Carlos Monsiváis, la cultura contemporánea y la guerra del fin del mundo (neoliberal)

- Antonio Valle - Saturday, 05 Oct 2024 12:23 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Este ensayo ofrece un panorama bien documentado y crítico de la evolución de la política cultural en nuestro país a lo largo del siglo pasado y lo que va del presente, pero también arroja luz sobre los retos que habrá de enfrentar “para interactuar, tumultuosa y humanamente, con las culturas del mundo”.

…son de igual manera cultura nacional las creaciones de un pueblo

y el rechazo del impulso creativo de ese pueblo.

Carlos Monsiváis

 

I. Corrientes culturales

Desde hace cien años, son siete las corrientes que han determinado el rumbo de la cultura en México: a) la cultura histórica mesoamericana y popular; b) la cultura instrumentada por el estado postrevolucionario; c) la cultura moderna y/o “cosmopolita”; d) la cultura de masas y/o pop; e) la contracultura; f) la cultura neoliberal; g) el humanismo mexicano. Estas corrientes han definido sus objetivos en función de los intereses y posturas políticas que adoptaron frente a la sociedad, la economía, la historia nacional e internacional y frente al mismo Estado.

 

II. Autonomía política y cultural

Los gobiernos postrevolucionarios instrumentaron una estrategia en la que la cultura fue usada para dotar de contenidos ideológicos al Estado emergente. Promoviendo la creación de cuadros plásticos y escénicos, estos regímenes terminaron utilizando la imagen de las comunidades originarias para convertirla en discursos de simulación. Magníficos murales épicos se convirtieron en argumentos que sirvieron para justificar la composición “incluyente” y el origen “revolucionario” del Estado. Este proceso funcionó como material didáctico que suspendió en el tiempo la cultura real de las comunidades. Si en murales y discursos los “indios” fueron redimidos –y fijados–, en la realidad los forzaron a bailar al son que el Estado les tocaba. Para las comunidades lo fundamental fue –y sigue siendo– dejar atrás simulación y ridiculeces que a su favor y en su contra se han urdido sobre su pasado. En ese sentido, si bien ya no fue posible fundamentar el origen cultural de un país a través de la demagogia “nacionalista”, tampoco podía aceptarse el desprecio, enmascarado de infantilismo naif, que el colonialismo y una narrativa racista impuso sobre la cultura mesoamericana y popular. En realidad, la estrategia banal folclorista, empleada contra las comunidades, sólo podrá superarse cuando los pueblos originarios logren plena autonomía política; sólo entonces los mexicanos asumiremos plenamente la trascendencia histórica de Mesoamérica.

 

III. ¿Quiénes son los dueños de la cultura?

Si las políticas culturales han sido inexistentes o incomprensibles en México, se debe –por decir lo menos– a que este concepto es reducido a su mínima expresión. Desde el punto de vista institucional la cultura ha sido una de las esferas más bien prescindible de áreas siempre “más relevantes” de la vida pública. Para entender estas distorsiones, el concepto de cultura debe incluir –además de la historia y la filosofía– a la economía y a la política, de tal manera que permita comprender conceptos como los de política cultural, exclusiones, narrativas o “guerras” culturales. La cultura en México parece dividida en mundos paralelos y opuestos entre sí. Por un lado existen masas –integradas por todas las clases sociales– que forman un inmenso mercado consumidor de productos culturales de moda o perecederos (desde los años sesenta del siglo XX son conocidos como parte de la cultura pop). Por otro lado, se han formado élites que generan tendencias culturales; estas élites, más o menos ilustradas, producen narrativas fundamentadas en intereses y cánones –nacionales e internacionales– de la llamada cultura hegemónica o “gran cultura”. También existen miles de barrios urbanos y pueblos originarios que producen una cultura auténtica que, más allá de sus creaciones y necesidades, son “atendidos” mediante “buenas intenciones” institucionales. Si bien es cierto que el arte y la cultura internacional no pueden ser propiedad privada de las élites, también es preciso decir que la cultura popular no puede ser patrimonio del gobierno; lo cual no significa que éste eluda su obligación de organizar una política cultural íntegra que atienda a la diversidad histórica del país.

 

IV. El Estado y los intelectuales

A finales de los años veinte, los intelectuales que publicaban en la revista Contemporáneos cuestionaron al gobierno por incluir en la Secretaría de Educación Pública a muralistas –intelectuales– nacionalistas. Sin embargo, poco después serán los mismos escritores “cosmopolitas” quienes se incorporen como funcionarios del gobierno para promover su proyecto de “modernidad”. Buena parte de los elementos estéticos empleados por los muralistas fueron retomados del arte mesoamericano; mientras que los intelectuales “cosmopolitas” lo hicieron a través de la literatura. Los primeros desarrollaron temas plásticos sobre comunidades y clases sociales históricamente excluidas, al mismo tiempo que los intelectuales de Contemporáneos trataban temas de interés internacional en poemas y ensayos. Aunque las dos posturas tenían fundados argumentos, ningún bando logró admitir que ambas tradiciones no eran fatalmente excluyentes; por un lado era preciso profundizar los legados históricos de Mesoamérica y la Revolución Mexicana; por otro, había que propiciar la interacción nacional con las culturas del mundo.

 

V. Malinchismo vs. xenofobia

En la década de los años sesenta, Rufino Tamayo señalaba que “él había sido el José Luis Cuevas” de los cuarenta y cincuenta, ironía que exponía las luchas conceptuales del pasado y de la contracultura emergente. El artista oaxaqueño –que paradójicamente fundamentó buena parte de su producción plástica recuperando raíces y temas de Mesoamérica– reactivaba la controversia entre “nacionalistas de izquierda” y “cosmopolitas de derecha”. Justamente en los años sesenta, en plena disputa contracultural con el régimen, analizando el movimiento de “la ruptura”, José Luis Cuevas cuestionaba los valores estéticos y conceptuales de la “Escuela Mexicana de Pintura” –Cuevas los veía como un déjá vú plástico al más puro estilo oficial priista–, canon que mantenía “postrados” a artistas –y al pueblo de México– tras una xenófoba “cortina de nopal”. Ambas posturas excluyentes impidieron el diseño de una política cultural que interactuara democráticamente; la verdad es que buena parte de esas posturas absolutistas no fueron, ni lo son tanto, como los delirios ideológicos e intereses políticos porque, desde un punto de vista estético, como decía Jodorowsky, estar a favor de alfa no exige estar en contra de omega.

 

VI. El ogro recargado

El aparato corporativo que incluyó a todos los sectores sociales organizados en la gran familia revolucionaria del PRI (CNC, CTM, CNOP y organismos empresariales) es origen del consorcio que Mario Vargas Llosa definió como la “dictadura perfecta”. Esta idea describía al Ogro filantrópico, título del libro de Octavio Paz con el que caracterizó al gigante constituido por gobierno, aparatos de control y oligarquía. Sin embargo, el ogro autoritario que, supuestamente, se extinguiría con algún gobierno de transición, en efecto, al comenzar el nuevo milenio un partido conservador “transitó” pero acoplado con el PRI, creando un poder recargado con el que durante años marcharon los llamados “intelectuales de la transición”.

 

VII. De la contracultura a la civilización del espectáculo

En los años sesenta, en plena crisis del Estado de bienestar keynesiano, los jóvenes rebeldes crearon una alternativa contracultural al modelo neoliberal que se anunciaba en el horizonte. Mientras los muchachos de la Unión Americana frenaban la guerra contra Vietnam, no fue menor la hazaña de la juventud mexicana que, a contracorriente de la violencia desatada por el “ogro filantrópico”, hizo posible que el PRI ya nunca superara la ruptura histórica. Al paso del tiempo, los brillantes ensayos de Octavio Paz –que solían ser incuestionables– fueron perdiendo consenso. Como la postmodernidad fue un concepto que Paz no logró interpretar cabalmente, su oxímoron crítico de “tradición y ruptura” –que en más de un sentido le abrió paso a la era del vacío– dejó de ser un concepto filosófico determinante, para convertirse en un fragmento más entre los miles de discursos aceptados, ridiculizados o ignorados en los laberintos virtuales. Cosa parecida le sucedía a Mario Vargas Llosa cuando, en la célebre discusión con Gilles Lipovetsky, se quejaba de la manera en que la “gran cultura” hegemónica había sido desplazada, perdiéndose, a pesar de su prestigio, entre una miríada de fenómenos culturales producidos por “la civilización (pop) del espectáculo”.

 

VIII. Cultura y humanismo

Actualmente la corriente del “humanismo mexicano” enfrenta el reto de crear una política cultural democrática para el país. Sin embargo, será necesario hacer una crítica a la miseria psicológica y material instrumentada durante más de treinta años por el sistema de la posverdad política. Este humanismo a la mexicana, además de integrar una filosofía que termine de echar abajo mentiras y lugares comunes diseminados por los intelectuales del fin de la historia –y casi del país–, deberá proponer una narrativa capaz de realizarse, tanto en la vida cotidiana de las comunidades, como en toda clase de obras de arte, literarias y culturales.

 

IX. Monsiváis y la guerra del fin del mundo… neoliberal

Durante décadas, la crítica –de arte, literaria o política– fue un término privilegiado por los intelectuales de élite. Sin embargo, a finales del período neoliberal, esa búsqueda de la verdad a través de la crítica terminó convertida en un recurso retórico para enmascarar guerras, escándalos y fraudes reales o virtuales. Ante la expansión de la web, y para no quedar “fuera de la jugada”, intelectuales críticos, políticos y/o académicos, que derivaron en generadores de opinión pública, se vieron obligados –como escribió Nicanor Parra– a bajar del Olimpo para interactuar en el ágora de las redes sociales: “Contra la poesía de salón/ La poesía de la plaza pública.” Ante la derrota cultural, en la vertiente político-electoral, para la élite no fue fácil aceptar que fracasó “la jaula de la melancolía” que habían inventado para encerrar forever and ever a la cultura popular y la izquierda intelectual. La emergencia de nacionalismos en Estados Unidos y Europa, producidos por la crisis global, terminaron por desactivar sus tesis doctorales expuestas en un laberinto de obras, estudios y discursos autorreferenciales con los que justificaron tres décadas de una filosofía económica y política que les procuró hegemonía, recursos, poder y “gloria mediática”.

Hacia 1999, David Bowie decía que internet era “una forma de vida alienígena”, que la interacción entre usuarios y proveedores de información desbarataría las concepciones sobre lo que realmente eran esos medios. Ese mismo año, la película Matrix mostraba cómo la realidad había sido reemplazada por mundos virtuales implantados en el inconsciente. A través de millones de dispositivos digitales, este sistema distópico incluía simultáneamente deseos, falsas necesidades y satisfactores emocionales comandados por sistemas de información y procesamiento global.

Como en Matrix, fue gracias a las filosofías orientales, entre otras prácticas terapéuticas, que una pequeña parte de la población encontró alternativas a la presión emocional impuesta por la narrativa distópica neoliberal. Sin embargo, esa práctica exigió un rechazo psicológico a toda la acción política. La plaga de narcisismo endémico (con su correlato paranoide) sembró la mentira de que se vivía en una sociedad virtualmente hedonista; “metaconfort” generalizado que se aceptó a cambio de consentir la programación de la vida entera. Si los protagonistas de Matrix lucharon por reestablecer un principio de realidad, es decir, principios y derechos humanos, veinticinco años más tarde es obligado elaborar un diagnóstico de lo que fue –y no deja de ser– tan humillante suplantación de la realidad; diagnóstico y estrategia que establezca flujos e interacciones críticas –no hegemónicas– entre cultura mesoamericana y popular, contracultura y cultura internacional. Sólo entonces la cultura popular terminará de liberarse de la “filosofía patriarcal” del Estado, mientras las élites, más allá de sus complejos de “superioridad”, deberán aceptar que la cultura del mundo no puede ser propiedad privada de nadie.

Por otro lado, es necesario reconocer que buena parte de nuestra cultura permanece históricamente vinculada con una parte considerable de la contracultura y la cultura popular estadunidense. Admitir, como afirmaba Carlos Monsiváis desde los años ochenta, que ya éramos “la primera generación de norteamericanos nacidos en México”, pero también reconocer que ya son varias las generaciones de mexicanos que nacieron en Estados Unidos. A diferencia de lo que Paz pensaba en El laberinto de la soledad, es evidente la importancia que tiene la economía nacional ligada a la de Estados Unidos y, por supuesto, el prestigio de la cultura popular mexicana en ese país y el resto del mundo.

Después de los proyectos culturales emprendidos por José Vasconcelos en la SEP y por Jaime García Terrés en la UNAM, Carlos Monsiváis anunciaba que la próxima gran batalla cultural se daría en internet. A partir de 2018 acentuando su carácter unidireccional alienante, los medios de la cultura de masas, televisión, radio y prensa comerciales, fueron confrontados y vencidos en el ciberespacio por millones de mexicanos. Empleando el estilo inconfundible de Monsiváis –humor e ingenio de la cultura popular–, ciudadanos de todas las clases sociales consolidaron una vigorosa cultura política.

Sin embargo, como no es lo mismo experimentar con la cultura política que hacer política cultural, artistas y escritores –outsiders, de las clases medias o alta, de barrios urbanos o pueblos originarios– crearán toda clase de obras para que la verdad –la de seres humanos de carne y hueso– prevalezca sobre la posverdad, así como sobre las narrativas que previsiblemente impulsarán –como actualmente sucede en Argentina– redes antiintelectuales fascistas operadas en plataformas globales. Una miríada de historiadores, ingenieros, periodistas, poetas, cineastas, caricaturistas y narradores –a la manera de los protagonistas de Matrix– impedirán que se reimponga la usurpación de la realidad cultural y política. A través de metarrelatos –y de las historias y obras de arte por venir–, la cultura contemporánea de México continuará liberándose para interactuar, tumultuosa y humanamente, con las culturas del mundo.

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