La flor de la palabra

- Irma Pineda Santiago - Friday, 19 Jul 2024 23:06 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
El libro de la tierra

 

Hace algunos años en un encuentro de mujeres indígenas en el norte de Veracruz, Martina, una señora del pueblo nahua, nos platicó que ella no tuvo la posibilidad de ir a la escuela (no existía ninguna en su comunidad y no tuvo permiso para ir a una en otro poblado), por lo que no sabía leer los signos en el papel. Luego, con una amplia sonrisa y la barbilla hacia arriba, nos dijo: “Pero sé leer la tierra.” Esto me recuerda también las palabras en zapoteco con las que mi abuelo Antonio se refería a mi abuela Sebastiana: “¡Cuánta luz había en la cabeza de esa mujer!” No sabía leer en el papel, pero muy iluminado era su pensamiento. Para los binnizá la inteligencia y el conocimiento son la luz adentro de la cabeza.

Esto me hace pensar en los caminos por los cuales los seres humanos aprendemos a conocer las cosas de la vida, puesto que hay varios elementos que entran en juego. Entre los más importantes está el lenguaje, que define el pensamiento y el sentido que le otorgamos al mundo que nos rodea, ya sea a través del lenguaje directo o del lenguaje metafórico, la experiencia corporizada o la inacción. De igual manera, para algunos es posible beber todo el conocimiento desde los libros, las escuelas y las discusiones colectivas con los pares en las academias formales, pero no olvidemos que el entorno cultural tiene un gran peso para la adquisición de conocimiento, ya que es lo que define nuestro modo de entender y vincularnos con el mundo.

En la vida diaria hay diversas situaciones que estimulan nuestro acercamiento al conocimiento y probado está que en los pueblos indígenas una de las maneras en las que mejor aprendemos es a partir de la observación y luego la práctica. Es ahí donde cobra sentido lo que decía doña Martina respecto a saber leer la tierra, o sea, aprender a mirar con ojos asombrados todo lo que existe y vive alrededor de nosotros, ya que es la sorpresa y el asombro lo que despierta nuestro interés por saber más acerca de algún ser o cosa. No olvidemos que de ahí viene el “conocimiento científico”, ése que ahora, con una actitud discriminadora, algunos académicos buscan diferenciar de los “saberes ancestrales”, como si no tuviesen la misma raíz: el libro de la tierra.

Quienes crecimos en los pueblos, sabemos que no hay mejor forma de aprender los procesos y rituales para la siembra, la sanación, la cocina, la realización de las fiestas, entre otras prácticas, que la observación, la prueba y error, la repetición y al final el dominio de un saber que se da por la constancia y el apoyo de la comunidad que nos rodea, la misma que nos enseña a leer nuestro entorno, a reflexionar sobre lo observado y que nos anima a intentar, a equivocarnos, a volver a intentar hasta que todo salga bien.

Por ejemplo, las mujeres aprendemos qué hacer durante la molienda, o cuando se tiene que preparar comida para mucha gente por alguna fiesta, nadie nos da una receta de los diferentes platillos que se tienen que cocinar, nadie ha escrito un manual sobre las comidas de las fiestas ni anota las cantidades o porciones exactas de cada elemento de un platillo. Sencillamente, desde niñas acompañamos a las madres y abuelas que nos llevan para ir observando y luego poco a poco nos animan a participar, hasta que con el tiempo nos volvemos expertas en calcular las proporciones adecuadas de los ingredientes, los tipos de ollas para cada tipo de comida, el tiempo de preparación y cocción, pero llegar a este grado de experticia requiere observación, reflexión y práctica.

Es por ello que en algunos estados del país se ha propuesto que, a la par de la aplicación de los programas escolares formales, también se involucre a la comunidad y a los grandes sabios que son los ancianos en los procesos educativos, puesto que de nada nos sirve saber descifrar los signos dibujados en el papel si no somos capaces de leer con los ojos del corazón el gran libro de la tierra.

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