Víctor Hugo Núñez en el país de la escultura
- José Ángel Leyva - Friday, 06 Sep 2024 21:50
En la cima de la montaña ha fundado su territorio creativo. No está al pie de la cordillera de su natal Santiago, ni al borde de la costa de Chile, sino en Santa María de Ahuacatitlán, Cuernavaca, en medio de un bosque al que suelen visitar bancos de nubes, como la niebla austral de sus recuerdos. La bruma asciende por las laderas y cubre los árboles, entra a la casa taller del escultor y recorre sus habitaciones. En este microclima hay una vuelta insistente a los orígenes, a la memoria y al deseo juvenil del artista (Santiago de Chile, 1943) que revela su amor por México y por Triana, una joven artista mexicana. No obstante, es claro que la pasión vital que da sentido a todo cuanto sueña, piensa, proyecta y construye es el arte, la escultura. Me adentré en los dominios de su obra cuando en diciembre de 2004 expuso De la cruz del sur al Iztaccíhuatl, en el Museo de la Ciudad México, que cerraba el periplo iniciado con Del Iztaccíhuatl a la cruz del sur, en Chile, en 2002. En este afán de sincretismo y de búsqueda de reconciliación con los extremos de la América hispana, Núñez dejaba al descubierto la admiración por dos territorios culturales que lo han marcado en lo profundo de su concepción creativa: su Chile natal, el México de su exilio y el México de su fascinación.
El sastre que no fue
Cuando Víctor Hugo cumplió doce años de edad, su padre los llevó a él y a un hermano al internado la Gratitud Nacional para inscribirlo a él en sastrería y a su hermano en electricidad. Bajo un régimen estricto, Víctor Hugo pasó cinco años de su vida aprendiendo el oficio y auxiliando en las labores religiosas como acólito de personajes importantes de la curia chilena. El último año aprovechó que era pupilo de medio tiempo para asistir a la Escuela de Bellas Artes en el turno vespertino. Su padre, ilusionado con una posible entrada de recursos, decidió abrir la sastrería Núñez en Lo Espejo, una población cercana a Santiago donde radicaba la familia. Nunca imaginó que su hijo, educado en la culpa del pecado y el miedo al infierno, abjuraría de su destino para quemar, en el patio de la casa paterna, el sistema tridimensional de corte de la sastrería. Cuando el padre vio la cinta métrica, los cartabones, las reglas ardiendo a la mitad del patio de la casa, no pudo contener su ira y lo expulsó de casa. Víctor anduvo vagando por la costa durante varios meses. Tenía diecisiete años y decidió inscribirse en la Escuela de Bellas Artes, pero era necesario recurrir a la indulgencia paterna, que accedió a brindarle no sólo el perdón sino techo y comida, nada más. Presentó el examen de admisión en Bellas Artes y lo pasó, pero carecía de estudios en humanidades para ingresar en Artes Aplicadas. El director valoró tanto sus buenos resultados, porque había quedado entre los tres mejores, que decidió exentarlo de tal requisito.
La formación académica de Víctor Hugo acusa una disciplina clásica en la Escuela de Bellas Artes de Santiago, en modelado, diseño, cerámica, dibujo y en la realización de figuras de acuerdo con una noción clara de la geometría. En 1964 ingresa al curso de escultura impartida por Ricardo Mesa y egresa en 1970. Espacios escultóricos (1969) es una de sus primeras y más trascendentes obras consideradas por la crítica. Hoy, con más de cincuenta años de trayectoria y distancia geográfica, se reivindica como un referente de la época. En 1973 se programa para viajar a Cuba y participar en un encuentro de Arte Latinoamericano en La Habana, pero el Golpe Militar chileno frustra sus planes. Forma parte de la resistencia a la dictadura y es encarcelado. Llega a México no como la mayoría de los exiliados, en 1973, sino un año después, en 1974.
...al preso político y los desaparecidos
Desde el inicio, la expresión escultórica de Víctor Hugo Núñez adquiere un impulso de horizontalidad y de incorporación de otros lenguajes, tal vez cercanos al arte povera, para significar una realidad palpable y otra que se encuentra en su mente, su imaginación, sus deseos, sus capacidades. Víctor Hugo suma los oficios aprendidos y los pone al servicio de una obra, en la construcción de un lenguaje. Sus estudios de sastrería, realizados para enfrentar las vicisitudes de la vida con un conocimiento útil y práctico, le resultan funcionales.
Cuando llegó a México, muchas cosas habían pasado y la mayoría de los exiliados recibieron el apoyo del gobierno. A él ya no le tocó nada, tuvo que ir a vivir a la provincia, a Cuernavaca. “Alquilé una casa que era una sola gotera y los vecinos me fiaron la leche de mi hija durante un año –narra Víctor Hugo. Pues no tenía dinero. Estaba próxima la trienal de escultura y entonces empleé mis conocimientos de sastrería y las enseñanzas del chileno Ricardo Mesa. Compré toda la tela mosquitera que encontré para hacer corte y confección, como lo habría hecho con unos pantalones. Diseñé una figura humana de tamaño natural, pero vacía, transparente y la cosí con la misma fibra metálica de los mosquiteros. La tensioné para otorgarle el movimiento exacto y le puse resina poliéster transparente, técnica que había aprendido con mi padre porque trabajaba en una industria grande de plástico. Las figuras quedaron impresionantes y con elllas hice el Homenaje al preso político y a los desaparecidos. Había obtenido el Primer Premio Adquisición y la muestra fue en el Auditorio Nacional.”
Homenaje a la Cordillera de los Andes
Víctor Hugo ya es parte de una nómina de destacados maestros mexicanos, no obstante su procedencia y su irrenunciable pertenencia al país de origen, adonde siempre vuelve de una u otra manera. En su concepción escultórica, además de la horizontalidad y el ensamble de elementos de distintos lenguajes, como la intervención, el performance, la instalación, rige la conciencia de la plomada y el nivel como un principio regulador de la forma, el equilibrio, el volumen y la fuerza, además de ser una noción de identidad y pertenencia, de lucidez, de circunstancia. Es esa plomada y el horizonte de su hogar en Cuernavaca lo que lo impulsa a continuar trabajando en grandes proyectos, como el que lo motiva a volver a Chile para erigir en Piedra del Trueno, en Punta de Tranca, de la municipalidad de Isla Negra, una construcción escultórica de 105 metros de longitud y nueve metros de altura, donde pretende alojar un museo. Dicha obra la concibe en bajareque, que no es otra cosa que material hecho a base de madera, arcilla y estiércol. Es, desde ese punto de gravedad, en su residencia mexicana, que piensa en un “Homenaje a la Cordillera de los Andes”, fusionando la arquitectura con la escultura, los materiales rudimentarios de la vivienda rural con la confección de una estructura de proporciones colosales, haciendo eco de las cabezas de la Isla de Pascua, las cabezas olmecas o las pirámides de los pueblos prehispánicos.
Su casa taller en Santa María de Ahuacatitlán nos evoca y nos sugiere el Jardín Escultórico de Edward James en La Pozas, de Xilitla. Una pasión, un delirio que adquiere formas tangibles en la selva para significar lo imposible, las múltiples escaleras que dan hacia ningún lado, el abrazo entre la escultura y la arquitectura sin más propósito que la contemplación y el juego, la inutilidad como fundamento de la alegría y el gozo. La libertad creativa abre boquetes en los muros de preceptivas rígidas, autoritarias que impiden la migración y el cambio. Cuando uno admira obras gigantes como las que realizó para Jardines de México, con su rojo intenso, fulgurante en las hojas de acero, es imposible negar que la belleza emerge con todo su lirismo en el discurso del artista. Víctor Hugo Núñez, que es además un buen narrador oral, relata que ese rojo tal vez sea un homenaje al barniz de las uñas de su madre, que él pintó entre lágrimas cuando la vestía para su funeral.
Recorro con Víctor Hugo su casa y su taller, acompañados discretamente por Triana. La niebla se disipa. Puedo imaginar al exiliado buscando un hogar para recibir a su familia, a Livia Marcos, su compañera sentimental y militante socialista, con quien vivió veintitrés años, y su pequeña hija Livia Maya. El nacimiento de su hijo Hugo Leonello, cuyos nombres se deben a él y a un compañero asesinado con Ley Fuga en el desierto. Quince años después, 1989, año de la caída del muro de Berlín, haría un intento por volver a Chile con la familia, pero lo atenazaba una obsesión: el escultor, como el elefante blanco, retorna siempre al origen para ver su muerte. Entonces decide volver a México, ya no expulsado de su país, sino atendiendo a la pasión del arte, de sus propios demonios, como recurso de sobrevivencia.
El Santo Señor de la Caña
Cuando cumplió sesenta años de edad, Víctor Hugo se integró con los comuneros de Santa María de Ahuacatitlán. En una asamblea le pidieron que les hiciera una escultura de 40 centímetros del Santo Señor de la Caña. Pero él realizó una a tamaño natural. Se requieren al menos seis personas para cargarla y trasladarla hacia las distintas mayordomías. Un día se fue con los comuneros al bosque para hacer cortes vegetales que impidan el paso de los incendios. Un viejecillo se le acercó y le preguntó la edad. Cuando lo supo, el anciano le respondió, “tengo setenta, soy mayor que usted, béseme la mano”. Desde entonces, cada vez que lo veía le hacía la misma broma entre carcajadas de sus amigos, que le celebraban la ocurrencia y el malestar de Víctor Hugo. Pero una noche, éste despertó y en medio de la oscuridad vio la imagen de su padre, quien se aproximó a la cama con el ánimo de reclamarle por qué había quemado el sistema tridimensional de la sastrería, por qué se había enamorado de otro país y de otras mujeres, por qué había aceptado su muerte asistida cuando ya estaba desahuciado, por qué insistía en ser el artista que era tan lejos de su familia, por qué alimentaba proyectos descomunales. Entonces Víctor Hugo le preguntó, “Viejo querido ¿qué
edad tiene?”
Le contestó que tenía cuarenta y nueve años, los mismos del momento de su muerte. El escultor sonrió. “Tengo sesenta, soy mayor que usted. Ya no me cuestione más, béseme la mano.” Aquel hombre, que tanto se le parecía, tomó amorosamente sus dedos y rozó con los labios el dorso de su mano.