Los Pellicer en el Centro Histórico: apuntes de familia
- Carlos Pellicer López - Sunday, 04 Aug 2024 08:31



Andando por la calle de Moneda, no pude resistir caminar unos pasos para ubicar el número 12, actualmente un edificio que apenas se deja ver en su planta baja, por el incesante ir y venir de los transeúntes y por los más variados anuncios de las mercancías que ahí se exhiben. Un montón de recuerdos se colaron y, todavía hoy, siguen apareciendo. En ese domicilio, Moneda 12, creció mi papá. Nació cerca, en otra construcción situada en la calle del Seminario número 1, a un lado de la Catedral. Hoy ese edificio no existe y debe haber sido derribado en la segunda decena del siglo pasado. Juan José Pellicer Cámara nació el 2 de junio de 1910; vivió hasta marzo o abril de 1913, en aquella casa grande que albergaba a otras familias, además de oficinas y probablemente negocios en la primera planta.
De los pocos recuerdos que mi tío Carlos me contó de aquellos tiempos, fue precisamente el de la “Decena trágica”, que presenció a escondidas de sus papás, asomado en un balcón, desde donde vio y escuchó al general Bernardo Reyes exigir la rendición de la plaza y, minutos después, cayendo de su caballo, muerto por las ráfagas de la munición defensora. (Mi tío añadió a este recuerdo otro más: en alguna ocasión lo compartió con su gran amigo Alfonso Reyes, y un silencio helado fue el único comentario a la imprudente anécdota).
Fue justamente por ese desgraciado episodio que mi abuelo, Carlos Pellicer Marchena, decidió enrolarse en el Ejercito Constitucionalista, dejando abandonada a la pequeña familia. Doña Deifilia, mi abuela, buscó refugio con sus hermanos, primero en Papantla, Veracruz y luego en Villahermosa y Campeche. Cuando al fin la familia pudo reunirse, en 1915, encontraron un lugar en el edificio de Moneda 12. Ahí vivieron hasta que, diez años después, decidieron mudarse a un fraccionamiento lejano, muy lejano para esos tiempos. Allá se prometía vida campestre y hasta un espacio para que doña Deifilia pudiera criar algunas gallinas: “Chapultepec Heights” era el pretencioso desarrollo. La nueva casita, pintada de azul ultramar, fue la séptima construcción en aquellas lomas pelonas donde sólo había tepetate, algunas magueyeras y muchos alacranes.
De regreso al centro del recuerdo, los años que vivió la familia Pellicer Cámara en la calle de Moneda fueron fundamentales para todos. Mi papa terminó su infancia y comenzó su juventud. Mi abuelo siguió atendiendo su trabajo como químico farmacéutico en la Secretaría de Guerra. Mi abuela afianzó la casi destruida familia, trayendo además a vivir a su mamá, Juana Ramos, ya viuda entonces. De ella se conservan fotografías donde se comprueba el orgullo con que la recordaba el poeta: “Mi abuela materna/ era de sangre indígena.”
La relación con la familia Cámara se fortaleció y también abrió las puertas para que el hermano menor, Gabriel, viviera ahí hasta salir para casarse con Concepción Cervera y formar un matrimonio ejemplar en más de un sentido.
Para Carlos, la casa de Moneda fue el espacio donde echaría a andar su máquina poética. Allí escribió cerca de cuatrocientos poemas que quedarían inéditos, prácticamente olvidados, hasta su publicación en los tres tomos de la Poesía completa. En esos años estudió en la Escuela Nacional Preparatoria, donde hizo amistades decisivas y entrañables, entre maestros y condiscípulos: los hermanos Caso, los hermanos Gorostiza, los hermanos Chávez, Salvador Novo, Guillermo Dávila, Jaime Torres Bodet, Julio Torri, Octavio Barreda, Luis Enrique Erro y hasta un tímido, flaco y entonces desconocido músico: Agustín Lara.
Vale la pena mencionar que a pocos metros
del domicilio, en el espléndido edificio de la Academia de San Carlos, Pellicer recibió un homenaje sorprendente en 1916, cuando todavía no cumplía los veinte años. El director de la Academia, Mateo Herrera, organizó un acto para entregarle el retrato al carbón que le había hecho al joven amigo y éste correspondió con un soneto, lo mejor que pudo escribir y ofrecer en correspondencia.
Después vino el primer viaje, a Colombia y Venezuela, como representante de los estudiantes mexicanos. A su regreso ya había encontrado voz propia y definida; para su gran fortuna conoció a José Vasconcelos, el gran maestro de su vida. La lista interminable de amigos, gracias al mundo de Vasconcelos, se abrió a los otros grandes amigos para toda la vida: Diego Rivera, José Clemente Orozco, el Dr. Atl, Julio Castellanos, Roberto Montenegro y tantos más.
Alguna vez fui con él a conocer el viejo Museo Nacional de Historia, justo frente a su querido y añorado edificio. Ahí comenzó su admiración por nuestro pasado prehispánico que lo acompañaría siempre y lo animaría a crear varios museos. En uno de los últimos poemas escrito ahí, en 1924, “Anuncios”, que tampoco llegó a publicar en libro, dice: “Moneda 12. Se regalan noches de luna,/con equipo incluido.”
Se me ocurre que, muchos años después, el viejo poeta nunca imaginó que un joven paisano que quiso estar cerca y ayudarlo en su campaña como senador por su estado natal, viviría seis años casi enfrente de Moneda 12.