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- Luis Tovar | @luistovars - Sunday, 13 Oct 2024 09:21 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
La picaresca y el poder (I de II)

 

Hace sesenta y ocho años, en 1956, un torero malogrado que posteriormente fungiera como autoridad boxística y, simultáneamente, demostrara talento y olfato más que suficientes para dedicarse al periodismo impreso, radiado y televisado, así como al guionismo, la narrativa y la dramaturgia, publicó una novela titulada Casi el paraíso. No era su debut en tanto novelista ni mucho menos, sino su noveno ejercicio en el género, y si no era precisamente el primero en el que narraba los ámbitos, situaciones y personajes de la política mexicana, sí se convirtió en el que le daría cierta popularidad. Como fue posible comprobar conforme pasaron los años, esa novela también sería el punto de partida y referente para lo que, de ahí en adelante y en particular un par de décadas después, sería su especialidad: la narrativa cuyo tema es la política mexicana o, si se quiere, la política mexicana vuelta literatura. La serie conocida como La costumbre del poder, publicada entre 1975 y 1980 –es decir, hasta un lustro antes de la muerte del escritor–, compuesta por los títulos Retrato hablado, Palabras mayores, Sobre la marcha, El primer día, El rostro del sueño y La víspera del trueno, aborda desde todas las facetas que es dable imaginar el hecho crucial de la vida no sólo política sino social en México: la sucesión presidencial, el tránsito de uno a otro sexenio en el Poder Ejecutivo de la Federación, con todo lo que eso ha implicado de manera histórica en un país que, como el nuestro, para bien o para mal aún tiene en el imaginario colectivo, como figura máxima e indispensable, a una persona en la cual confiar enteros los destinos y la suerte de toda una nación.

 

El contexto del texto

A diferencia de La costumbre…, lo que se cuenta en Casi el paraíso no es tanto materia de estructuras sociopolíticas e implicaciones de gran calado en la vida nacional sino, para decirlo con un concepto hoy en desuso casi total, es parte de lo que solía llamarse picaresca, queriendo resumir ese vocablo una larga serie de hábitos, inercias, costumbres, características y, más que nada, distorsiones, corrupciones y venalidades del servicio público en todos los niveles, más o menos conocidas, más o menos aceptadas, solapadas, promovidas y en infinidad de casos aprovechadas, por quienes formaban parte de un sector social que, sobre todo desde que la Revolución Mexicana se “institucionalizó” –precisamente hacia la misma época en la que Spota ubica la trama–, se dio en llamar clase política. “A mí no me des, nomás ponme donde hay”, “vivir fuera del presupuesto es vivir en el error”, “está bien que roben, pero que salpiquen”, “un político pobre es un pobre político” y otras frases por el estilo son producto, simultáneo o inmediatamente posterior, de lo que en tiempos más cercanos un expresidente de memoria infausta tuvo la cachaza ignara de resumir diciendo que “la corrupción es parte de la cultura mexicana”.

Conviene recordar que, a mediados de la década de los años cincuenta del siglo pasado, es decir la época de la trama de Casi el paraíso, este modo de pensar se traducía, en lo político, en el perfeccionamiento de la mentira, la simulación, la hipocresía, las buenas maneras públicas; en lo económico, en el principio de un saqueo que devendría monumental tres, cuatro y cinco décadas después. Eran los tiempos del Partido Revolucionario
Institucional, el famosamente infame PRI, que avasallaba en Congresos, gobiernos estatales, municipios, secretarías y cuanto organismo público existiera, sin rendirle cuentas más que a sus propios elementos: en la rebatinga por el dinero y el poder, pasar por encima de amigos y enemigos era habitual y previsible, y nadie que se dedicara a esos menesteres era tan ingenuo como para suponer decencia o civilidad entre sus pares.

Ese es el contexto de Casi el paraíso, la novela de Luis Spota, y un tanto transformado también lo es de la adaptación cinematográfica homónima dirigida por Edgar San Juan, escrita por él mismo con la colaboración de Hipatia Argüero Mendoza. (Continuará.)

 

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