Dos cuentos / Enrique Héctor González

- Enrique Héctor González - Sunday, 07 Apr 2024 09:13 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp

 

Sea como fuere

Era casi Navidad y el bar de siempre parecía más que atestado, pero ya estaba ahí y no quería regresar a la soledad de su departamento sin haber echado antes un trago, así fuera consigo mismo.

Un Jack Daniel’s mineral, dijo al sentarse en un rincón apartado, con la suficiencia de quien sabe lo que pide y pide con frecuencia.

Enseguida, mi señor.

Pero luego luego vinieron a decirle, amable, casi melosamente, que abandonara la mesa, que estaba reservada y las arañas.

Salud, qué le vamos a hacer.

Se acercó a la barra y volvió a pedir un Jack Daniel’s, en las rocas, por favor.

Pero nadie le hizo caso. El sitio estaba a reventar.

En fin, es viernes, quién se va a impacientar con quién por tal bicoca. Quiso creer que no era un asunto personal.

Hay lugar del otro lado de la barra, si lo desea, le dijo el jefe de meseros.

¿Dónde?

Allá, en la esquina. Sígame y lo atenderemos como se merece.

Un Jack mineral, por favor, si es tan amable, dijo apenas se volvió a sentar.

Enseguida, mi señor.

Pero no le trajeron nada.

No quiso pensar demasiado en el millón de cosas que se le ocurrieron al respecto. Pero lo hizo. ¿Acaso tengo monos en la cara?, se dijo con frase prestada de su padre.

Sea como fuere, no lo atendieron durante un buen rato. Se entretuvo viendo cómo bebían las chicas de una mesa próxima, con elegancia, sin control, comiendo colaciones y trozos de fruit cake en vez de los cacahuates de rutina.

Estaba por irse cuando un camarero solícito se le acercó y le dijo ¿se va tan pronto?

Lo que pasa es que…

Permítame.

Y sin decir más le trajo un trago doble de una bebida que jamás había probado.

Lo tomó sin chistar, pensando que de eso se trataba.

Disculpe, se le acercó un poco más tarde al punto otro mesero sentencioso, esta es su cuenta.

La cantidad era espantosa, rebasaba con mucho lo que era de esperar.

Aquí tiene, dijo, y pagó la nota inmunda.

¿Lo atendieron bien?, le preguntó todavía la hostess, al salir.

De maravilla.

Vuelva pronto.

Y se hundió en la noche lluviosa, donde fue otra vez un individuo al que nadie le preguntaba nunca su parecer sobre tal o cual asunto.

La ex

Después de oírla reclamar una infinidad de insensateces, y sólo cuando lo intentaba por tercera vez, consiguió descansar la mente en el jarrón tornasolado que estaba al centro de la mesa. No podía hacer menos. La mujer no paraba de hablar y a él hacía tiempo que las palabras apenas lo seducían. Había llegado puntual a la cita; incluso había tenido que esperar a que ella saliera del baño y se maquillara un poco. Sabía lo que le esperaba, así que unos minutos de tranquilidad antes del inevitable episodio de ira no eran del todo desechables. Puso un disco mientras tanto. Le sorprendió encontrar en la charola el de gospel que le había regalado la Navidad pasada. Dijo no gustar de él, pero ahí estaba, listo para ser escuchado. Se sentó luego a fumar y a esperar.

Media hora más tarde ella había montado ya su colérica comedia. Las frases arrebatadas, formuladas a gritos o entre sollozos, desplazaban el sinuoso silencio de la música como un ramillete de furiosas piedras arrojado al agua demacrada de un estanque sin ruido. Engañaste al abogado, he estado durmiendo muy mal, eres un desgraciado, ¿quieres un café?, ya son casi tres meses, ¿por qué pusiste ese disco?, me la paso en Valle los fines de semana, deberíamos intentarlo de nuevo, vete al carajo: frases despedidas con dureza, pronunciadas sin gran convicción, cortadas al galope incesante de los nervios crispados, que lo dejaban cada vez más intacto, como si se las estuvieran diciendo a otro hombre en una serie de Netflix, hasta que la visión del jarrón consiguió serenar su mente.

Dejó de oírla.

Se concentró en la geométrica iridiscencia de esos reflejos. A punto de llegar a la somnolencia perfecta, oyó un ruido tras de sí. Aún no terminaba de volverse cuando el cuerpo de la mujer describió una puntual trayectoria que lo dejó horizontal sobre la alfombra blanca. Hizo al caer otro ruido, rojo. En su mano derecha, la pistola negra destacaba sin sobresaltos. Él apenas pudo integrar los tres colores en su vista distorsionada por la lujosa luminosidad del jarrón.

Se puso de pie.

Caminó un rato por la estancia y luego volvió al único sillón que equidistaba de las bocinas. No quiso interrumpir la música. Oyó el disco hasta que la Canción del verdugo se dejó de escuchar claramente en la noche.

 

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