Tomar la palabra
- Agustín Ramos - Saturday, 05 Oct 2024 12:33Si la olla explotaba, la justicia sólo llegaría hasta donde el mismísimo Presidente de la República topara con pared y la puerca judicial torciera el rabo. La mafia de oficiales sátrapas y de tropas topiles sabía esto, y sintiéndose segura se metió a traficar heroína. Los ingredientes estaban a punto: desapariciones forzadas como costumbre de gobierno, educación en abono de los intereses de la clase en el poder, aparatos de Estado que administran tal poder y delincuencia judicial como espíritu de una trinidad fusionada en una sola resulta verdadera, la impunidad.
Los principales culpables son pocos. Los cómplices, no. Abundan impostores que imponen su minuto de silencio estratégico, expertos en tráfico de influencias e industrias de la estupidización; cúpulas académicas y pontífices sumos, polizones que se trepan al barco del olvido y ratas que no pueden, no saben o no les da la gana desertar. Tanto unos como otros envilecen, enajenan y extienden la tragedia, pero más que de culpas y culpables falta hablar de causas.
Aparte de su significado intrínseco, los 43 normalistas representan a cientos de miles de desaparecidas y desaparecidos. Y las causas que los originaron son el mejor argumento para una sacudida al Poder Judicial. Lo ocurrido la noche del 26 de septiembre de 2014 en Iguala, Guerrero, es un crimen del Estado mexicano y las causas se encuentran en cuatro políticas suyas: educación, seguridad, procuración de justicia y justicia. Al cumplirse diez años del crimen, el doctor Hugo Aboites señaló que “nuestro sistema educativo e instituciones no fueron pensados desde una perspectiva de fomento a la participación democrática, la creatividad y libertad desde la raíz misma de las comunidades y de las culturas y lenguas”.
Entre las excepciones a este planteamiento sumario debe contarse la concepción de la Escuela Normal Rural, y prueba de ello es que desde Ávila Camacho la política educativa se enfiló, en modos activos y pasivos, por obra u omisión, hacia la extinción de las normales rurales.
Por otra parte, una política de seguridad que busca a toda costa conciliar intereses antagónicos desemboca en inseguridad de dentro y hacia afuera. Fraguada al calor de la globalización imperialista, la seguridad interior deriva en empresa de inseguridad, hace del armamentismo un negocio legal y de los militares un instrumento idóneo: asegura el monopolio de la violencia y la violencia de los monopolios, naturaliza el estado de guerra y hace de la guerra de Estado contra la delincuencia (organizada y desorganizada) una espiral ascendente de crímenes, feminicidios, secuestros, desapariciones…
Ayer la modalidad de esa política fue la guerra contra el comunismo. Antier, la guerra contra Zapata y Villa. En nuestro tiempo, contra las drogas. ¿Recuerdan el Plan Cóndor?, ¿sí? Pues no olviden que los altos vuelos de Alejandro Gertz Manero comenzaron con esa guerra sucia, así que permitirle nadar de muertito como fiscal general constituye una política nefasta. Cierto, la inseguridad amainó con AMLO y es abismal su contraste con los gobiernos narcoprianistas ‒el del usurpador Calderón, destacadamente. Sin embargo, los descensos en las diversas tasas de inseguridad resultan insuficientes: las víctimas siguen siendo víctimas, los culpables siguen impunes y las desapariciones no cesan.
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Mañana lunes, 7 de octubre, se cumple un año del nuevo Holocausto: Israel es un Estado genocida, no dejemos de hablar de Palestina.