Descubrimiento y revelación de la palabra

- Vilma Fuentes - Friday, 19 Jul 2024 23:23 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Mucho se ha dicho que lo que distingue al ser humano de las demás criaturas es la palabra. Desde el principio, en la tradición católica, pero no nada más, la palabra es creación. Este artículo explora la adquisición del lenguaje, de la palabra, ante el mundo y afirma: “Descubrir el mundo es nombrarlo.”

 

Observar a un niño o a una niña cuando va descubriendo el mundo a su alrededor es asistir a la revelación de las cosas. La mirada del infante expresa su asombro ante cada uno de sus descubrimientos, ese momento cuando ve por primera vez algo: el mar, un payaso, una muñeca, una estrella, otro niño, un adulto distinto de su madre y de su padre, un gato, una montaña. El pequeño levanta su brazo y señala con la mano lo que sus ojos descubren. Balbucea algunas sílabas, sonidos aún sin significado, ruidillos murmurados que tratan en vano de decir algo, buscando qué nombre dar a lo que aparece frente a él. “Si (como afirma el griego en el Cratilo)/ el nombre es arquetipo de la cosa/ en las letras de “rosa” está la rosa/ Y todo el Nilo en la palabra “Nilo”.” (El Golem, Jorge Luis Borges).

El niño escucha la palabra que la boca de su madre articula y sigue con una atención sostenida, pasmosa, el movimiento de los labios de donde emerge ese sonido. Un sonido nunca antes escuchado, que oye con ese asombro que, por desgracia, irá perdiendo con el paso del tiempo.
La cosa se confunde con su nombre: palabra y nombrado se vuelven uno. Descubrir el mundo
es nombrarlo. Conjunción absoluta entre la cosa y su nombre. La idea de la cosa se forma en la mente y se transforma en ella.

La creación del mundo, del universo, comienza con la palabra… o las palabras. “En el principio era el verbo… / el verbo se hizo carne y habitó entre nosotros/ El primer día de la Creación, Dios dijo: Hágase la luz y la luz se hizo.” Dios habla al vacío y ordena a la luz que nazca. La Biblia dice que Dios creó los cielos, la Tierra y todo lo demás que existe simplemente hablándoles. El poder de la palabra es, entonces, el poder de crear.

La palabra es creación, con ella se inician la cosas y comienza el tiempo fuera de la eternidad. El niño escucha sus propias palabras y siente que posee un poder que es la capacidad de crear. Antes de tomar forma fuera de nosotros, en eso que llamamos “la realidad”, la idea está en nuestra mente, existe ya ahí, en ese ahí que es el vacío antes de la palabra, el silencio de donde nace la luz y todas las cosas que vamos nombrando y, así, nos las apropiamos. La palabra es, entonces, un instrumento de posesión: nos permite apoderarnos de una realidad ajena a nuestra persona pero que, al nombrarla, penetra en nosotros, se integra a nuestro yo y se vuelve parte nuestra en una conjunción que es disolución en nuestro interior. El infante repite las nuevas palabras que aprende una y otra vez, como si tuviera, con esa iteración, la capacidad encantadora de apoderarse de la cosa que crea con la palabra que la señala.

Ver a un niño descubrir el mundo es ver los principios de la creación, el inicio de los tiempos y del Tiempo. El pequeño irá descubriendo y nombrando los objetos en forma simultánea. Una cosa sin nombre no existe. No puede tener existencia lo innombrable. A través de la palabra se da existencia al ser que, gracias a ella, se nos revela y aparece frente a nosotros, visible, luminoso. La revelación es descubrimiento y creación en el mismo instante. Milagro de la palabra capaz de dar cuerpo al espejismo que nuestros ojos ven y nuestras manos pueden, por fin, tocar. El niño no cesa de repetir las nuevas palabras que aprende, acaso porque la reiteración le proporciona el sentimiento de crear, de hacer como Dios hizo el mundo y todas las cosas. Acaso de ese sentimiento provenga la especie de magia que posee la escritura. Capacidad de encantamiento y de hechizo que trastoca al lector, pero también a quien escribe.

Escribir no es un acto inocente. Puede ser, a veces, incluso un crimen. Si, como escribió Jacques Bellefroid, “lo real es un crimen perfecto”, la escritura es, entonces, una criminal perfecta. Abrir un libro puede costar la vida. No se sale indemne de su lectura. Las palabras se yerguen blandidas como espadas y cuchillos en las manos de un criminal. Si el lector no sale indemne, ¿qué sucede a quien escribe, qué pasa con la persona que se yergue armado de palabras semejantes a las balas de una pistola?

El niño repite la palabra que va descargando de su significado de tanto pronunciarla y escucharla. Vacía, se convierte en un vocablo nuevo en busca de un sentido distinto, acaso más profundo y misterioso. Nombrar por vez primera la cosa es darle existencia. Es verla emerger frente a nosotros como una aparición milagrosa que nos deslumbra y se introduce en nosotros metamorfoseándonos en ella y con ella. Podemos comprender entonces que no somos sino una aparición, otra emanación más que parpadea antes de cerrar los ojos para siempre y ver, al fin, el momento anterior a la luz cuando la luz se hace y nos deslumbra con su cegador resplandor de llamarada que, antes de consumirse y consumarse, se eleva a lo más alto de los cielos.

“Oh, inteligencia/ soledad en llamas/ que todo lo concibe sin crearlo… Oh inteligencia/ páramo de espejos… Helada emanación de rosas pétreas” (Muerte sin fin, José Gorostiza).

 

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