogados por los funcionarios del Comité, de forma análoga a sus colegas estadunidenses, quienes padecieron las listas negras del McCarthismo. A partir de julio de 1918, toda cinta que se proyectara en territorio de la URSS debía enviar ejemplares de su programación, pósters y sinopsis detalladas para examinarse. Adjetivos como “contrarrevolucionaria”, “reaccionaria” o “capitalista” se cernían como espada de Damocles sobre las películas, fueran soviéticas o extranjeras.

El 18 de abril, un séquito de funcionarios culturales viajó de Petrogrado a Moscú. Entre ellos se encontraba el periodista bolchevique Mijail Koltsov, nuevo jefe del Departamento de Noticiarios y su principal asistente, un muchacho judío de veintiún años, Denís Abrámovich Káufman, quien había modificado su nombre para ocultar su ascendencia de los vergonzantes y sistemáticos pogromos que la población hebrea padecía desde tiempos de Iván el Terrible. Cuando llegó a la sede del Comité, Denis ya había cambiado su apellido por Arkadievitch para finalmente adoptar, como cineasta, un seudónimo que lo despojaba de raíz semita y lo hacía pasar por eslavo: Dziga Vertov. Volveremos a las razones que tuvo para ello.

Al igual que otros cineastas de fama posterior, como Sergei Eisenstein o la montajista Esfir Shub, Kaufman-Vertov entrenaría su ojo y construiría su lenguaje en esas oficinas de tecnología precaria y exacerbación política, revisando, mutilando y reordenando cuadro a cuadro el trabajo filmado con otros o sustituyendo los intertítulos por otros más adecuados a la política imperante. Ahí tuvo carta libre para experimentar y cocinar sus ideas como en un laboratorio. Que uno de los lenguajes artísticos más liberadores e influyentes del cine mundial se haya fraguado en un departamento de vigilancia y censura es una de las grandes ironías en la historia de las pantallas.

Un documento recabado por Zoia Barash, conservado en el Centro de Información del ICAIC (Cuba), describe así las funciones del cineasta: “Vertov, Denis Arkadievich. Secretario del Departamento de Noticieros. Sueldo: 885 rublos. Recibe de los camarógrafos todo el material filmado para su uso en Cine-semana y otros filmes. Lleva toda la documentación del Departamento.” Aquello significa que Vertov tenía a disposición todo el material filmado –al menos de forma oficial– durante los años de fuego de 1917 y 1918 en el territorio ruso. Aquello fue el caldo de cultivo para su primer largometraje: El primer aniversario de la Revolución, estrenado en 1918 con cuarenta copias, una cifra alta para los esquemas de producción y para el entorno económico del momento. No se conserva ninguna.

 

El cine antes de octubre

Verano de 1896. Cinco meses después de que el cinematógrafo de los Lumiére debutara en el Boulevard parisino de las Capuchinas, el proyeccionista de aquella sesión, Charles Moisson, viajó junto al pionero documentalista Francis Doublier para filmar en Petrogrado –hoy San Petersburgo– la coronación del último zar de todas las Rusias, Nicolás II. Viajaron por la Rusia imperial deteniéndose a filmar en los escasos pueblos ya electrificados; cuenta la leyenda que, para vencer la precariedad, aprovechaban la oscuridad de los sótanos para revelar la película filmada y llegaron a usar vodka como líquido para positivar imágenes. Su intención se limitaba al registro documental de lo que encontraban al paso, pero en esas imágenes pioneras estaba la semilla a partir de la cual Vertov inventaría el documental como lo conocemos y construiría un lenguaje audiovisual completo a partir del registro de lo real.

El 2 de enero de 1896, apenas una semana después del debut del cine en París, Vertov había nacido en Bialystok, una aldea diminuta con predominio de población judía y sostenida mayormente por su industria textil, en las llanuras actuales de Polonia que por entonces pertenecían al Imperio Ruso. Boris Efimov, un caricaturista soviético que también nació ahí, la describió como “…calles polvorientas, de adoquines rotos, cunetas siempre húmedas que sustituían el alcantarillado, árboles raquíticos en el parque, casitas provincianas y edificios oficiales. Así era la ciudad. La construcción más importante era la iglesia católica de ladrillo que elevaba al cielo su sombría aguja gótica”. No un imán para turistas, evidentemente, pero sí para los sucesivos ejércitos que veían en Polonia un paso natural entre Rusia y las potencias occidentales.

Aunque el antisemitismo era una sombra bien acendrada en la historia rusa, Kaufman y su familia tenían razones personales para esconder su identidad. Cuando Denis (Dziga) tenía diez años, en sólo tres días de junio de 1906, un violento pogromo en Bialystok diezmó a su población judía en más de noventa asesinados. Denis y sus hermanos, Mijail –quien sería su camarógrafo más adelante– y Boris –que emigraría a Estados Unidos para trabajar con Sidney Lumet– salieron del poblado disfrazando su ascendencia étnica. Aquello no evitó la fatalidad: cuando, en 1939, Vertov y sus hermanos iniciaron los trámites para evacuar a sus padres de Bialystok al firmarse el tratado Ribbentrop-Molotov, el estallido de la guerra impidió trasladarlos a Moscú y murieron poco después, en el mismo lugar, que ahora era la Polonia ocupada por el nazismo. En su autobiografía Memorias de un cineasta bolchevique (Capitán Swing, Madrid, 2011) persiste la sensación de que ese peso le oprimió la conciencia hasta el final.

Volvemos a 1896, el año del nacimiento de Vertov y el cine. En un entorno como aquel a finales del siglo XIX, es difícil creer que la familia Kaufman, aunque cultivada y dueña de una librería, tuviera noticia inmediata del “Teatro eléctrico” que se presentó en mayo durante la apertura del Jardín Acuario en Moscú. El mencionado teatro no era otro que el cinematógrafo estrenado en París. La difusión y penetración del cine en toda Rusia puede medirse con un dato: apenas una década después, incluso en una villa escasamente poblada como Bialystok había cinco teatros eléctricos funcionando. Se calcula que en Moscú funcionaban setenta y ocho, e historiadores como la ucraniana Zoia Barash estiman que hasta antes de la Revolución rusa se habían producido unas dos mil películas en el país, aunque la impresión más sensible que conservamos de la llegada del cine a Rusia la escribió Máximo Gorki: “¿No será una premonición de la vida en el futuro? […] No importa qué sea, este espectáculo acaba con los nervios. Sin equivocarnos, podemos vislumbrar una gran divulgación de esta invención debido a su asombrosa originalidad. […] El cinematógrafo ofrece esta posibilidad y los nervios se harán más sensibles, por un lado, y por el otro, tendrán más ansiedad por las impresiones extrañas y fantásticas que brinda.”

La Gaceta de Bialistok publicó el 10 de febrero de 1910: “Será más fácil para los historiadores del siglo XL imaginar la civilización del XX que a nuestros historiadores recrear por escrito la cultura de los tiempos de Cristo. Llegará la época en que los dramas en las calles dejarán de interesarnos, pues dos horas más tarde los podremos ver en la pantalla. Por todas partes veremos a los camarógrafos girando las manivelas de sus cámaras.”

Es difícil exagerar la relevancia ideológica adquirida por el cine en los primeros dos años posteriores a la Revolución bolchevique. Sólo
en 1919 se produjeron cincuenta y seis películas –sobre todo, adaptaciones de clásicos rusos–,
una cifra considerable en un entorno de reestructuración de toda la vida pública y la obligada escasez que sigue a una guerra civil: con frecuencia había escasez de película positiva y había que conseguirla en el mercado negro de las regiones del sur, como Ucrania. Aún así, para blindar la producción fílmica –una protección sin la que no se entiende el veloz ascenso creativo de Vertov– en febrero de 1919 el Consejo de Comisarios del Pueblo autorizó abonar diez millones de rublos a la industria fílmica soviética.

Pese a la crisis generalizada, sobrevivían algunos estudios privados a los que el Estado les hacía pedidos y que absorbió cuando, en agosto de 1918, Lenin firmó el decreto de nacionalización de la industria cinematográfica. Entre 1917 y 1921, se calcula que produjeron unas 352 películas por encargo estatal incluyendo, por supuesto, propaganda. Hubo otros casos, como los estudios de Iosif Ermoliev, que se especializaron en adaptar a Turgueniev y los Estudios Rusia a Andersen, por encargo del Comité de Cine con fines educativos; en numerosos títulos se conserva la documentación, pero no las películas mismas.

 

Los años de fuego (1918-1924)

Para el momento en que Dziga Vertov debutó como realizador con El aniversario de la revolución, había cuarenta camarógrafos activos en el país y diez de ellos formaban parte del Comité de Moscú, trabajando cerca o directamente con él. El dinamismo de un equipo numeroso de rodaje y montaje cultivó en Vertov la idea de un colectivo o cadena de cine-guerrillas que hicieran cine en unidades de rodaje encadenadas: llegar, filmar, revelar y montar la película a paso veloz, varios equipos a la vez en varias locaciones de un mismo pueblo, evento o ciudad, tratando de capturar el mayor número posible de ángulos y puntos de vista simultáneos.

Los procesos creativos de los kinoks comandados por Vertov no pueden entenderse sin el auge de industrialización mecánica que cubría como ola toda la vida pública soviética: la colectivización rural, el auge de la maquinaria, las líneas de producción, la erección de fábricas, cooperativas mecanizadas y vías férreas. En Nosotros (variante del manifiesto) (1919) publicado en la revista LEF –siendo Maiakovski su editor– el Vertov teórico-ensayista escribía:

 

Nosotros no queremos por ahora filmar al hombre porque no sabe dirigir sus movimientos.

A través de la poesía de la máquina, enamorando al obrero de su herramienta, a la campesina de su tractor, al maquinista de su locomotora.

Introducimos la alegría creadora en cada trabajo mecánico, asimilamos los hombres a las máquinas, educamos hombres nuevos.

 

El 1 de junio de 1918 se estrenó el primer Kino-Pravda (Cine-Verdad). En los siguientes años se produjeron más de cuarenta entregas con puntualidad fabril y colaboradores como Alexandr Ródchenko, su hermano Mijail Kaufman o su esposa, Elizabeta Svilova. Si uno observa con cuidado los créditos del número 16, descubrirá entre el equipo a un precoz director teatral que había sido compañero de oficina de Vertov: Sergéi Eisenstein, quien dirigía una cámara por primera vez. Entre 1918 y 1920 se calcula que los Agitprop –trenes y barcos equipados con cinematógrafos para proyectar en su interior– ofrecieron más de dos mil funciones a cerca de dos millones de espectadores. Es probable que, en esos mismos años, ningún otro cineasta en el planeta haya contado con una audiencia potencial de tal magnitud; cuando, en 1925, un largometraje extraído de los Kino-Pravda se estrenó en la Exposición Mundial de Artes Decorativas en París, el público de Vertov rebasó las fronteras soviéticas y allanó el camino para sus dos obras maestras: El onceavo año (1928) y El hombre de la cámara (1929), dos semillas para la modernidad cinematográfica cuyas llamas continúan encendidas. Para entonces, Lenin ya habría muerto –los Kino-Pravda morirían con él, hace cien años exactos– y la ominosa sombra del terror estalinista se cernía sobre la vida soviética y su cine. Dziga Vertov y los kinoks no volverían a ser los mismos después de esa década de fuego, pero el cine tampoco lo sería. Para las pantallas, el siglo XX acababa de nacer l

 

Traducciones de las citas tomadas de:

Joaquím Jordá (Tr.). Memorias de un cineasta bolchevique, Editorial Labor S.A., Barcelona, 1974

Joaquím Romaguera I Ramió, Homero Alsina Thevenet (Eds.). Textos y manifiestos del cine, Cátedra, Barcelona, 1989.

Zoia Barasch. El cine soviético de principio a fin, Ediciones ICAIC, La Habana, 2008.

 

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