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- José Rivera Guadarrama - Sunday, 09 Jun 2024 07:52



El acto de aplaudir es una actividad con profundas raíces antropológicas y, sin duda, puede considerarse como un agregado gestual. El aplauso satisface necesidades básicas como el hecho de emitir algunas de nuestras emociones con la intención de compartirlas, además, dentro de algún grupo social determinado.
También podemos notar que no se trata de un acto unívoco, ya que incluso podemos emitir aplausos de aprobación o de desaprobación, en este último caso se pueden ubicar a los ambivalentes, quienes además de aplaudir también pueden acompañar ese gesto con diferentes fruncidos, los correspondientes para enfatizar su postura ante determinadas circunstancias. También podemos observar que este agregado gestual cumple otras funciones emocionales, sobre todo porque los aplausos también estimulan a quienes los reciben, ya sea de forma negativa o positiva; además, alivian o descargan de energía a quienes los emiten.
Refiriéndose a estas actividades gestuales humanas, el investigador David Victoroff describe en su ensayo El aplauso, una conducta social estos casos e indica que es necesario “insistir, en efecto, en el hecho de que esta gesticulación ritmada y estereotipada sirve al público como liberación activa de las emociones: permite que se libre de sus sentimientos al exteriorizarlos en una forma disciplinada. Adquiere así interés el valor de una verdadera higiene de origen social”.
De manera explícita, el aplauso también es un acto de reciprocidad, busca obtener un rendimiento y productividad ante un comportamiento determinado; así, el individuo que aplaude se protege de la aniquilación. La continuidad de los aplausos no se convierte en un fracaso de la acción comunicativa, pues mediante su repetitividad alcanza la socialización de este aspecto humano en su misma forma.
A pesar de lo anterior, en algunos momentos de la historia, nos recuerda Victoroff, el aplauso “ha sido desterrado de la mayoría de las ceremonias religiosas, en tanto que es a menudo de rigor en las reuniones políticas, las representaciones teatrales, etcétera., y que, incluso en ciertos casos, quien no aplaudiera ahí pasaría por un mal educado con el mismo título con que sería calificado en tal forma quien aplaudiese un sermón durante la misa”.
Mediante el aplauso como gesto convencional, agrega Victoroff, los miembros de las sociedades actuales recurren a él como un signo de estrechamiento de manos a distancia; son medios expeditos que el grupo pone a su disposición en ciertas circunstancias, para permitirles una adhesión entusiasta o, en el otro caso, para desear la bienvenida.
Lejos de ser una reacción instintiva y casi refleja, es una conducta socializada, sin dejar de reconocer que es también una técnica corporal: las manos son los instrumentos de un efecto físico que podría derivar en simple y abundante ruido.
Si nos preguntamos en qué momento se adoptó esa forma de expresión humana o por qué se convirtió en un acto de causa y efecto, la respuesta será igual de complicada, ya que no hay un registro claro en torno a desde cuándo existe esta actividad somática; tampoco hay elementos que indiquen si habría alguna forma de intercambiarla por otros actos en lugar de emitir palmadas.
Lo que sí podemos conjeturar es que el plauso es más homogéneo, es un acto sonoro neutral, más mesurado, diferente a los gritos o vociferaciones o cualquier otro ruido corporal, variables de acuerdo con la composición física de quien los emite. Es un acto de sincronización que puede significar distintas cosas, como estimación ante lo percibido, sin dejar de lado la valoración o desprecio que también se puede evocar.
En nuestra sociedad contemporánea se da por sentado que el público debe aplaudir, sin importar si lo que está observando le ha gustado o no. Hacerlo es ya una adhesión manifiesta.
¿Qué pasaría si dejáramos de aplaudir? ¿Podríamos o deberíamos atrevernos a no aplaudir, sin que este acto implique indiferencia? l