El proyecto cultural de Jaime García Terrés
- Carlos Monsiváis - Sunday, 16 Jun 2024 08:14



No pensaba hacer una evocación personal, pero la han hecho ya mis compañeros y tendré que sumarme a la tendencia autobiográfica de esta mesa, primero para hablar de un error mínimo de Jaime García Terrés, y luego para hablar de uno de sus grandes, grandes aciertos.
Todavía localizo con precisión la escena de 1962: en el piso 10, reservado a la Dirección General de Difusión Cultural en la Torre de Rectoría. La secretaria Alicia Pardo me indica el turno de entrar y el miedo pánico me domina: veo ahí a Jaime García Terrés, severo, distante –y no sé por qué, pero era la única palabra que yo tenía en mente en ese momento–, antagónico. Me ve como si yo no existiera o no quisiese existir. Evoco el sentido del diálogo, ya que no se me ocurrió tomar nota para la posteridad de lo que dijimos en aquel momento. Me dijo Jaime:
–Me lo han recomendado a usted…
–Sí señor.
–…para sustituir a Juan Rulfo en la dirección de Voz Viva de México. Usted ya lleva tiempo trabajando ahí.
–Sí señor.
–¿Cree poder desempeñarse con eficacia en el puesto?
–No, señor.
–Mejor –dijo Jaime.
Se hizo un silencio e intenté una sonrisa que zozobró. Jaime me miró sin mirarme, o sin aceptar que me miraba y añadió:
–Usted tendrá todo el apoyo de la Dirección General.
Respondí de manera automática, casi sin darme cuenta (mi nerviosismo era lo único que yo podía advertir):
–No señor.
–De cualquier manera lo tendrá.
Salí de ahí convencido de inaugurar una puerta falsa y ya en la oficina de Voz Viva les informé a los demás de mi nombramiento. Milena Ezguerra, la secretaria de Voz Viva me dio el pésame. Todos quisieron levantarme el ánimo. No era fácil. A los dos meses, seguro de la vastedad de mis aptitudes administrativas, me presenté de nuevo en la Dirección General:
–Licenciado, vengo a entregarle mi renuncia.
–Por qué hasta ahora.
–Ya ve cómo es la burocracia.
–Bueno, qué me sugiere.
–Que nombre a Milena, es la que lleva la oficina.
–Está bien.
–Compermiso, nos vemos…
–El error fue de ambos. Lo invito a comer la semana próxima.
A partir de ese momento mi relación con Jaime fue fluida y, conforme el trato se acentuaba, divertidísima. Jaime solía relacionarse con el mundo a través de la ironía –una ironía seca e informada, muy eficaz. Era formal, pero disolvía cualquier prosopopeya con frases que daban en el centro de los falsos prestigios y las verdaderas ineptitudes –se sabía de memoria, por ejemplo, párrafos de don Jaime Torres Bodet, a quien llamaba “el ilustre tocayo”– y luego se reía al comentar la mala prosa, el verbo famélico o la salida de tono. Para él la herejía imperdonable era posar como intelectual desde la apretada hilera de diez libros mal leídos. Como periodista (en México en la Cultura, Revista de la Universidad y La Cultura en México), como funcionario (en Difusión Cultural, el Fondo de Cultura Económica, la Biblioteca de México), Jaime sabía mezclar la pasión por su trabajo –divulgar lo mejor de que tenían noticia él y sus colaboradores– con la ansiedad informativa. Leía con sistema diarios y revistas de México, Estados Unidos, Francia, Inglaterra, Italia y América Latina. Conocía a fondo la vida intelectual de varios países. Y muy especialmente estaba al tanto de los distintos cánones culturales. Y a momentos sabía responder a las circunstancias políticas –recuerdo ahora el número de la Revista de la Universidad dedicado a la Revolución Cubana, que causó tantas fricciones que iban y venían mensajes de las oficinas presidenciales a Difusión Cultural, y recuerdo también la ocasión en que un comité de intelectuales, presidido por Fernando Benítez y Guillermo Haro, acudió a Los Pinos a ver al presidente López Mateos e indicarle nuestra preocupación por el amago de invasión a Cuba. López Mateos nos tranquilizó diciendo que su posición era de extrema izquierda dentro de la Constitución –frase que había dicho semanas antes y que luego le costó abdicar del contenido de la frase y de la frase misma. Al día siguiente, fiados de la palabra presidencial, salimos en una marcha, cuyo vigor fue casi de inmediato sofocado por los granaderos, que despertaron nuestra vocación de jogging. Evoco a Jaime buscando sus anteojos en la Avenida Madero y descubriéndolos hechos añicos –el comentario que hizo fue: “Lástima. Leía muy bien con ellos”.
Pero abandono las evocaciones y paso a referirme a su gran acierto.
Llevo tiempo convencido de que el gran acierto de Jaime García Terrés es su proyecto de Difusión Cultural.
Creo que en el siglo XX de México hay en realidad dos proyectos que se complementan y a los que sería importante adjudicarles ya su dimensión específica. El primero es el de José Vasconcelos en la Secretaría de Educación Pública, que le confiere al Estado la tarea de llevar la cultura como carga simbólica y como obligación. Cuando uno ve las ediciones de los clásicos de la Secretaría de Educación Pública son de 16 mil ejemplares por título, que por supuesto no bastaban para que circularan en el país sino para marcar la obligación que tenía el Estado de suscribir a los clásicos como los elementos formativos no tanto de cada ciudadano en particular sino del Estado mismo, adjudicarle al Estado la dimensión humanista sin la cual la concepción de Pedro Henríquez Ureña, de José Vasconcelos y muy especialmente de Alfonso Reyes no tenía sentido presentar un plan educativo. Al proyecto de alfabetización lo sostenía la idea de humanizar la Revolución y de predicar el humanismo como vía de entendimiento entre los componentes del Estado. Ese es el primer gran proyecto, y su fuerza es tal que, con todos los cambios tecnológicos y políticos, de algún modo la Secretaría de Educación Pública sigue adscribiéndose al proyecto de Vasconcelos.
El segundo proyecto es el de Jaime García Terrés. No sé exactamente cómo se dio aunque fui testigo casi desde el principio, pero sé que tiene que ver con el año de 1954, momento en que empieza a funcionar Ciudad Universitaria, si bien fue inaugurada dos años antes para que el presidente Miguel Alemán pudiera compararse con la estatua que se instaló frente a la Rectoría, aunque desde el principio se le dijo que la estatua se parecía más bien a Stalin, a lo que Alemán solía responder diciendo que no sabía que Stalin fuera bien parecido. Así que Alemán la inaugura en el ’52 pero Ciudad Universitaria comienza sus labores en 1954, y creo que es el primer elemento que hace posible el proyecto de García Terrés porque no sólo se trata de un cambio físico de sede, sino de todo un cambio de mentalidad: la idea de campus es una novedad absoluta que permite a la comunidad universitaria sentirse inaugurando el siglo XX o algo así de contundente. Eso le permitió a Jaime algo que en San Ildefonso y Santo Domingo no habría sido posible, pues las nuevas instalaciones se equiparaba con la novedad del proyecto que a él le importaba, que buscaba sobre todo poner al día, actualizar nuestra cultura. Es esa idea de actualización la que posibilitó algo como Poesía en voz alta”, que era una propuesta radicalmente nueva –cuyas puestas en escena de García Lorca, Lope de Vega fueron una experiencia extraordinaria para quienes las vimos, porque en primer lugar nos hacían conscientes de que existía el idioma, y además nos deslumbraban con las escenografías de Juan Soriano, de Leonora Carrington, que se conjuntaban con la dirección literaria de Octavio Paz, la actuación de Juan José Arreola, que era un fenómeno–, como radicalmente nueva resultó también Radio Universidad, que brindó la posibilidad de hacer crítica a través de un medio de amplio alcance, de proponer como satisfacción de una necesidad social auténtica la música culta. Yo veía todo esto y no me daba cuenta de lo que estaba pasando; me di cuenta cuando la distancia en el tiempo me permitió su valoración. Difusión Cultural en particular, y Ciudad Universitaria en general, eran el único espacio político, social, cultural y ético que se resistía ante la influencia avasalladora del PRI. Esto no era un convenio de la UNAM con el gobierno ni una decisión política de nadie en especial, sino una realidad que surgió a partir de la acción de Difusión Cultural y la UNAM. Sin la UNAM no habría existido la formación de nuevas generaciones que empezaron a darse claramente cuenta de la concentración y monopolización de la vida pública por parte del PRI. La UNAM fue independizándose cada vez más del criterio que hasta entonces había prevalecido: un criterio de sujeción.
¿Qué había antes de Difusión Cultural? Había Extensión Universitaria, que se regía por la vieja idea del nacionalismo revolucionario según la cual hay que “llevar el arte al pueblo”. Lo que hizo Jaime García Terrés fue totalmente distinto: el no quiso “llevar el arte al pueblo” –lo que le parecía una actitud “dadivosa” o “filantrópica” que no era válida ni adjudicable a la difusión cultural– sino darle a los estudiantes, que eran el principal público de Difusión Cultural, la oportunidad de que por su propia cuenta desarrollasen una vida cultural, como lo ha hecho notar muy bien Álvaro Matute.
Fue así como la Casa del Lago se convirtió en un fenómeno de mini-masas (no sé si el término funcione), porque había mini-masas en ella cada domingo como había mini-masas para ver las funciones de “Poesía en voz alta” o para llenar el auditorio de Radio UNAM o para leer la Revista de la Universidad. Puede decirse que hoy aquella capacidad de convocatoria ha desaparecido porque la explosión demográfica, por sí sola, hace que la gran mayoría de las propuestas pase inadvertida para una sociedad que se ha habituado a ver el Zócalo lleno como si fuera una reunión de familia, pero no se puede soslayar que el proyecto de García Terrés es el segundo gran proyecto que ha habido en el México del siglo XX en materia cultural, y que no ha habido otro después. Tal vez ahora, con la televisión y la internet esté despuntando ya el tercer gran proyecto. Pero la importancia del trabajo que se hizo desde Difusión Cultural, y que en la geografía cultural Ciudad Universitaria cobró la importancia que tuvo gracias a la idea que tuvo García Terrés de auspiciar una serie de actividades que brindaban nuevas posibilidades de conocimiento y a su decisión de permitir una vida cultural muy libre en un momento en que eso no se concebía con claridad, y aquí también tengo que recordar a Enrique González Casanova, quien hizo un trabajo excelente al frente de la Dirección de Publicaciones de la UNAM, muy en correspondencia con las ideas de Jaime. Ambos compartían la voluntad de abrir zonas de libertad.
Yo creo que Jaime García Terrés tuvo una gran intuición –y en este caso considero como intuición la mezcla de una visión casi profética con un conocimiento muy preciso de los temas– y que gracias a esa intuición pudo concebir el segundo gran proyecto de organización de la práctica cultural –entendida como auspicio estatal– en México. El suyo fue un trabajo de primer orden, y sus ideas sobre el trabajo cultural, absolutamente útiles y necesarias, todavía tienen vigencia.