Herman Melville y Nathaniel Hawthorne cartas náuticas de 'Moby Dick'
- - Sunday, 19 May 2024 11:30



En agosto de 1850, con treinta y un años de edad, el extraordinario narrador estadunidense Herman Melville (Nueva York, 1819-1891) conoció al también escritor Nathaniel Hawthorne (Salem, Massachusetts 1804-1864), de cuarenta y nueve, quien entonces gozaba de gran prestigio como novelista y narrador de cuentos, y que en ese mismo año publicó su novela más reconocida: La letra escarlata. Los célebres escritores coincidieron durante una caminata en Monument Mountain, en el estado de Massachusetts, y una fuerte tormenta los obligó a resguardarse, lo que dio pie a una prolongada y animada conversación. Melville produjo una grata impresión en Hawthorne, quien poco después lo invitó a pasar algunos días en su finca, a sólo nueve kilómetros de distancia de la que habitaba el autor de “Bartleby, el escribiente”.
En todo caso, ambos autores se visitaban y se escribían con cierta frecuencia. De las nueve cartas que Melville dirigió a Hawthorne y que todavía se conservan, destaca que corresponden al mismo período de gestación de la célebre novela Moby Dick. En las dos cartas que presentamos aquí, el lector podrá conocer algunas de las reflexiones y preocupaciones de Herman Melville en torno a la redacción de su monumental novela, sin duda una de las obras cumbre de la literatura universal.
Primera carta. Junio de 1851
Mi querido Hawthorne:
Desde hace mucho tiempo debí hacer retumbar hacia usted mi carreta de tablas de pino, si no fuera porque durante algunas semanas he estado más ocupado de lo que puede imaginar, construyendo y reparando y retocando en todas partes alrededor de la casa. Además, tuve que recoger mis cultivos –maíz y papas (espero mostrarle algunas notables dentro de poco)–, y también tengo que atender muchas otras cosas, todas ellas acumuladas en esta temporada en particular. Yo hago el trabajo; y, por la noche, mis sensaciones corporales son parecidas a las que sentí tantas veces tiempo atrás, cuando era jornalero, haciendo mi trabajo diario de sol a sol. Pero pienso seguir visitándolo hasta que usted me diga que mis visitas son supererogatorias y superfluas.
Con ningún hijo de hombre me atengo a cualquier etiqueta o ceremonia, excepto las cristianas de la caridad y la honestidad. Se me ha dicho, amigo mío, que existe una aristocracia de la inteligencia. Algunos hombres la han defendido y afirmado audazmente. Schiller parece haberlo hecho, aunque no sé mucho de él. En cualquier caso, es cierto que hay quienes –aunque se empeñan en defender la igualdad política– aceptan los rangos intelectuales. Y me parece que consigo percibir muy bien cómo un hombre de mente superior puede, por su intensa formación, llevar a sí mismo, por así decirlo, a cierta espontaneidad de sentimientos aristocráticos –excesivamente buenos y desagradables–, similar al que, en un Howard inglés, transmite un estremecimiento de raya eléctrica al menor contacto con un plebeyo social.
Así que, cuando usted vea u oiga hablar en todos lados acerca de mi democracia feroz, posiblemente sienta un ataque de sobrecogimiento o algo por el estilo. No es más que la naturaleza tímida de un ser mortal que declara intrépidamente que un ladrón en la cárcel es un personaje tan honorable como el general George Washington. Parece absurdo. Pero la Verdad es la cosa más tonta bajo el sol. Intente ganarse la vida con la Verdad... y acuda a [los comedores comunitarios de] las Sociedades de la Sopa. ¡Cielos! Permitan que cualquier clérigo intente predicar la Verdad desde su propia fortaleza, el púlpito, y lo echarán de la iglesia en la barandilla de su estrado. Difícilmente se puede dudar de que todos los reformadores se basan más o menos en la verdad; y para el mundo en general, ¿no son los reformadores casi universalmente el hazmerreír? ¿Por qué? La verdad es ridícula para los hombres. Así, fácilmente, en mi habitación, engreído y charlatán, invierto la tesis de Lord Shaftesbury.
Parece una contradicción afirmar la democracia incondicional en todas las cosas y, a pesar de eso, confesar una aversión hacia toda la humanidad... en masa. Pero no es así. Aunque esto ya parece un sermón interminable. Basta de eso. Comencé diciéndole que la razón por la que no he ido a Lenox es la siguiente: por la noche me siento completamente exhausto, como suele decirse, e incapaz de realizar la larga sacudida para llegar a su casa y volver. Más o menos dentro de una semana iré a Nueva York, para encerrarme en una habitación de tercer piso y trabajar y esclavizarme en mi “Ballena” mientras pasa por la prensa. Ahora es la única manera en que puedo terminarlo, ya que las circunstancias me arrastran de un lado a otro. La calma, la frialdad, el estado de ánimo silencioso en el que un hombre siempre debería componer, eso, me temo, rara vez puede ser mío. Los dólares me condenan; y el Diablo siempre me sonríe malicioso, manteniendo la puerta entreabierta. Mi querido señor, tengo el presentimiento de que, al final, me desgastaré y pereceré como un viejo molino de nuez moscada roto en pedazos por el constante desgaste de la madera, es decir, de la nuez moscada.
Lo que más me mueve a escribir, eso está prohibido: no paga. Sin embargo, en conjunto, no puedo escribir de la otra manera. Así que el
producto finalmente es un enredo, y todos mis libros son un desastre. Más bien estoy muy quejumbroso en esta carta, pero ¡vea mi mano! Cuatro ampollas en esta palma, hechas con azadones y martillos en estos últimos días. Es una mañana lluviosa; así que estoy en casa, y todo el trabajo está detenido. Me siento alegremente dispuesto y, por lo tanto, escribo un poco azulado. ¡Ojalá llegara la ginebra! Alguna vez, mi querido Hawthorne, en los tiempos eternos que han de venir, usted y yo nos sentaremos en el Paraíso, en algún rincón sombreado, a solas; y si de algún modo pudiéramos llevar allí de contrabando una cesta de champán (no creo en un Cielo de la Templanza), y si después cruzáramos nuestras piernas celestiales en la hierba divina que siempre permanece cálida, y golpeáramos juntos nuestras copas y nuestras cabezas hasta que ambas suenen musicalmente en concierto, entonces, oh, mi querido compañero mortal, cómo hablaremos de forma agradable de todas las múltiples cosas que ahora nos afligen tanto, cuando toda la tierra no sea más que una reminiscencia, sí, su disolución final una antigüedad. Entonces se compondrán canciones, como cuando se acaban las guerras; canciones alegres, cómicas: “Oh, cuando vivía en ese extraño agujero llamado mundo”, u “Oh, cuando allá abajo trabajaba y sudaba”, u “Oh, cuando golpeaba y era golpeado en la batalla”... sí, esperemos tales cosas. Juremos que, si hoy sudamos, será por el calor seco indispensable para alimentar la vid que ha de dar las uvas que nos dotarán de champán en el futuro.
Pero hablaba acerca de la “Ballena”. Como dicen los pescadores, “estaba en plena sacudida” cuando lo dejé hace unas tres semanas. Sin embargo, no tardaré en tomarla por la mandíbula y acabar con ella de una forma u otra. ¿De qué sirve elaborar lo que, en su propia esencia, es tan efímero como un libro moderno? Aunque escribiera los Evangelios en este siglo, deberé morir en la cloaca. Todo lo que hablo es sobre mí, y esto es egoísmo y egocentrismo. Concedido. Pero, ¿cómo ayudarlo? Le escribo a usted; sé poco de usted, pero sí algo de mí mismo, así que escribo sobre mí, al menos para usted. Sin embargo, no se preocupe por escribir; y no se preocupe por visitarme; y, cuando me visite, no se preocupe por hablar. Yo mismo me encargaré de escribir, visitarlo y hablar... Por cierto, en el último Dollar Magazine leí [el cuento] “The Unpardonable Sin”. Era un tipo triste ése Ethan Brand. No tengo duda de que a estas alturas es responsable de muchas perturbaciones y temblores en la tribu de “lectores generales”. Es una creencia poética espantosa que el cultivo del cerebro carcome el corazón. Pero en mi prosa está la opinión de que, en la mayoría de los casos, en aquellos hombres que tienen cerebros finos y los trabajan bien, el corazón se extiende hasta los jamones. Y, sin embargo, aunque los ahúmen con el fuego de la angustia, como verdaderos jamones, la cabeza sólo da el sabor más rico y mejorado. Yo defiendo el corazón. ¡A los perros con la cabeza! Prefiero ser un tonto con corazón que Júpiter del Olimpo con la cabeza. La razón por la que la masa de los hombres teme a Dios,
y en el fondo le desagrada, es porque más bien desconfían de su corazón y le creen todo al cerebro como a un reloj. (Usted percibe que empleo una mayúscula inicial en el pronombre que se refiere a la Deidad, ¿no cree que hay una ligera pizca de servilismo en ese uso?) Otro tema: el otro día estuve en Nueva York durante veinticuatro horas y vi un retrato de N[athaniel].H[awthorne]. Y he leído y oído muchas alusiones halagadoras (desde el punto de vista de un editor) a los Siete tejados. Y vi anunciados Cuentos y “Un nuevo volumen” de N.H. Así que, en general, me digo este N.H. está en ascenso. Mi querido señor, empiezan a ser condescendientes. Toda la fama es mecenazgo. Déjeme ser infame: no hay patrocinio en eso. La “reputación” que tiene S.M. es horrible. ¡Piense en ello! Pasar a la posteridad ya es bastante malo de cualquier manera, pero ¡pasar a la historia como un “hombre que vivió entre caníbales”! Cuando hablo de la posteridad, refiriéndome a mí mismo, sólo aludo a los bebés que probablemente nacerán en el momento inmediatamente posterior a que yo abandone esta carga. Con toda probabilidad descenderé con algunos de ellos. Quizá se les dará el Taipi con su pan de jengibre. He llegado a considerar este asunto de la fama como la más transparente de todas las vanidades. Cada vez leo más a Salomón y en cada ocasión veo en él significados más profundos e indecibles. Hace un año no pensaba en la Fama como lo hago ahora. Todo mi desarrollo ha ocurrido en los últimos años. Soy como una de esas semillas secas de las pirámides egipcias que, después de ser una semilla y nada más que una semilla durante tres mil años, al ser plantada en suelo inglés se desarrolló, creció hasta el verdor y después sucumbió al moho. Así yo. Hasta los veinticinco años no tuve ningún crecimiento. A partir de los veinticinco años feché mi vida. Han transcurrido escasas tres semanas en las que no me he desplegado –desde entonces hasta ahora– en mi interior. Pero siento que he llegado al tallo más profundo de la raíz,
y que en breve la flor debe sucumbir a la herrumbre. Ahora parece ser que Salomón fue el hombre más verdadero que jamás haya hablado, y que sin embargo manejó un poco la verdad con miras al conservadurismo popular; o, bien, hubo muchas interpolaciones y corrupciones en el texto. Al leer algunas de las frases de Goethe, tan veneradas por sus incondicionales, me encontré con esto: “Vive en el todo.” Es decir, tu identidad separada no es más que una miseria. Bien; pero sal de ti mismo, extiéndete y expándete, y trae a ti los cosquilleos de la vida que se sienten en las flores y los bosques que se intuyen en los planetas Saturno y Venus, y en las Estrellas Fijas. ¡Qué tontería! Aquí hay un tipo con un dolor de muelas espantoso. “Mi querido muchacho”, le dice Goethe, “estás muy afligido por esa muela; pero debes vivir en el todo, y entonces serás feliz”. Como en todo gran genio, hay una inmensa cantidad de frivolidad en Goethe y, en proporción a mi propio contacto con él, una monstruosa cantidad de ella en mí.
H. Melville.
P.D. “¡Amén!”, dice Hawthorne.
N.B. Sin embargo, esta sensación de “todo” tiene algo de verdad. Seguro que usted lo ha sentido a menudo, tumbado en la hierba en un cálido día de verano. Tus piernas parecen enviar pulsaciones a la tierra. Tus cabellos se sienten como hojas sobre tu cabeza. Esta es la sensación de todo. Pero lo que hace daño a la verdad es que los hombres insisten en la implementación universal de sentimientos u opiniones pasajeras.
P.D. No debe dejar de admirar mi discreción al pagar el sello de esta carta.
Segunda carta. Noviembre de 1851
Mi querido Hawthorne:
La gente piensa que si un hombre ha pasado por alguna dificultad debería obtener alguna recompensa; aunque, por mi parte, si realicé la jornada de trabajo más agotadora posible, y luego vengo a sentarme en un rincón y comer mi cena cómodamente, ¿por qué, entonces, no creo merecer ninguna recompensa por mi duro día de trabajo? ¿Por qué no estoy en paz en este momento? ¿No es buena mi cena? Mi paz y mi cena son mi recompensa, mi querido Hawthorne. De modo que su carta, que proporciona alegría e irriga júbilo, no es mi recompensa por mi trabajo de cosechador con este libro sino la bonificación de la buena diosa por encima de lo estipulado, pues ni un solo hombre –que sea sabio– en cinco ciclos esperará un reconocimiento reverencial por parte de sus colegas, o de alguno de ellos. ¡Aprecio! ¡Reconocimiento! ¿Se aprecia el amor? Porque, desde Adán, ¿quién ha llegado al significado de esta gran alegoría que significa el mundo? Entonces nosotros, los pigmeos, debemos contentarnos con tener nuestras alegorías de papel, pero mal comprendidas. Yo digo que su aprecio es mi gloriosa gratificación. A mi manera orgullosa y humilde –un rey pastor–, yo era señor de un pequeño valle en la solitaria Crimea; pero ahora usted me ha dado la corona de la India. Pero, al probármela en la cabeza, descubrí que me caía sobre las orejas a pesar de su asombrosa longitud, pues sólo las orejas sostienen dicha corona.
Anoche, su carta me fue entregada en el camino que va a casa del señor Morewood, y la leí allí. Si hubiera estado en casa me habría sentado de inmediato a contestarla. En mí las magnanimidades divinas son espontáneas e instantáneas... captúrelas mientras pueda. El mundo gira y surge la otra cara. De modo que ahora no puedo escribir lo que experimenté. Pero en ese momento me sentí panteísta: su corazón latía en mis costillas y el mío en las suyas, y ambos en las de Dios. Una sensación de indecible seguridad me invade en este momento a causa de que usted comprendió el libro. Escribí un libro perverso, y me siento sin mancha, como el cordero. Inefables socialidades habitan en mí. Me sentaría a cenar con usted y con todos los dioses del Panteón de la vieja Roma. Es un sentimiento extraño: no hay esperanza en él, tampoco desesperanza. Satisfacción, eso es, e irresponsabilidad, pero sin inclinación licenciosa. Hablo ahora de mi más profunda sensación de ser, no de un sentimiento incidental.
¿De dónde viene, Hawthorne? ¿Con qué derecho bebe de mi jarrón de vida? Y cuando lo pongo en mis labios... noto que son los suyos y no los míos. Siento que la Divinidad está partida como el pan en la Cena, y que nosotros somos los pedazos. De ahí esta infinita fraternidad de sentimiento. Ahora, compadeciéndose con el papel, mi ángel da vuelta a otra página. No le importó un centavo el libro. Pero, de vez en cuando, a medida que lo leyó, comprendió el pensamiento penetrante que impulsó el libro –y que alabó. ¿No fue así? Fue lo suficientemente arcángel para despreciar el cuerpo imperfecto y abrazar el alma. Alguna vez abrazó al horrible Sócrates porque vio la llama en la boca y escuchó el correr del demonio –el personal– y reconoció el sonido, porque lo oyó en sus propias soledades.Mi querido Hawthorne, los escepticismos estratosféricos me invaden ahora y me hacen dudar de mi cordura al escribirle de este modo. Pero, créame, ¡no estoy loco, nobilísimo Festus! Pero la verdad siempre resulta incoherente, y cuando los grandes corazones golpean juntos la conmoción es un poco aturdidora. Adiós. No escriba una palabra sobre el libro. Eso sería robarme mi miserable placer. Lamento de todo corazón haber escrito algo sobre usted... fue insignificante. Señor, ¿cuándo terminaremos de crecer? Mientras tengamos algo más que hacer, no hemos logrado nada todavía. Así que, ahora, añadamos Moby Dick a nuestra oración y partamos de ahí. Leviatán no es el pez más grande. He oído que Kraken sí.
Esta es una carta extensa, pero usted no está obligado a responder. Posiblemente, si la contesta y la dirige a Herman Melville, la perderá –porque los mismos dedos que ahora guían esta pluma no son precisamente los mismos que la tomaron y la pusieron sobre este papel. Señor, ¿cuándo terminaremos de transformarnos? ¡Ah! Es una etapa larga y no hay posada a la vista y se acerca la noche, y el cuerpo es frío. Pero, con usted como pasajero, estoy contento y puedo ser feliz. Creo que dejaré el mundo con más satisfacción por haber llegado a conocerle. Conocerlo me convence más que la Biblia acerca de nuestra inmortalidad.
¡Qué lástima que, a cambio de su carta tan sencilla y franca, reciba semejante galimatías! Mencióneme a la Sra. Hawthorne y a los niños, y también adiós para usted, con mi bendición.
Herman
P.D. No puedo detenerme todavía. Si el mundo estuviera enteramente conformado por magos, le diré lo que yo haría. Tendría una fábrica de papel instalada en un extremo de la casa, y así tendría un rollo interminable de papel rodando continuamente sobre mi escritorio; y, sobre ese interminable rollo, escribiría mil... un millón... mil millones de reflexiones, todas bajo la forma de una carta para usted. El imán divino está en usted, y mi imán responde. ¿Cuál es el más grande? Una pregunta tonta –son Uno.
H.
No crea que por escribirme una carta se tiene que aburrir todo el tiempo con una respuesta inmediata a la misma y, de ese modo, mantenernos a ambos hurgando eternamente sobre un escritorio. Nada de eso. No siempre contestaré a sus cartas, y usted puede hacer lo que le plazca.
Nota y traducción de Roberto Bernal.