Biblioteca fantasma
- Evelina Gil - Sunday, 20 Oct 2024 09:14
“Estoy en Irapuato porque leí en internet que mi padre había muerto.” No es la frase inaugural de la novela Especies tan lejanas, de Nayeli García Sánchez (Ciudad de México, 1989), pero sí la más reveladora respecto a su estirpe literaria. Es una variante de la, acaso, más emblemática formulación de la literatura mexicana: “Vine a Comala porque me dijeron que aquí vivía mi padre, un tal Pedro Páramo.” Natalia, la protagonista, omite en principio el nombre de su padre. Le es casi tan ajeno como a Juan Preciado, pero es todo cuanto tiene de él. ¿Por qué una bióloga, próspera en una especialidad que ama (aracnología) tendría que trasladarse a un lugar que le es por completo indiferente, tras enterarse de que es demasiado tarde para conocer al padre que la abandonó?
Especies tan lejanas (Sexto Piso, México, 2024) no es una historia sobre una joven que pretende “cobrarle caro” a su padre abandonador. Es la de una mujer que necesita enmendar una genealogía fracturada. Se justifica como científica: quiere saber si sus genes transportan alguna enfermedad hereditaria, “la herencia es una condena que funciona en una sola dirección”. Más o menos es lo que le dice a Jacobo, el novio que insiste en acompañarla y termina siendo un estorbo. Afirma haber crecido con la noción de los abandonados: soy irrelevante. En casos como éstos de nada sirve que te suelten estadísticas (elevadas) de padres abandonadores, ni que reiteren como un mantra que la mayoría de los hogares mexicanos son monoparentales, aunque Natalia se esfuerza por anteponer el pragmatismo al sentimentalismo. Asumirse como su propio sujeto de estudio. Su madre presenta una peculiaridad comúnmente observable en mujeres que parten de cero con la crianza de sus hijos: se deshace de los recuerdos físicos del padre ausente. A esa necedad de su progenitora de borrar una parte de su vida atribuye Natalia haber estudiado biología y especializarse en artrópodos que le permiten contemplar los rituales de la maternidad, algunos repulsivos y hasta sanguinarios. La madre devora al padre, y las crías hacen lo propio con la madre. La joven intenta justificar a su madre con una idea feminista que, por supuesto, no tuvo injerencia en su determinación: que con la borradura paterna se instaurara un linaje exclusivamente femenino.
En medio de lo que pareciera una búsqueda de fantasmas, como la del mismísimo Juan Preciado, Natalia no deja de observar la conducta de las arañas que le salen al paso. Las arañas, nos explica, no hacen equipo, como si fueran conscientes de que siempre habrá alguien que falle. La propia Natalia tiene mucho en común con los arácnidos, de hecho está casi convencida de que las ha elegido porque le permiten permanecer sola en el aracnario. Acarrea el dolor
del abandono como un exoesqueleto que otros no ven pero a ella le pesa. A partir del estudio de dichas especies termina por dominar un tema que difícilmente podría competer a una mujer que ha decidido no tener hijos: la maternidad. Pero esa maternidad sin florituras, asalvajada, explica no lo que llaman “instinto maternal”, sino características más profundas como el instinto de preservación de las crías por encima del propio. Las arañas también están dispuestas a morir para privilegiar la perpetuación de su progenie, sin argumentos sentimentales de por medio. Sin noción alguna de lo que implica el “sacrificarse”.
La búsqueda del padre, o de quién fue realmente el hombre cuyos genes determinan una buena parte de quien es ella, termina por convertirse en una expedición al fondo de sí misma que pretende eliminar cualquier factor subjetivo o emotivo; una forma de olvidar su propia humanidad y anteponer el lado instintivo. No deja de llamarme la atención esta necesidad de la mayoría de las autoras millennials de ajustar cuentas con sus padres o madres como una forma de autoconocimiento. Lo que me corresponde es destacar la belleza y sabiduría de la prosa de esta novel autora.