¿Se lee la arquitectura?

- Xavier Guzmán Urbiola - Friday, 06 Sep 2024 21:39 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
A partir del libro 'Tránsitos y demoras', de Carlos Mijares Bracho, este artículo, escrito en el tono entrañable de quien fuera su discípulo, colaborador y amigo, reflexiona sobre aspectos esenciales de la persona y la obra del gran arquitecto mexicano, autor de la parroquia de Ciudad Hidalgo (1968-1983), el templo de La Coyota (1978-1982), la iglesia de San José Purúa (1982-1988), el antiguo Centro de Computo (1984-1986), la Capilla del Panteón de Jungapeo (1984-1986), en Morelia, entre muchas otras edificaciones y proyectos.

 

Tránsitos y demoras, de Carlos Mijares (1930-2015), llegó a su cuarta edición. Es raro que el libro de un arquitecto las alcance. ¿Por qué? Es un libro que él reflexionó durante años y escribió por medio de cuidadosos manuscritos verbales, mismos que sus amigos –me disculpo por el tono personal que usaré– le escuchamos en inolvidables pláticas. Él nos planteaba reflexiones, algunas respuestas a las que llegó por experiencia e infinidad de preguntas con soluciones relativas, pues los caminos para encontrarlas eran lo importante. Por ello en su introducción invita no a leerlo, sino a visitarlo para conversar.

El libro tiene tres capítulos: los problemas, las preguntas y las respuestas. A su vez éstos se dividen en una parte reflexiva, que intercala, como descansos, una serie de ejemplos que ilustran lo explicado, mismos que van, entre otros, de Teotihuacán, Monte Albán y Tikal, a Säynätsalo, el Instituto Salk y el Museo Guggenheim de Bilbao.

Mijares nunca fue mi maestro en el aula. Nos aproximó la coincidencia de transitar los mismos caminos. La forma en que lo conocí es ilustrativa de su personalidad amable, clara, estructurada, reflexiva, humorística y filosa, es decir, tal como es Tránsitos y demoras. Bien se ha dicho que todo libro es autobiográfico. Hacia 1982, Proceso publicó una serie de artículos sobre Edward James, su desmedida arquitectura en Xilitla, San Luis Potosí, y de mi participación al redescubrirla y explicarla. Mijares me llamó entonces pues él, desde 1978, por su vecino y amigo Jorge Ibargüengoitia, sabía de ese extraño caso.

En 1996 yo trabajaba en Clío y se presentó la coyuntura de formar una colección de libros sobre los barrios de Ciudad de México. Pensé en Mijares para escribir sobre San Ángel. Aquella experiencia me dio la oportunidad de caminar con él por ese viejo asentamiento y escuchar sus explicaciones acerca de cómo se forma un pueblo de ladera. Lo etendía y comprendía de forma lógica como una geografía intervenida. Fue un trabajo realizado a partir de la conversación y él logró que eso se trasluciera también, tal como al hojear hoy Tránsitos y demoras oigo de nuevo aquellas charlas sobre cómo leer una ciudad, un barrio, un edificio, y las complemento con sus explicaciones que revivo, por ejemplo, sobre Monte Albán y los espacios que son representaciones de la naturaleza, a la vez que la naturaleza se arquitectoniza; la lectura de las ruinas como ejercicio para entenderlas, puesto que son arquitecturas despojadas y enriquecidas con sucesivas intervenciones; el Pabellón de Mies en Barcelona o sus reflejos que se complementan.

Carlo Ginzburg explicó en “Indicios” cómo hace miles de años la cacería, la medicina y la historia compartieron métodos de conocimiento. Al releer la poética de Mijares me sorprenden algunas raíces comunes entre los conocimientos históricos y arquitectónicos. También las diferencias, pero es aleccionadora la insistencia de Mijares al definir su disciplina sin límites acartonados; su sabiduría al proponer respuestas diversas ante problemas particulares, por más que tengan algo en común; o su obstinación en el ejercicio que es necesario aprender para jugar a proyectar y construir atendiendo a pocas reglas, pero que deben ensayarse una y otra vez. Su asombro infantil, conservado hasta el último de sus días, quedó patente cuando construyó el espacio lúdico de Bogotá (1995) o el espacio bajo un árbol –1998– en la Universidad de Colima, donde también halló el tema de otro de sus libros: La Petatera (2000) sobre esa notable tradición de levantar estacionalmente una plaza de toros.

Todas las anteriores sugerentes explicaciones y experiencias son parecidas a las reflexiones que debe hacer un historiador para entender hechos y procesos. Pero así mismo hay campos en que ambas disciplinas transitan caminos reflexivos distintos, pues no es lo mismo hablar sobre algo que saber levantarlo. En consecuencia, su relativismo derivaba en un eclecticismo serio y actual.

En Tránsitos y demoras Mijares examina y, a la vez, hace la historia de los métodos reflexivos que ha forjado la arquitectura para pensarse a sí misma y para enfocar diversos problemas que van de lo social, económico y técnico a lo poético. Los libros de los arquitectos suelen ser propagandísticos de lo que quieren hacer, o justificatorios de lo que ya hicieron. Éste de Mijares no; reúne en cambio su experiencia como el generoso maestro que fue. Los paralelismos y las metáforas le eran útiles para hablar de la arquitectura sin pedantería u opacidad a partir de cierta receta de cocina, una obra musical, o de alguna corrida memorable, y con todos esos recursos de procedencias diversas iluminar problemas por contraste o traspolación.

He visitado en Vallejo la planta que construyó para Bujías Champion (1964-1965). He asistido a ceremonias diversas en la Christ Church (1988-1990). He viajado en varias ocasiones a Michoacán para admirar y estudiar su obra que allá se encuentra: la parroquia de Ciudad Hidalgo (1968-1983), el templo de La Coyota (1978-1982), la iglesia de San José Purúa (1982-1988), el antiguo Centro de Computo en Morelia (1984-1986), la Capilla del Panteón de Jungapeo (1984-1986), la barda de la iglesia del mismo poblado y sus oficinas anexas (1988). Su interés por decir y construir lo justo, no más, ni menos, y su modo discreto, conmovedor e inteligente al charlar mediante su arquitectura en cada lugar, como en Tránsitos y demoras, es evidente en todas y cada una de ellas.

Tuve la fortuna de encontrarme hace cerca de cuarenta años con Carlos Mijares y de maestro y alumno, pasar a colaborador, cómplice y amigo. En mi estudio admiro a dia rio el pálido boceto trazado por él de una “ciudad invisible”. Malenita me regaló un cuaderno con otros tantos dibujos cuando en 2015 su padre falleció, pero para que no lo olvidemos, quien quiera escucharlo hoy puede abrir y leer Tránsitos y demoras.

 

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