Biblioteca fantasma
- Evelina Gil - Friday, 06 Sep 2024 22:02
Concuerdo absolutamente con la definición que de ¿Y si me tiro al vacío?, de Adriana Ayala, hace la también narradora Cecilia Magaña: “Una novela rompecabezas.” También es una novela coral aunque, a diferencia de las novelas de su especie, presenta cuatro narradores que comparten un vínculo tan frágil como el de quienes nos desenvolvemos en círculos determinados pero demasiado amplios para conocernos entre todos. Jorge, Darío e Inés no se conocen entre sí. El único que tiene alguna relación con ellos es Richard y Silvia, que es madre de Jorge y de Manuel, a su vez determinante en la narración de Inés. Lo que todos tienen en común son dos cosas: una inclinación artística y el afrontar una situación que exige respuesta o acción inmediatas. Existe, sin embargo, un personaje que nunca se expresa por sí mismo pero tiene diversos grados de cercanía con los narradores: Fernando.
El epígrafe de Alfonso Reyes: “Todo lo sabemos entre todos”, es también muy elocuente con respecto a la dinámica de ¿Y si me tiro al vacío? (Nitro Press, Premio Nacional de Novela Corta Roger de Cornynck, Colección Habitaciones Propias, México, 2024) y nos hace reflexionar sobre la injerencia de terceras personas que no conocemos en lo absoluto o casi no interfieren en los aspectos fundamentales de nuestra existencia, así como la pertinencia de la llamada “casualidad” en el sofisticado engranaje de lo que se conoce como “destino”. Está ambientada, además, a principios de la década de los noventa, cuando el Sida era considerado una epidemia mundial.
Jorge es un fotógrafo amateur resuelto a profesionalizarse contra las crueles burlas de su padre, Fernando, exitoso abogado. Su vocación encuentra origen en una cámara que su madre le obsequió de niño para sobrellevar el estrés propiciado por la toxicidad paterna. Las revelaciones insólitas en torno a los personajes surgen casi desde las primeras líneas: el abandonado esposo, machista y despectivo con su progenie, ha rehecho su vida con otro hombre, es decir, salió del clóset. Más desconcertante aún: le brinda a su nueva pareja el mismo trato degradante que a su exesposa. Darío, exalumno de Silvia, recibe una carta de su hermano Richard que, llevado a su límite por los abusos de su pareja y una enfermedad mortal que aquél le ha contagiado, al parecer en forma deliberada, opta por quitarse la vida no sin antes dejar instrucciones para que esa carta sea entregada a su destinatario. Narrada a manera de diario errático, la historia de Inés, pintora enferma de leucemia, es la más intensa. Tras padecer el bullyng de su hermana mayor desde la más temprana infancia, Inés desarrolla una especie de caparazón contra los golpes de la vida que la lleva a vivir al límite, hasta que la enfermedad le arrebata las ganas y las fuerzas. Gracias a un simpático incidente conoce a Manuel, un joven bipolar que, paradójicamente, le inyecta energía con su simple amistad y después la coloca ante la disyuntiva de una innecesaria prolongación del sufrimiento o consagrar sus últimos días al hedonismo.
El último capítulo constituye un cierre formidable. Silvia intenta elaborar un artículo sobre la maternidad, encargo de alguien que asume que ella no ha parido jamás. Sabemos que Silvia tuvo dos hijos, Jorge y Manuel, a los que, al parecer, jamás menciona ante colegas y amigos. Este capítulo funcionaría a la perfección de manera independiente y es una dolorosa radiografía, que se pretende cínica, de una mujer que, conforme avanza en su discurso, flaquea con respecto a lo radical de su renuncia. No es lo mismo renunciar a la maternidad cuando estás a tiempo que cuando ya has pasado por la experiencia. Silvia vive autoconvenciéndose de que hizo bien, de que la academia la necesitaba mucho más que su hogar disfuncional, y la forma en que muta su discurso, del mismo modo que se desarticula un pensamiento recurrente que se topa con múltiples asegunes, es admirablemente acertada por parte de la autora.