El arte de caminar en Roberto Arlt y H.D. Thoreau

- Mario Bravo - Friday, 06 Sep 2024 22:15 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
El acto aparentemente sencillo y trivial de caminar, en verdad “salir a la dar la vuelta”, deambular, vagar por las calles, supone, a la luz de las reflexiones de Roberto Arlt (1900-1942) y de David Thoreau (1817-1862) citados en este artículo, un acto de asombrosa trascendencia no sólo personal sino incluso política.

 

I

Desde una de sus joyas periodísticas conocidas como Aguafuertes porteñas, Roberto Arlt (1900-1942) detalló los requisitos básicos para andar por la calle sin prisas, sin rutas fijas ni atornillados al asiento de un automóvil que impide el contacto de nuestros pies con el gris asfalto citadino. En “El placer de vagabundear”, el literato argentino revela: “Ante todo, para vagar hay que estar por completo despojado de prejuicios y luego ser un poquitín escéptico, escéptico como esos perros que tienen la mirada de hambre y que cuando los llaman menean la cola, pero en vez de acercarse, se alejan, poniendo entre su cuerpo y la humanidad, una respetable distancia.”

Arlt señala aquello que descubriremos si transitamos a contracorriente por la urbe:

Los extraordinarios encuentros de la calle. Las cosas que se ven. Las palabras que se escuchan. Las tragedias que se llegan a conocer. Y de pronto, la calle, la calle lisa y que parecía destinada a ser una arteria de tráfico con veredas para los hombres y calzada para las bestias y los carros, se convierte en un escaparate, mejor dicho, en un escenario grotesco y espantoso donde, como en los cartones de Goya, los endemoniados, los ahorcados, los embrujados, los enloquecidos, danzan su zarabanda infernal.

Caminar y escuchar el llanto de una niña. Caminar y presenciar un hurto en una panadería o discretamente, como un detective detrás del rastro de una pedacería de voces, caminar por la vereda y atrapar palabras ajenas, pláticas sin actas de nacimiento ni defunción, destellos nada más. Así hasta que las huellas de nuestros pies no se hospeden solamente encima del pavimento, sino también en los mapas sentimentales de un infatigable barrio y de un país lacerado.

 

II

Henry David Thoreau (1817-1862) escribió lúcidas reflexiones con respecto al deambular como acto que corta las ataduras de hombres y mujeres destinados –según el mandato capitalista– a producir y consumir, no a chistar ni fatigarse. Para el creador del ensayo Desobediencia civil, aquella persona que desee no sólo salir a dar una vuelta y retornar al hogar cuando cae la tarde, sino auténticamente andar con imperecedero espíritu de aventura por la ciudad, requerirá, sí o sí, de estar dispuesto a “abandonar padre y madre, hermano y hermana, esposa, hijo y amigos, y a no volver a verlos nunca; si has pagado tus deudas, hecho testamento, puesto en orden todos tus asuntos y eres un hombre libre; si es así, estás listo para una caminata”.

Pareciera excesivo el abordaje de Thoreau sobre el simple acto de desplazarnos de un punto a otro. ¿En verdad estamos ante una tarea casi subversiva? No soslayemos que la actividad de caminar libremente cuenta con atroces enemigos: trabajos alienantes de ocho o más horas al día, así como una subjetividad capitalista enalteciendo la posesión y el uso del automóvil –incluso ahora de la bicimoto eléctrica– para ir hacia lugares ubicados tan sólo a tres o cuatro cuadras de distancia, sin obviar la narrativa clasista que señala como jodido a quien prefiere andar a pie. Callejear en nuestro barrio o en colonias ajenas pareciera, hoy en día, una actitud tan antisistema como crear un grupo guerrillero o estallar una huelga general.

 

III

¿Solamente requerimos de una condición económica favorable para gozar de autonomía en el acto de caminar? Desconfiemos de esa hipótesis, pues no recuerdo a un millonario andando a pie durante largos trayectos, perdiéndose entre la multitud, gastando las suelas de sus zapatos. Tampoco es frecuente esa imagen protagonizada por un político o un líder religioso. “Ninguna riqueza es capaz de comprar el necesario tiempo libre, la libertad y la independencia que constituyen el capital en esta profesión”, precisa Thoreau sobre la figura del peatón.

Siguiendo el itinerario de pensamiento del autor de Walden, deducimos que tampoco la condición proletaria da credenciales incuestionables para vivir como un caminante:

Cuando recuerdo a veces que los artesanos y los comerciantes se quedan en sus establecimientos no sólo la mañana entera, sino también toda la tarde, sin moverse, tantos de ellos, con las piernas cruzadas, como si las piernas se hubieran hecho para sentarse y no para estar de pie o caminar, pienso que son dignos de admiración por no haberse suicidado hace mucho tiempo.

Algo es evidente tras leer tanto a Roberto Arlt como a Henry David Thoreau: caminar no es sinónimo de ir a pie hacia la escuela, al trabajo o movernos entre los pasillos de un supermercado. Caminar se parece más a la escena final del filme Tiempos modernos, en el cual el imbatible Charlot comienza, al amanecer, una andanza junto a la cautivadora Paulette Goddard. Allí van de la mano. Vulnerables, pero también con una tierna tenacidad. Al mirarlos afloran las ganas de citar cierto fragmento de un poema de Cesare Pavese: “Cada nueva mañana/ saldré a la calle en busca de colores.”

 

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