Cinexcusas

- Luis Tovar @luistovars - Sunday, 05 May 2024 13:31 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Paul Auster va al cine (I de II)

 

A los setenta y siete años, el pasado 30 de abril murió Paul Auster, noticia que le dio la vuelta al mundo de inmediato debido a la más que conocida relevancia del nacido en Nueva Jersey a principios de febrero de 1947. Ese prestigio –del que se hará eco en la próxima entrega de este suplemento– se debe casi por completo a la literatura, pues Auster, que en sus inicios intentó la poesía, igualmente archisabido es que se decantó por la narrativa y acabó siendo, con derecho pleno, uno de los autores contemporáneos en lengua inglesa más importantes y queridos.

Lo que se sabe escasamente, al menos entre el público masivo, es que a Paul Auster le apasionaba el cine tanto como la literatura. Sin forzar conjeturas, es probable que el autor de Leviatán se hubiera dedicado a dirigir sus propios guiones de no haber sido porque, aún veinteañero, la escuela de Altos Estudios Cinematográficos francesa lo reprobó en el examen de ingreso –a la sazón vivía en París, a donde fue para eludir el enrolamiento en el Ejército estadunidense que lo habría obligado a ir a Vietnam.

Podría pensarse que la afición y el interés cinematográficos austerianos no fueron más que un apasionamiento juvenil, por lo tanto más o menos pasajero, y que al verse rechazado lo dejaría atrás sin mayor congoja; después de todo, Auster escribía desde los doce años de edad, lo mismo poesía que narrativa, pero quizá –no es fácil saberlo– también pergeñó sus primeros guiones entre aquellos tiernos doce años y los veinte que tenía en su estancia parisina. Lo que se sabe, porque fueron publicados de manera posterior cuando la fama ya era parte de su vida, es que El libro de las ilusiones reúne los guiones para cine silente –jamás filmados– que escribió en aquellos ayeres de la década de los sesenta.

Es inevitable materia de inferencia y especulación, pero no es peregrino suponer que su interés en el cine, mucho más como profesional que como espectador, permaneció intacto mientras su carrera literaria iba en ascenso. Tan es así, de hecho, que a mediados de los años noventa del pasado siglo el cine conoció un par de muestras –tres en realidad, pero aún así un par, por lo que se dirá más adelante– de que no se había tratado de un furor cinéfilo de juventud ni cosa parecida, sino de una verdadera vocación de oficio, si bien a esas alturas irremediablemente paralela a la que dedicó su talento y energías hasta el final. (Entre paréntesis hay que añadir otra “afición profesional” que Auster llevó a cabo también de manera extraordinaria: es bien sabido que, durante años, condujo un programa radiofónico y que una buena parte, volcada en letras, puede leerse en el volumen espléndidamente titulado Creí que mi padre era dios.)

Humo en la pantalla

Era 1994 cuando Wayne Wang, cineasta estadunidense de origen chino, emprendió la filmación de Smoke –titulada en español Cigarros–, para lo cual contó con la codirección no acreditada de Paul Auster, también guionista. Wang era ideal: desafecto al cine comercial pero con un par de incursiones en ese medio modestamente exitosas, autor de un cine personal que había obtenido reconocimientos incluso en Cannes, el guión de Auster le venía perfecto: dividido en capítulos que se entrelazan, lo que se cuenta es la historia de un puñado de personajes tan de a pie como el más anónimo de los habitantes de un Brooklin entrañabilísimo en los afectos austerianos, con una tabaquería de barrio en el centro del relato. Cole, un adolescente negro en búsqueda del padre y el afecto, afecto a la fantasía a modo de escape de la realidad y pararrayos de problemas fuertes o leves; Auggie, el dueño de la tienda de tabaco, a manera de involuntario enlace y catalizador, sabio a su manera, discreto, justo y generoso; y Paul Benjamin, clarísimo alter ego de Auster, un escritor que, en plena sequía escritural tras la publicación de una novela exitosa, ha enviudado, no deja de trabajar ni de ser quien es, a esas alturas lúcidamente desengañado de una fama que no le había afectado, que ya no busca y que ha cambiado por una postura vital/profesional humana y cálida. (Continuará.)

 

 

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