Impresiones del impresionismo

- Vilma Fuentes - Sunday, 14 Apr 2024 10:29 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Celebración de uno de los momentos más luminosos de la historia de la pintura moderna: el impresionismo, nombre tomado de la obra de Monet, 'Impression, soleil levant'. En 1874 se reunieron en el taller de Nadar maestros como Renoir, Degas, Monet y Cézanne para planear una exposición colectiva que fundó ese movimiento y que ahora el Museo d’Orsay conmemora en París.

 

El Museo d’Orsay ocupa el espacio donde estuvo la estación ferroviaria del mismo nombre. Situado a orillas del Sena, cuando la estación quedó desafectada, el lugar se usó para los remates de antigüedades que frecuentaban coleccionista y expertos. Era una especie de barco, edificio flotante, que tenía su público especial formado por comerciantes de los llamados marchés de puces, aventureros en busca de tesoros escondidos entre las ruinas de muebles viejos, de curiosos y soñadores. Muchas personas que pululaban en las salas se conocían entre ellos, se adivinaban el objeto de sus búsquedas y jugaban a descubrir y adquirir cosas cuyo valor era calculado instintivamente, con rapidez, pues se trataba de ganar su posesión a los otros. Cuando se decidió construir en ese sitio un museo para alojar a los impresionistas, el comercio en cuestión fue trasladado al edificio de Drouot, donde se llevan a cabo las exposiciones y los remates de los preciados objetos.

El viejo edificio de la estación ferroviaria fue salvado in extremis. Estuvo a punto de ser vendido, así como de ser borrado del mapa. El entonces presidente Valéry Giscard d’Estaing tomó la decisión de crear ahí un museo dedicado al arte occidental de 1848 a 1914 en toda su diversidad: pintura, escultura, artes gráficas, fotografía y otras expresiones. Se remodeló, en consecuencia, la vieja estación, conservando su fachada, el gigantesco reloj exterior que caracteriza el edificio y sus bellas bóvedas de cristal. No se hizo ningún llamado a concurso arquitectural porque el proyecto era preciso: servir de albergue a las obras nacidas del movimiento de los llamados impresionistas, nombrados así a causa de la magnífica tela de Monet denominada Impression, soleil levant: dos barcas navegan en las aguas de un río que reflejan el cielo a orillas de la tierra donde se levantan árboles desdibujados sobre la tierra iluminada por un sol naciente. En esta obra se plasma el movimiento pictórico nacido en Francia en los años sesenta del siglo XIX en oposición al arte académico, cuya mira es representar el carácter efímero de la luz y sus efectos sobre los colores y las formas.

No debe olvidarse que el nombre oficial del Museo d’Orsay es “establecimiento público del museo d’Orsay y del museo de l’Orangerie”. En efecto, es en el pabellón de l’Orangerie, situado frente a la plaza de la Concordia al extremo del jardín de las Tullerías, donde se encuentran incrustadas en sus muros las soberbias telas pintadas por Monet cuyo tamaño hace más que difícil su transporte a otro lugar.

El azar me condujo, poco después de mi llegada a París en 1975, a visitar una exposición temporal de Corot en l’Orangerie. Distraída, vi una escalera y se me ocurrió bajar por ella. Al terminar de bajar crucé el umbral de un gran salón oval. Tuve, en un instante, una iluminación. Como si hasta ese momento hubiese estado ciega y milagrosamente pudiera “ver” por primera vez. Miré, simplemente, miré. Frente a mis ojos se extendían cuatro de las grandes telas de las Nymphéas de Monet. Los Nenúfares que revolucionaron la historia de la pintura. Pero, en esos momentos de contemplación, no pensé nada. Simplemente miraba lo que mis ojos nunca antes vieron. Deslumbrada, comprendí sin palabras que estaba frente a una revelación. Como si de mis ojos hubiera caído una venda que no me dejaba ver. Paralizada, caminé. Mis pies enraizados en el piso, volé por encima de todas mis ideas preconcebidas, hechas añicos. Hasta entonces, yo conceptualizaba al ver una obra pictórica. Como Swann, personaje de Proust, en lugar de mirar, pensaba. Los Nenúfares de Monet me enseñaron a ver. Y para la pintura, la vista es el sentido que cuenta. Fui de inmediato desmentida: un ciego caminaba junto a las telas con una mano extendida que, sin tocar las pinturas, palpaba. Acaso sentía vibraciones que le permitían mirar. No sé cuánto tiempo pasé mirando los Nenúfares. Un guardián me dijo que era la hora del cierre. Debía irme. Pero las Nymphéas siguieron frente a mis ojos mientras caminaba, extraviada, sin buscar un camino, persiguiendo una imagen flotante en el firmamento.

Para mí, fueron los Nenúfares los que me abrieron las puertas de la percepción. Para otra persona, podrá ser La Piedad de Miguel Angel o un trazo en las sombras de una caverna, el Arlequín de Picasso o la negritud de Soulages. Cada quien tiene la puerta que da a las visiones. No vale la pena buscarla: aparece por sorpresa como todo lo inesperado: lo que ofrece el misterioso destino.

¿Por qué no ayudar al azar y visitar, aunque sea de manea virtual, la actual exposición de los impresionistas en el Museo d’Orsay? Ciento sesenta obras celebran el nacimiento de esta revolución en la pintura. El 15 de abril de 1874 se reunieron en el taller de Nadar pintores como Renoir, Degas, Monet, Cézanne y otros para organizar una exposición colectiva que fundó el impresionismo.

Baje los párpados, cierre los ojos y mire. La luz interior, luz negra, abre el paso a la auténtica visión, la única, la verdadera.

 

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