La huella del narrador: Eduardo Halfon y Walter Benjamin

- Andrea Tirado - Sunday, 11 Aug 2024 08:18 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Muy distantes en tiempo y espacio, el escritor guatemalteco Eduardo Halfon (1971) y el filósofo alemán Walter Benjamin (1892-1940) parecen tener un profundo vínculo, o al menos esa es la tesis del siguiente ensayo: la capacidad narrativa del primero cumple con los rasgos que el segundo esperaba de un narrador.

 

¿Quién encuentra hoy gentes
capaces de narrar como es debido?

Walter Benjamin

 

Al final, nuestra historia es nuestro
único patrimonio.

Eduardo Halfon

 

En el cuento “Oh gueto mi amor” del escritor Eduardo Halfon (Ciudad de Guatemala, 1971), una mujer suscita en el narrador, también llamado Eduardo Halfon, la siguiente reflexión: “acaso lo importante, para alguien como madame Maroszek, no era dónde escribimos nuestra historia, sino escribirla. Narrarla. Dar testimonio. Poner en palabras nuestra vida entera”. Esta cita hace eco (o constela) con una aseveración de Walter Benjamin quien, al disertar sobre la figura del narrador, destaca que “su talento consiste en poder narrar su vida y su dignidad, en poder narrarla toda”. Ambas referencias, “poner en palabras nuestra vida entera” y “poder narrarla toda”, dialogan entre sí a pesar de su distancia temporal, y lo que se manifiesta, en su anacronía, es que lo esencial es la narración y su materia prima; que todas las historias del mundo se tejen con la trama de nuestra propia vida, diría Ricardo Piglia.

Si se destaca el carácter no sincrónico de ambas reflexiones es porque se quiere hacer constelar a un filósofo alemán del siglo XX, Walter Benjamin, con un autor guatemalteco del XXI, Eduardo Halfon, para que de dicha relación se revele que este último es aquel por el que inquiría Benjamin al preguntar: “¿quién encuentra hoy gentes capaces de narrar como es debido?” En la escritura de Halfon es posible hallar esa facultad inalienable a la naturaleza de lo humano que el filósofo –no sin cierto desasosiego– consideraba extraviada después de la primera guerra mundial: la capacidad de intercambiar experiencias. Así, se trata de saber cómo es que Halfon pudo convertirse en ese narrador añorado por Benjamin.

 

Un narrador bajo el brazo

En una conversación con Andrés Trapiello narrada en El ángel literario (2004), el escritor español le asegura a Halfon, acaso como advertencia o vaticinio: “Ustedes, los judíos, nacen con una novela ya escrita bajo el brazo.” Ignoro si los judíos nacen con una novela escrita, pero Halfon sí. Y si lo hizo no fue por su religión sino porque, sin saberlo, había bebido de la fuente en la que, según Benjamin, han abrevado todos los narradores: la experiencia transmitida de boca en boca. Y, en efecto, sus libros arrojan pistas o relampagueos de dicha experiencia afincada en la oralidad.

Por ejemplo, en El ángel literario y en Biblioteca bizarra (2018), aparece Rol, alguien a quien los hermanos Halfon, de niños, le pedían que les contara un cuento. Rol, acomodado en el suelo entre las dos camas, se inventaba historias, pero si éste repetía alguna modificándola sin querer, Eduardo lo interrumpía. “No me perdonaba ni una. Usted, me dijo sonriendo, […] jamás olvidaba un cuento”, rememora Rol.

Que Halfon nunca olvidara un cuento revela su capacidad retentiva. Por su parte, Benjamin afirma que narrar historias siempre ha sido el arte de seguir contándolas; arte que se perdería “si ya no hay capacidad de retenerlas”. Halfon las guardaba al grado de corregir al narrador original. El autor, abandonándose al ritmo y a la cadencia de la voz, impregnado de las experiencias de otros, iba guareciendo en él historias que renarraría después. Hoy en día, algunas componen su constelación literaria.

Así, antes de ser escritor, Halfon fue un escucha atento de las narraciones orales, mismas que Benjamin lamentaba que fueran cada vez más lejanas. Sin embargo, no basta con ser testigo de ellas: deben compartirse. Según el filósofo, “el narrador toma lo que narra de la experiencia, tanto si es la suya como si es transmitida. Y la convierte, a su vez, en experiencia de aquellos que escuchan su historia”. Para su escritura, Halfon hurga en la memoria (a veces caprichosa; otras, convenenciera) y recupera historias que le han murmurado, contado, gritado, susurrado o tartamudeado elocuentemente. Por lo tanto, se vuelve un narrador que relata a partir de su experiencia y la de otros: de su abuelo materno (El boxeador polaco); de su otro abuelo, el Hitchcock libanés (Canción); de un tío llamado Salomón (Duelo) o incluso de un indigente colombiano, un sexagenario apodado “un desechable”, quien le pide al escritor que no los olvide: “Sólo eso le pido”, le implora (“Los desechables”). Cumpliendo, Halfon transcribe esas vivencias compartidas. Sin embargo, esto que parece una certeza, la capacidad de narrar o de intercambiar experiencias, en realidad no lo es.

Como mencioné, después de la primera guerra mundial, Benjamin advierte que esta supuesta obviedad le está siendo arrebatada al hombre: “¿Acaso no pudo constatarse entonces que la gente volvía enmudecida del campo de batalla?”, inquiere. ¿Acaso no el propio Halfon se confrontó a la mudez del abuelo prisionero en Sachsenhausen, Neuengamme y Auschwitz? Ese abuelo que no sólo había quedado enmudecido, sino que él mismo decidió enmudecer cuando determinó, de manera categórica, no volver a hablar su lengua materna, el polaco. ¿No se topó Halfon con un muro de silencio que no pudo derribar sino hasta varios años después con un whisky de por medio (o, por lo menos, así lo cuenta)? ¿Acaso no escuchó distintas versiones –historias– sobre el origen del número tatuado en el antebrazo izquierdo del abuelo? Tantas, que el escritor se imaginó –clandestinamente– diversas historias.

Si la guerra había enmudecido a Leib Tenenbaum, ¿no le correspondía al nieto narrar lo que éste no pudo? Como si por medio de las palabras pudiera restituirle apenas un ápice de lo que le fue arrebatado. Frente a la mudez: las palabras. Frente al silencio: nombrar. Aunque el desafío estribaría en no caer en lugares comunes; en evitar que esa narración se volviera una más de un nieto que escribe sobre su abuelo sobreviviente. ¿Cómo contar una historia sin reducirla a un cliché? Así, la pregunta que subyace es: ¿cuál es la potencia narrativa de Halfon? Ésta se afinca en una escritura rica en experiencias comunicables, en historias que no se agotan. De hecho, siguen aún vigentes pasado su tiempo de publicación porque conservan lo que Benjamin llama “capacidad germinativa”; una capacidad que les posibilita ser (re)narradas y (re)experimentadas.

En Experiencia y pobreza (1933), el pensador constata que el enmudecimiento de los soldados y el vacío en la palabra comienza a ser colmado de una proliferación de noticias e información pero, a pesar de ello, “somos pobres en experiencias comunicables”, sentencia. Esto porque la información es pobre, tiene caducidad y cobra su recompensa en el instante en el que es nueva. “Solo vive en ese instante”, señala Benjamin. No así la narración. Ésta, según él, mantiene “sus fuerzas bien concentradas” y es capaz de desplegarse pasado mucho tiempo. Libros como Monasterio (2014) o El boxeador polaco (2008) son prueba de esa capacidad germinativa:

Por más largo e imponente que se construya, un muro nunca es infranqueable. Un muro nunca es más grande que el espíritu del hombre que éste encierra. Pues el otro sigue allí. El otro no desaparece. El otro nunca desaparece. El otro soy yo.

[…]

me pareció que su discurso era como un sosegado oleaje. A lo mejor porque la memoria es también pendular. A lo mejor porque el dolor únicamente se tolera dosificado.

Varios años después de escritas, estas palabras conservan su fuerza porque tejen historias que todavía provocan sorpresa y/o reflexión. Su potencialidad se halla en el ejercicio de la lectura anacrónica, que posibilita el despliegue de varios estratos de la memoria de Halfon que coexisten y relampaguean entre ellos. Tal vez por eso se adviertan ecos de personajes, historias o recuerdos en diferentes libros del escritor; ecos que, al mismo tiempo, favorecen una lectura rizomática. Frente a la homogeneidad del tiempo impuesta por la modernidad, el anacronismo desdobla uno heterogéneo y fragmentario compuesto por parches o retazos de memoria.

 

El narrador como sastre o artesano

“Parches, remiendos, costuras, hilos, retazos que, con oficio, crean la ilusión de un todo”, asegura Halfon al equiparar el oficio del escritor con el del sastre. ¿No son los parches y las costuras una suerte de huella anacrónica sobre el traje? Y, ¿no es el sastre un artesano? Así, no sería absurdo constelar nuevamente una reflexión halfoniana con una benjaminiana: la del narrador artesano; “la huella del narrador queda adherida a la narración tal como las manos del alfarero dejan su marca en la superficie de la vasija de barro”.

Si somos pobres en experiencias comunicables es, primero, porque nos hemos colmado de información caduca y hueca que vive sólo en el instante. ¿Quién tiene hoy en día tiempo para leer (escuchar) una historia? ¿Quiénes son los tercos y rebeldes que, desafiando la insana productividad capitalista, aún se dedican tiempos de ocio? Y, segundo, porque no nos alcanza ningún acontecimiento que no esté cargado de explicaciones. Sin embargo, para el filósofo, la mitad del arte de narrar consiste en referir historias libres de ellas.

He aquí otra estela de la potencia narrativa de Halfon: sus escritos tienen más del cuentista que del novelista; a sus historias no se les debe pedir aclaraciones. Benjamin diría que no pierden su legitimación ante la pregunta: “¿y cómo sigue?” La experiencia de leer a Halfon consiste en no demandarle respuestas, su escritura exhorta a un lector emancipado (diría Rancière), lo reta e incomoda, lo obliga a tomar una postura y a generar una opinión, tarea que, en un mundo en el que todo se exige digerido, resulta ardua e incómoda. Sus relatos se vuelven experiencias que marcan al lector y éste, con las palabras adheridas como huellas, se convierte en narrador al transmitir esa anécdota grabada. La fortaleza de la escritura de Eduardo Halfon reside en un engaño o ilusión: son historias que en apariencia se presentan como personales, pero cuya lectura anacrónica revela profundamente universales.

Con Halfon se afianza el poder de las palabras. Son éstas las que, en su (re)narración, restituyen un poco de vida, devuelven un tanto de aliento y tiempo, para continuar intercambiando experiencias que nos permitan recuperar esa facultad inalienable y que, gracias a ella, podamos seguir siendo –acaso– un poco más humanos; porque, al final, como asegura su homónimo narrador: nuestra historia es nuestro único patrimonio.

 

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