La narrativa de Antonio di Benedetto: estilo y conciencia
- Enrique Héctor González - Sunday, 29 Sep 2024 09:16
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Como su admirado Dostoievski, el narrador argentino Antonio di Benedetto (1922-1986) pasó no por uno sino por cuatro simulacros de fusilamiento, aparte de prisión y tortura en las tumbas de la dictadura militar que usurpó el poder en Argentina durante los siete años fatídicos que van de 1976 a 1983, uno de los más feroces ejercicios de feracidad en prácticas violentas y desapariciones de que se tenga memoria. Veinte años antes había publicado Zama, una de esas novelas llamadas de culto de la literatura hispanoamericana.
Para Juan José Saer, otro notable narrador underground (aunque menos) de la literatura argentina, se trata de una novela paródica, un espléndido ejercicio del lenguaje que se sitúa a fines del siglo XVIII en la Argentina aún colonial, destreza anacrónica que no sólo es verbal sino vital: Di Benedetto no se interesa por reproducir ese mundo anterior sino por recrearlo desde dentro. Lleva razón Saer, asimismo, cuando vincula la naturaleza literaria de Zama al existencialismo de los años cincuenta, no sin subrayar que la novela es existencialista, si se quiere a pesar suyo, en absoluto por moda literaria sino por apego a su esencia natural. Zama es el apellido del protagonista y es el título del libro: nunca una historia, tal vez sólo las de Camus o Dostoievski, ha vinculado tan ontológicamente a un personaje con la trama, el tono, el espíritu de la materia contada.
De “prosa deslumbrante” califica la cuarta de forros de la comedida edición de Adriana Hidalgo la novela de Di Benedetto, y acaso lo sea, justamente, porque se trata de una escritura parca, precisa en su anhelo de contar; un puro fluir metódico donde se advierte la urgencia, la desolación del protagonista que aguarda su traslado, con suerte a Buenos Aires, por parte de la autoridad española que, en ese entonces, todavía era una y la misma para el sur de América. La novela, pues, va dedicada “a las víctimas de la espera”. (Un coronel colombiano pasaría por ésas, sólo que él aguardaba una carta que anunciara el inicio de su pensión de guerra y cada semana iba al puerto a decepcionarse. Pero esa es otra historia.)
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¿Novela histórica? ¿Novela existencialista? Ya varios han perdido el tiempo frente a esta dicotomía, en su ánimo de reducir o empacar la naturaleza de un texto que se escapa de cualquier propensión cronológica o situacionista. Di Benedetto, dice Julio Cortázar, “pertenece a ese infrecuente tipo de escritor que no busca la reconstrucción ideológica del pasado, sino que está en ese pasado”. Traslado mágico y sutil a un escenario que se antoja hechizo y ficcional, Zama, “el asesor letrado” de un gobierno provincial acaso aledaño al Paraná, es un funcionario del rey, rijoso y taimado, si los hay, en asuntos de amor, pero precavido de las formas, asceta de su artificio: un viudo solterón que no es ninguna de las dos cosas pero que saca provecho de las mujeres simulándolo, a pesar de que todos conocen su condición de encargado de medio pelo que apela por un cargo mejor en una provincia menos abandonada.
Sin embargo, y casi diríase por fortuna, la novela no revela respeto alguno por reproducir una época; tampoco se atisba en su lenguaje lenificado, caprichoso, una determinada intención filosófica. O acaso sí, pero sin la pretensión de acomodarse entre las huestes de Sartre o Camus. Su propia estructura parece la de un acordeón que se despliega en cincuenta breves capítulos que van creciendo en su dimensión conforme el fuelle del instrumento se alarga en la parte media para volver, al final, a la concisión del principio.
La atmósfera de locura y fastidio recuerda lejanamente a Faulkner, a Onetti. Y bien mirado, como ocurre secretamente con los personajes tristes, el hombre no sólo espera su promoción a un cargo más digno, sino lo que eso significa: un reconocimiento a sus tareas como “pacificador de indios”. Si bien ejerce un puesto de autoridad intermedia en el escalafón administrativo virreinal, Zama es un personaje poliédrico, cruel e impasible lo mismo que razonador y consecuente. Oscuro empleado en misión por el Chaco, en la frontera guaraní, despiadado si ello es necesario, es un imaginador de mujeres, muy al margen de que la suya, con sus hijos, parezca aguardarlo en la ciudad: un hombre que sabe que “por lo menos, debo conservar el derecho de enamorarme”.
Su apetito lúbrico, levemente animalesco, convive con su propensión a soñar, a divagar, a indignarse, así como el estilo desusado y arcaizante de la historia, en términos de construcción gramatical, envasa muy bien tanto la moral dieciochesca de las costumbres como la heterodoxia anímica en que se devana su mente, la augusta lentitud de su fraseo compitiendo siempre con la situación más grotesca o inesperada. Porque en el fondo se trata de una historia hechiza, una novela que, como observa Rafael Arce, “pone en juego los procedimientos de la parodia, el desmantelamiento genérico, el anacronismo y la inverosimilitud”. Cuenta Ventura Prieto, un inferior de Zama: “Yo era un tenaz fumador. Una noche quedé dormido con un tabaco en la boca. Desperté con miedo de despertar. Parece que lo sabía: me había nacido un ala de murciélago. Con repugnancia, en la oscuridad busqué mi cuchillo mayor. Me la corté. Caída, a la luz del día, era una mujer morena y yo decía que la amaba. Me llevaron a prisión.”
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El tono del libro, esa cualidad indefinible, de naturaleza intuitiva, en que se cifra el color, el espesor y la naturaleza e intenciones de la voz que cuenta, es siempre el mismo a pesar de las ya señaladas (y celebrables) discordancias tan evidentes en varios niveles de la novela. Así que ya no se sorprende el lector con, por ejemplo, la bucólica comparación de Zama al advertir que, en un baile popular, “las cabezas de unos se doblaban hacia la oreja de otros, y así la multitud se vio como un trigal recorrido poco a poco por el viento”; como tampoco con la cómica displicencia que lo hace pensar, en medio de sus correrías, en Marta, su mujer, casi sin pena pues “el pasado era un cuadernillo de notas que se me extravió”: es idéntica la delicadeza, la desfachatez de aproximación y pensamiento que permea las reflexiones del protagonista, por más que estas discurran sobre asuntos diversos.
La prosa de Zama, se ha dicho, es de frases breves, arracimadas en un árbol de numerosos puntos y aparte, Proust observado desde la antípoda de su acuciosa acumulación de períodos sintácticos sin final aparente. No, aquí son renglones como versos, escritura fascinada de su propia dilación; ceñida, encerrada en su reticencia menos por un capricho de estilo que por la necesidad de abarcarlo todo a pinceladas espinosas. De una a otra oración hay a menudo un pasmo de silencio que lleva al lector, inevitablemente, a pensar, pensar en su sentido más estricto de morosidad reflexiva. Algo tiene de Borges la nutrida significatividad de algunas frases, donde cada palabra –y a veces da la impresión de que cada sílaba– es una voz o una sombra cargada de esguinces semánticos, de información indispensable para desentrañar la trama, perpetrada en tres actos (como en todos los destinos trágicos), tres tiempos de un espíritu espurio que aguarda (en el primero), se degrada (en el segundo) y renace (o algo así) en el último.
Las subtramas de la historia, como el enamoramiento de Luciana, esposa de un hombre importante de la región, o el relato casi final del bandido Vicuña Porto –historia con su algo de enrevesamiento policial, metafísico a lo Borges, del perseguidor perseguido– o la malhadada relación con una mujer pobre y descuidada, Emilia, con quien tiene un hijo en circunstancias de miseria atroz, son las consecuencias y vicisitudes naturales por las que ha de pasar un solitario empedernido “para volverse aprehensible”, observa Arce, para que consiga dibujarse en el imaginario del lector, en toda su nitidez, en toda su impasibilidad; un ambiente melancólico que no deja lugar a dudas sobre esa interacción personaje-naturaleza tan del gusto romántico hispanoamericano pero, asimismo, tan agridulcemente trabajada en función de una mente abstrusa como la de Diego de Zama.
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Escritor con el equívoco privilegio de haber sido el primer intelectual detenido en la asonada militar del 24 de marzo de 1976 (apenas unas horas después del derrocamiento de Estelita), el narrador mendocino Antonio di Benedetto fue periodista toda su vida. Sus notas de investigación sobre represión policial, atentados y los procedimientos irregulares de los mandos castrenses, publicadas en el diario Los Andes, le valieron el arresto (aderezado con lujo de violencia: murió pocos años después de hemorragia cerebral, clara secuela de año y medio de torturas y macaneos) y el exilio que lo llevó a Francia y más tarde a España.
Debe haber muchas crónicas y reportajes suyos dispersos en la prensa argentina, pero se han recogido los cuentos completos y cinco novelas (alguna de ellas, Los suicidas, lleva la frase corta a extremos heroicos). Publicada siete y once años antes de que aparecieran Rayuela y Cien años de soledad (esas obras maestras de la década de los sesenta y de la generación del Boom), Zama (1956) cumple puntualmente el edicto o veredicto borgiano de que los autores realmente grandes terminan por inventar a sus precursores. No es dable pensar en una influencia directa de la literatura de Di Benedetto en la de Cortázar ni al revés (más bien, son contemporáneas, contemporáneas y muy distintas), pero sí que si el proceso mediante el cual la extrema diligencia de los promotores del Boom, al margen de la innegable calidad de las novelas, terminó por abrir paso, por lo menos en el conocimiento del público, a obras y escritores anteriores (Onetti, Asturias, Rulfo, etcétera), tal proceso, ese fenómeno del mercado literario, debió abarcar, por la calidad de la novela y por su naturaleza originalísima, la historia que cuenta Di Benedetto en Zama, libro sin duda excepcional.