Los últimos unicornios

- José Luna - Sunday, 19 May 2024 11:21 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Elogio de un aparato de mecanismo relativamente sencillo y sin embargo extremadamente versátil en usos y recursos para ir y venir, llevar y traer por los vericuetos de la urbe casi cualquier cosa: desde el pan, las medicinas y la comida del día, hasta el periódico o las herramientas de más de un oficio, la bicicleta está “concebida desde la imaginación de quien la utiliza y construida a partir de una necesidad económica”.

 

Las bicicletas son también útiles, discretas, económicas.

Julio Torri

 

Ese sonido de flauta de pan traspasa la música de cumbia, los gritos de la vecina regañando a sus hijos, cruza la vecindad y reposa en mis oídos. Mi madre me pide que tome los cuchillos y salga a buscar al afilador. Ese hombre nómada que pedalea una y otra vez por varias colonias en busca de señoras desesperadas porque la verdura ya no se corta con la fragilidad de una cuchilla perfecta. En un programa de cocina, un chef explicó que la cebolla te hace llorar cuando el cuchillo no tiene filo. Es decir, el metal altera las partículas de cebolla y, por ende, despide sus olores irritantes. Supongo que el domesticador de metal sabe que puede controlar los átomos para no hacer llorar a las amas de casa.

La estructura del hombre de las “dagas” se compone de dos elementos indispensables para poder existir: un esmeril y una bicicleta. Jamás podría imaginarse una moto o un automóvil para tal oficio, porque la bancarrota sería irrefutable, aunque sí se han llegado a ver. La bicicleta de un afilador, como la de otros oficios, resulta ser un “unicornio”, un objeto único. Irreal. Concebida desde la imaginación de quien la utiliza y construida a partir de una necesidad económica. El objetivo no es lucir bien, lo que importa es que sea funcional. Por eso es posible encontrar bicicletas “mutantes” en zonas donde la bírula no es percibida como un mero entretenimiento.

Existen otros oficios que toman como base la estructura de la bicicleta, tales como el podador de árboles, el repartidor de agua, el herrero, el cerrajero, el hojalatero, el mecánico entre otros, que sólo pueden encontrarse galopando en colonias con una base monetaria. Entre sus calles podemos distinguir mercados, tianguis, comercios en donde proliferan las vecindades o edificios multifamiliares. Estos hombres montados en bicicletas adaptadas apenas se dejan ver en lugares como Polanco, La Herradura, Satélite y demás sitios en donde la gente detesta el ruido y el bullicio que genera la fuerza de trabajo del obrero. Si para Rogelio Garza, en su libro Bicicletas y otras drogas, la bicicleta fue la salvación para controlar su ansiedad, para los trabajadores la bicicleta fue el sustento económico para sus familias.

La desigualdad social que se originó desde la conquista española en el desaparecido Distrito Federal ha desdibujado el uso de la burra como mero deporte. Tal como lo menciona Luis Landero en su texto Una visión fugaz (en Diez bicicletas para treinta sonámbulos, de Antonio Muñoz Molina, José Ovejero y Luis Landero, 2013), sobre el uso de la bicicleta: “el hacer del viaje un capricho” adquiere un nuevo significado y relevancia. Para los chilangos que crecimos en las colonias de trabajadores de Ciudad de México, la bicicleta se modificó para la carga y el arrastre. Se convirtió en una herramienta que facilita las labores diarias, al igual que un taladro, un rotomartillo o una sierra eléctrica.

El crecimiento de la ciudad y las nuevas formas de consumo impulsadas por las generaciones recientes han logrado extinguir algunos oficios. Hoy en día, sólo podemos rememorar a los lecheros o a los repartidores de periódicos a través de fotografías en blanco y negro, evocando las imágenes de Héctor García o de los Hermanos Casasola.

Durante la pandemia provocada por el Covid-19 emergió una nueva camada de unicornios dedicados a repartir, entregar o distribuir las nuevas necesidades de la sociedad que eligió vivir en aislamiento voluntario. En este contexto, la gentrificación y la facilidad para adquirir autos o motocicletas están acelerando el proceso de extinción de los últimos unicornios que aún sobreviven en algunos barrios de Ciudad de México, en donde resulta más sencillo y barato comprar un cuchillo en internet que esperar el sonido del afilador.

 

 

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