Palabras en el jardín: El Bazar de libros San Fernando

- Mario Bravo - Sunday, 05 May 2024 12:17 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Esta crónica explora los rasgos plebeyos y populares de un espacio cultural fundado en 2022: el Bazar de Libros San Fernando, ubicado en la colonia Guerrero de Ciudad de México, un espacio cultural concebido desde abajo y para todos.

 

I

Para leer un libro se requiere lo mismo que para tender un puente hacia los muertos: mirar al pasado y descifrar signos. Al apreciar el arte de la fotografía, por ejemplo, somos cómplices de un acto que congela y aprehende al tiempo dentro de nuestra mirada. La imagen fotográfica e incluso la pintura o la escultura petrifican al instante. En cambio, la lectura de libros profana sepulcros, exhuma cadáveres y brinda aliento a los caídos. “El libro es un seguro de vida, un pequeño anticipo de inmortalidad. Hacia atrás (por desgracia) en lugar de hacia delante”, reflexionó Umberto Eco en La memoria vegetal.

Leer no embalsama ni pausa al reloj, sino que estira la existencia. Leer es resucitar a los muertos.

 

II

A pocos pasos del Metro Hidalgo en Ciudad de México, cada sábado se instala uno de los espacios autogestivos con mayor –y mejor– oferta libresca en la capital del país. Un tianguis, un bazar, un laberinto. Una librería a cielo abierto. Apartados de la zona tradicionalmente visitada por turistas nacionales y extranjeros en el Centro Histórico, estos mercaderes de la palabra impresa protagonizan una peculiar vendimia en el Jardín San Fernando. Quien por vez primera acuda a este sitio, probablemente soslaye una aparente nimiedad: cerca de la avenida Hidalgo, resulta notoria la presencia de varios libreros que podríamos llamar los sin sombras, pues los rayos del sol caen demoledoramente sobre sus puestos itinerantes.

Alguien me comparte que los sin sombras no pueden ver ni en pintura a los libreros instalados unos cuantos metros más adelante. Y viceversa. Desconozco los motivos del encono entre unos y otros. También ignoro si algo tan natural como la luz solar estableció diferencias entre mercaderes en los tianguis prehispánicos de Tlatelolco o Tenochtitlan, aquí mismo, en esta abismal ciudad que hoy te acoge como una madre abnegada y mañana te devorará con la furia de un fauno, según tu suerte, según su humor.

 

III

Avanzando ya bajo el cobijo de los árboles, uno entiende cabalmente por qué este no es un sitio frecuentado por turistas. El tianguis de libros en San Fernando es un pariente pobre del Callejón Condesa, este último ubicado entre los bellos edificios del Palacio de Minería y el Palacio Postal, en la calle de Tacuba. Allí hay otros libreros, y uno escucha a extranjeros hablando francés o inglés. Acentos diversos de México también se perciben.

En cambio, San Fernando es un lugar plebeyo en donde cada sábado los libros comparten hábitat con trabajadoras sexuales y algún indigente que duerme en una banca o seca su roída camiseta a los pies de la estatua de Vicente Guerrero. Desposeídos de la urbe, aunque respetados por lectores y vendedores, así como por los muertos residentes del histórico cementerio donde reposan los restos de personajes como Benito Juárez.

 

IV

Hace algunos sábados recorrí este tianguis y una melodía despertó mi interés. Un vendedor, probablemente mayor de cuarenta años, creaba sonidos agradables al soplar por la boquilla de una flauta. Ante mi pregunta sobre la procedencia de tal instrumento musical, admitió no saber si provenía del Perú o de algún otro país andino. Y comenzó a narrar una historia.

Varios años atrás, en los antiguos puestos de libros próximos a la Ciudadela en Balderas, jugó al ajedrez frente a un veterano oponente. El hombre mayor, al ser derrotado por su joven adversario, repentinamente se puso de pie y dijo que regresaría en un par de minutos. Caminó hasta perderse entre pasillos y personas. Retornó y consigo traía una flauta que obsequió a su contrincante tras reconocer la destreza demostrada con las dieciséis piezas sobre el tablero.

Desde entonces la conservo, me dijo el vendedor en San Fernando y continuó soplando mientras en sus ojos se asomaba una sonrisa. Los ojos también sonríen, no sólo lloran.

 

V

Tras visitar este tianguis en una docena de ocasiones, noto que en mí no queda rastro alguno de cierta extrañeza inicial, como si los sentidos se acostumbraran a buscar y hallar libros en un lugar sin edulcorantes ni escenografías típicas de las librerías ubicadas en colonias gentrificadas. Mejor así, me digo. La tarde se viste de naranja e intento recordar un poema de la uruguaya Cristina Peri Rossi: “En las páginas de un libro que leía, perdí a una mujer./ En cambio, a la vuelta de la esquina, he hallado una palabra.”

Una sexoservidora me pregunta la hora. Respondo cinco minutos para las tres. En un bolso llevo conmigo un par de libros del ensayista Ramón Andrés, y uno más de la poetisa Anna Ajmátova. Camino hacia el Metro Hidalgo. Volví a casa con tres libros deseados. Una frase me persiguió desde entonces y hasta el punto final de este texto: Leer es resucitar a los muertos.

 

 

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