'Las orillas' de Eduardo Galeano
- Evelina Gil - Sunday, 13 Oct 2024 08:47
Eduardo Galeano nació el 3 de septiembre de 1940, en Montevideo, Uruguay. Pese a ser contemporáneo del Boom latinoamericano, y a que entre sus afinidades con el mismo predomina la ideológica, es de los autores que siento más desvinculados a dicho movimiento literario y mercadotécnico. También lo estuvieron Borges, Bioy Casares y Cabrera Infante, ya por indiferencia, ya por oposición a la Revolución Cubana. Su calidad de autor insular es sobre lo que más profundiza la obra que nos ocupa, Eduardo Galeano, las orillas del silencio, del autor mexicano (que yo creía uruguayo) Román Cortázar (Mérida, 1980). En su semblanza señala: “Desde muy joven aprendió que los géneros literarios únicamente existen en los ojos del lector.” Esta sola afirmación basta para entender su vínculo estético y emocional con Galeano.
Algo que honestamente aprecio de este ensayo es que establece un contacto de humano a humano. No sólo del autor con respecto a su sujeto de estudio, sino de ambos en relación con el lector. Quien se asume como “el pupilo” más que como mero interlocutor, es decir, Cortázar, entiende que la subjetividad no tiene por qué afectar la admiración hacia el personaje central de esta indagación, así como no existe regla explícita o implícita que te fuerce a derogar tus emociones. Esta es una charla de café entre dos poetas de distintas generaciones que, sin embargo, coinciden en muchas cosas, además de ideales tanto estéticos como existenciales, lo que vuelve fluidas y entrañables estas conversaciones. No olvidemos que nuestro autor es más reconocido como poeta, y como tal se ha desbordado en este libro sin omitir información concerniente y comentarios críticos.
Eduardo Galeano, cuyo nombre completo y legal es Eduardo Germán María Hughes Galeano, opta por eliminar el apellido de origen irlandés para firmar sus primeros trabajos que no son literarios sino de caricatura política. Pese a haber sido educado en el seno de una familia católica y de clase alta, el puberto, que no toleraba la escuela, optó no sólo por la vagancia sino por formarse como un comunista en toda regla. Aunque publicaría su primer libro, Los días siguientes, a los veintitrés años, ya era un artista y activista en toda regla. A los catorce años vendió su primera caricatura política al semanario El Sol, del Partido Socialista del Uruguay, del que llegaría a ser jefe de redacción a los diecinueve. A través de esos años, del mismo modo que otros se reúnen a leer e interpretar la Biblia, el jovencito Eduardo era el alumno más aplicado de un grupo de estudio de El capital de Marx, lo cual refrenda mi teoría de que sólo puedes hacer humor en torno a lo que conoces de manera integral. Pocos entienden que el humorismo del bueno es una de las más enaltecedoras formas de homenajear a alguien, o si no, explíqueme alguien por qué sólo la gente con autoestima saludable es capaz de chotearse de sus más profundas desgracias. Galeano pertenece a este selecto grupo. La desacralización, que es justo lo que Cortázar pone en práctica en este trabajo, y muy pocos académicos lo entienden (acaso ninguno), además de una vía laica para la veneración del santo defectuoso, te permite llegar hasta las vísceras del personaje que pretendes honrar. Porque el interés de Román Cortázar va más allá de narrarnos la biografía de Galeano y, a partir de ella, interpretar su obra, incluso el constructo de un estilo indivisible y representativo: quiere que nos reunamos a sus entrañables charlas con el autor de Las venas abiertas de América Latina; que conformemos una cofradía, como aquella que se sentaba en torno a El capital como si de un oráculo se tratara, y quebrantemos la intimidad de su intercambio.
Como he mencionado anteriormente, aquí se ahonda más en la creación del estilo que en la elaboración concreta de las obras, cosa que celebro. Las primeras influencias de Galeano no fueron literarias y por alguna razón festejo que no se asuma como un tierno lector de autores “difíciles”, o de Julio Verne (que seguro tiene su entrada en los Records Guiness como el autor más leído por los escritores en su etapa adolescente): “yo me formé, sobre todo, en los cafés de Montevideo, escuchando, escuchando historias. Porque yo representaba más edad de la que tenía, eso me daba libertad para poder compartir mesas con gente hecha y derecha, escuchando historias de narradores orales que nunca supe quiénes eran. Fueron los que me enseñaron el arte de narrar, el arte
de lograr que algo que ha ocurrido vuelva a ocurrir cuando se cuenta. O sea: burlarte de los tiempos, del pasado, del presente”. Y como pocos, asimismo, ha aprendido la importancia del silencio o, como él mismo lo nombra “la técnica del tigre en el aire”. Que quede un rato en el aire, que no caiga. “Eso le aprendí a los cuentacuentos del café.” Y me atrevería a afirmar que Galeano es el único, al menos en nuestra lengua, que ha trasladado óptimamente esos “sofisticados recursos” de los que los propios narradores orales podrían no ser conscientes. El oído de Galeano debería ser pieza de museo. El arte de escuchar, que los escritores están obligados a cultivar aunque pocos lo hagan de verdad, se le ha prodigado a niveles portentosos.
Por supuesto que la obra sobre la que más se habla en este libro es el que hemos leído quienes en algún momento fuimos aprendices de comunistas de comedor universitario, Las venas abiertas de América Latina, “escrita en 90 noches plagadas de cafeína” y nos adentra en una lectura alternativa y abisal que invita a releerla como algo por completo novedoso que aventura elementos de ficción y otras concesiones autorales que, contrario a lo que señalan sus detractores respecto a inexactitud y desencanto, enriquecen literaria e imaginativamente la obra; la vuelven accesible y amable para quienes desean entender, más que la izquierda, a la gente de izquierda. Las orillas del silencio no pudo tener mejor título y es un libro que retrata a un Galeano que, me atrevo a afirmar, sólo Román Cortázar conoció de verdad: el Galeano oculto detrás del humor, de la afición a embromar a sus propios lectores, dentro y fuera de su literatura, el que no gustaba de reconocer sus aspectos frágiles y vulnerables y, sin embargo, sucumbió a la ternura de Román Cortázar.