Apuntes de un inmigrante
- Roberto Bernal - Sunday, 28 Jul 2024 09:41



Para la doctora Alejandra
I
De José se decían muchas cosas, todas falsas, salvo una: que era un solterón. Vivía con su hermana, cuñado y sobrinos desde que llegó a Estados Unidos. Los primeros años envió su salario íntegro a sus padres, hasta que primero uno y después otro murieron, y el salario se transformó en una compulsión por revistas y películas pornográficas, que tenía por cientos y que con gusto, dijo, cambiaría conmigo si me llegaban a aburrir las que compraba. En las tardes, después del trabajo, José iba a la Grand Avenue, donde depositaba billetes de un dólar en cabinas pornográficas y en las que podía ver a hombres con mujeres, también hombres con hombres, y sus preferidas: varios hombres con una mujer. Los domingos acompañaba a su hermana por la despensa, y por la tarde, también junto con la hermana, veía programas mexicanos, aunque ya desde algunos años se quedaba dormido y despertaba en el sillón poco antes de ir al trabajo. Preguntó si me gustaban las telenovelas. Respondí que el cuarto que rentaba no incluía el servicio de cable, aunque en realidad tampoco tenía televisión.
En el Escondido Transit Center, en los tres días de mi entrenamiento en la cocina, encontraba a José sentado en una banca distante de inmigrantes mexicanos y salvadoreños, con esa franela gruesa y roja que vestía todo tiempo, hiciera frío o no. Se mantenía en calma y en silencio, indiferente a la posibilidad de que apareciera migración, porque hacía muchos años que le habían otorgado la residencia; me mostró su green card mientras íbamos en el autobús; en la foto se le veía joven, con mucho más cabello, pero con la misma mirada de abstracción con la que buscaba deshacerse de las cosas que lo rodeaban, del país en el que vivía, y la misma mirada, supongo, con la que se entregaba a las películas pornográficas. Como los demás inmigrantes que iban en el autobús, José no platicaba mucho; hacía preguntas respecto a mí sin mirarme; preguntaba por mi pueblo, si era casado o cuántos hermanos tenía; a mi respuestas él tenía otras preguntas, desatento, jamás interesado por algo alrededor y sin tampoco nada que mirar, porque el autobús paraba en Rancho Santa Fe todavía en la oscuridad. Le pregunté cuándo llegó a Estados Unidos. Hacía mucho de eso, dijo, es posible que hace más de treinta años. Nació en Los Altos de Jalisco, ni siquiera en un pueblo sino en una choza a kilómetros de distancia de la choza más cercana y ésta a su vez alejada también de cualquier choza. Una mañana, entre los trece y quince años de edad, no recordaba bien, sus padres le dijeron que lo mandarían a trabajar a Estados Unidos, que si le gustaba, se quedara; de lo contrario, lo iban a estar esperando. Pregunté si le gustó. Uno no está donde le gusta, dijo, sino donde gana dinero. Porque, ¿qué iba a hacer en casa de sus padres? Allá no hay nada que hacer ni mirar, sólo hay monte y más monte. Todas las mañanas él y sus hermanos caminaban los kilómetros de distancia a la carretera y se sentaban en los riscos para ver pasar los autos, hasta que anochecía y no había más autos que mirar; entonces regresaban a casa y dormían temprano. No había más, era toda la distracción que teníamos, dijo.
II
En la biblioteca de Escondido, en la “Cat Library”, fui amparado por indigentes que iban ahí, no a leer, sino a dormir y a ocupar los sofás destinados a la lectura; dormían con revistas y libros en la cara; eran negros y blancos, demacrados, con los rostros debajo de gorras de beisbol, sucias también, que ocultaban los ojos rojos por la marihuana; sabían de las horas sin tránsito, en las que los potenciales lectores todavía estaban en las escuelas, o podando sus jardines, o en el trabajo; horario en el que ningún empleado de la biblioteca los despertaría para despejar los asientos. Ahí mismo comían, jugaban backgammon, bebían café en vasos de Jack in the box. A veces el gato de biblioteca abandonaba las mesas de lectura y ronroneaba alrededor de ellos, entre las mezclillas sucias, pero se alejaba tan pronto percibía la pestilencia a orina y excremento. Leían el Newsweek y revistas de ciencia en voz alta, a una velocidad hilarante, con explosiones de risas que solamente a ellos contagiaban y que escandalizaban a los que no estaban habituados a ignorarlos. Yo, cargado con la pura emoción, ambicionaba leer a Faulkner en inglés, que tenía a la mano en una reunión de tres tomos, aunque nunca superé la primera página y poco después lo dejé, para regresar al único estante en español, a Onetti y a las traducciones que me posibilitaban leer a Defoe. Los indigentes me invitaban a sus juegos de mesa, de los que nunca participé, pero permanecía sentado entre ellos, escuchándolos, sin entender ninguna palabra o de las cuales lograba descifrar alguna, aunque no importaba, porque dejaban de hablar de manera intempestiva o hablaban para sí o para los que tiraban los dados sobre el tablero de backgammon y que tenían la capacidad de entenderlos pero que no estaban interesados en escuchar. Pero mientras hablaban, imaginaba que aludían ciudades que pertenecen más al norte, tal vez Indianápolis o Pittsburg, que nunca visité pero que de las que imaginaba fotografías de arroyos calmados de hojas, siluetas de bicicletas que hacían a las cercas partícipes de sus sombras, e incluía la nieve, por supuesto, que me hacía fabular la divina circulación silenciosa de los autos, con los faros causando sorpresa entre los árboles, despejándolos de la oscuridad.