Memorias de una paria: Flora Tristán, literatura y libertad
- Evelina Gil - Sunday, 18 Aug 2024 10:47



¡Tierra, tierra!
En algún momento, estas palabras albergaron una infinita carga de dicha y alivio, sensación inimaginable para alguien de nuestro tiempo. ¡Tierra!, tras catorce meses de incertidumbre, de no bajar la guardia ni para dormir, de rejoneante mareo que brinda apenas tregua, y quita el apetito y la gana y disposición de leer y de escribir. ¡Tierra! Contundente aviso de que un largo y azaroso viaje ha llegado a feliz término, entiéndase por “feliz” el permanecer no sólo con vida, si acaso algunas erupciones por picaduras de mosquitos descomunales, en una época en que trasladarse de un continente a otro entraña múltiples riesgos, muy particularmente para una fémina sola. Una de las muy pocas mujeres que conoció de primera mano esta experiencia fue la ciudadana francesa Flora Célestine Therese Henriette de Tristán y Moscoso, mejor conocida por su nombre de pluma, Flora Tristán. En 1833, a los veintiséis años realiza este aventurado viaje con una idea fija: conquistar una libertad que, legalmente, le está vedada, no sólo por su sexo, también por su condición de madre y esposa: el divorcio no es una alternativa viable, no existe, y entre continuar tolerando los vejámenes físicos y psicológicos de su esposo, y ser una paria, se queda con lo último. Lo intenta primero a través de la independencia que brinda un empleo, sirviendo en cafetines para, invariablemente, ser alcanzada por el largo brazo de su esposo, André Chazal, quien no tiene empacho en golpearla en plena calle. Una vez despojada de su hijo mayor (el segundo ha muerto a los meses de nacido), opta por encargar a su hija Aline, futura madre del pintor Paul Gauguin, con una amiga de su mayor confianza y trabajar como institutriz y dama de compañía para familias inglesas, hasta reunir el dinero necesario para emprender el que podría ser su viaje definitivo con destino a Perú.
Peruana y parisina
Es muy probable que, a través del matrimonio con Chazal, propietario de la imprenta donde una Flora adolescente y huérfana de padre trabajaba como obrera colorista, pretendiera adquirir algo que un yerro burocrático le ha arrebatado: legitimidad. Hija de un coronel peruano nacido en Arequipa, miembro de la armada española y entrañable amigo de Simón Bolivar, de nombre Mariano de Tristán y Moscoso, y de una modesta joven francesa, Therese Lesnais, éstos realizaron el único trámite que consideraron pertinente para sellar su compromiso, un matrimonio eclesiástico en Bilbao, España, por lo que, “hija del amor”, Flora llega al mundo el 7 de abril de 1803, en París. Mariano pertenecía a una de las familias más aristocráticas del entonces Virreinato del Perú pero, como Flora misma, era un alma libre a quien nunca pareció importarle que su unión no fuera legítima en su país de origen, acaso por permanecer afincado en París. Su prematura muerte deja desprotegidas a su mujer e hija, de apenas cuatro años, forzadas a orillarse hasta la Place Maubert donde pasarán múltiples penurias, y Florita empieza a ganarse la vida desde niña, hasta que la proposición del pintor de veintitrés años y propietario del establecimiento para el que presta servicios, le hace creer que accederá a una vida más digna. Flora, sin embargo, pasará de sentir hambre a no respirar.
En su novela El paraíso en la otra esquina, Mario Vargas Llosa retrata en forma descarnada la desesperada situación de la joven Flora, de la que difícilmente quedarían exentos los abusos sexuales:
Madame Tristán huía del esplendoroso pasado de Vaugirard para no ver la penuria y las miserias de la maloliente Place Maubert, hirviendo de pordioseros, vagabundos y gente de mal vivir, ni esa rue du Fouarre llena de tabernas, donde tú (Flora) habías pasado unos años de infancia que, ésos sí, recordabas muy bien. Subir y bajar las palanganas del agua, subir y bajas las bolsas de basura. Temerosa de encontrar, en la escalerita empinada de peldaños apolillados, que crujían, a ese viejo borracho de cara cárdena y nariz hinchada, el tío Giuseppe, mano larga que te ensuciaba con la mirada y, a veces, pellizcaba.
Bajo el título Mi vida y, más conocido aún, Peregrinaciones de una paria, en una época en que la mayoría de las escritoras se abanica tras un seudónimo masculino, la autora francoperuana incursiona, sin saberlo y sin que la mayoría de sus comentaristas lo advierta, ni entonces ni ahora, en dos géneros predominantemente masculinos: el periodismo y la literatura de viaje, aunque diste el suyo de ser un viaje de placer o descubrimiento. La llaman “memoria”. También “novela”, incluso “ensayo”. Pero lo que prevalece, matizado con un intenso dramatismo, es el indiscutible tono de la crónica, si bien Flora ha embarcado en El Mexicano con la intención de cobrar su parte de la herencia paterna, misma que le permitirá una vida digna para ella y sus hijos. Para entonces, y si bien no lo menciona aquí, tras contrastarlo con su ensayo La emancipación de la mujer, de 1846, es un hecho que Flora ha leído ya Vindicación de los derechos de la mujer, de Mary Wollstonecraft, publicado en 1792, y que la inglesa ha influido tanto en su pensamiento como en su impulso vital, aunque no tanto como Madame de Stäel. La obra que nos ocupa, pues, puede ser abordada también como un ensayo feminista, en sintonía con otra que aparecería más de cien años más tarde, Memorias de una joven formal (1958), de Simone de Beauvoir, que muy probablemente, a su vez, haya leído a Tristán.
Única mujer entre quince tripulantes y seis pasajeros, amén de joven y hermosa, Flora se reinventa una existencia como institutriz soltera y virginal para, de algún modo, mantener a raya a los varones, además de granjearse la protección del capitán Zacharie Chabrié, “viejo lobo de mar” de treinta y seis años que, pese a cumplir a cabalidad su promesa de mantenerla apartada del peligro, termina enamorándose de ella. Flora finge corresponderle, más bien se esfuerza en hacerlo, pero para una mujer tan lastimada, que además no puede revelar, bajo ningún concepto, su condición de prófuga del hogar, resulta difícil sucumbir al amor. Poco más adelante, Flora se enterará de que su abuela paterna, a quien tiene proyectado recurrir en primera instancia, ha muerto justo el día en que se embarca de Burdeos. El hecho la trastorna pues la búsqueda de cercanía afectiva trasciende a la obvia necesidad. Flora habrá de vérselas con su tío, don Pío de Tristán y Moscoso, de cuyas virtudes y defectos sabe más bien poco, aunque según advierte a través de una escueta correspondencia, no corresponde mucho a la descripción de su madre. Apenas tocar tierra en Valparaíso, Chile, guiada hasta el final por el galante Chabrié, emprenderá la peor parte de su trayecto por tierra, en cabalgata, ignorando tremendos malestares físicos, obligada a convalecer de alguna enfermedad en el camino, sorteando mayores peligros, sin mover ni un milímetro el dedo del renglón. Gran parte de Memorias de una paria se concentra en relatar los pormenores de este último tramo de su odisea, que incluye un terremoto, algo que ni cabía en su imaginación.
Pobreza a cambio de libertad
Acaso conmovidos por las tortuosas experiencias que una mujer joven y sola habrá sufrido para trasladarse desde Francia a la ignota Arequipa, los Tristán aportan lo necesario para que la viajera alcance su destino final y se aloje lo más dignamente posible. Pero si de algo no peca Flora es de ingenua y, conforme va conociendo a su parentela, y a excepción de una prima viuda de nombre Carmen, quien a su vez le asigna una alcoba de su casa, columbra un escenario sombrío. Don Pío, casado con otra sobrina, prima de Flora, con la que ha procreado dos hijos, tiene intereses que cuidar. El resto de los Tristán acuden a la presencia de aquella pariente, cercana en sangre pero geográficamente lejana, y Flora advierte en cada par de ojos que la contemplan, grandes y oscuros como los propios, algo mucho más próximo al curioseo que al afecto, al grado de optar por esconderse alegando enfermedad. Aun en los instantes más críticos, no parece dispuesta a renunciar a la libertad, entiéndase ésta, también, como libertad de acción y movimiento, siempre por encima de las exigencias sociales que encuentra opresivas amén de absurdas. Con todo y eso, cosecha amistades sinceras en torno suyo, la de la propia Carmen y otras tantas, no necesariamente familiares. Va amable pero directa al grano ante su tío Pío, que le brinda una más bien tibia hospitalidad. El caballero abunda en alegatos para negarle el monto que pelea, todos ellos relacionados con su no muy clara condición de hija legítima de Mariano de Tristán. Flora habrá de conformarse con una mensualidad irrisoria que alcanzaría apenas para alimentarse ella y/o su hija. Se evapora así la esperanza que quedaba para conquistar la libertad absoluta, pero Flora no ruega por más y procede a hacer los arreglos pertinentes para su retorno a Francia.Flora Tristán jamás conoció el sosiego familiar. Se le castigó con deshonor, desprecio, burla y ostracismo. Pero lejos de entregarse al dolor o de siquiera considerar la posibilidad del suicidio como Ana Karenina, supo sacar provecho de la relativa libertad que concede el lumpenaje para pelear a brazo partido por la causa obrera que, discreta e inteligentemente, vinculó con los derechos de las mujeres. Aunque muy pobremente se ganó la vida a través de empleos eventuales y publicó, además de la obra ya citada, Paseos por Londres (1840), que fusiona admirablemente la literatura de viaje con la crítica sociopolítica; La unión obrera (1843), un radical ensayo sobre la causa señalada desde el título, publicado en español por la editorial Colombiana Desde abajo, con traducción de Francesca Gargallo (2019), el antes citado La emancipación de la mujer y la novela de corte romántico Mephis, cuya heroína, mezcla de Mesías y Mefistófeles, es muy similar a la propia autora. La miseria, la depresión y su temeridad habrán de pasarle factura a los cuarenta y un años, cuando murió de tifus en medio de una campaña a través de su país promoviendo sus ideas progresistas.