Un ser alucinado inmerso en el mundo mexicano

- Juan Tovar - Sunday, 20 Oct 2024 08:41 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp

 

Malcolm Lowry nació en Chesire, Inglaterra, el 28 de julio de 1909, hijo de un magnate algodonero y nieto, en línea materna, de un capitán marino noruego. Ganó sus primeras glorias como deportista juvenil, llegando a conseguir algún campeonato de golf. A los diecisiete años, sintiendo que su alma se enmohecía, quiso “llevarla al mar a restregar” y se hizo grumete de la marina mercante. De esa experiencia salió alcohólico y escritor; esto es, hecho el hombre que iba a ser. En uno de sus poemas se compara con el Redburn de Melville, otro que aprendió del mar los abismos del alma humana y el “negro aborrecimiento” que sólo el vicio hace soportable y sólo el arte transmuta en lucidez.

Lowry estudió todavía en Cambridge, como había prometido a su padre, y se graduó con honores. Su tesis fue el diario que llevara en alta mar, de donde surgiría también su novela Ultramarina (1933). Poco después de publicar este primer libro, Lowry inicia el peregrinaje que será su vida adulta. España, Francia, Nueva York, Hollywood, México, Canadá, son otras tantas estaciones en ese “viaje que nunca termina” que Lowry quiso plasmar en un vasto ciclo narrativo de trazo dantesco: infierno, purgatorio, paraíso. Se ha dicho que, como la mayoría de los lectores de la Comedia, nunca pasó del infierno, y la observación no carece de justicia.

Su obra, o lo que de ella alcanzó a realizar, comprende claros cantos de purgación e incluso aproximaciones al éxtasis; pero si hay tal cosa como un escritor de un solo libro, ése es él y el libro, desde luego, Bajo el volcán (1947), memorable visión infernal configurada con arte impecable y con doliente amor en el mundo mexicano.

No hay, en este libro de extranjero, el observador que conserva su distancia, sino el ser alucinado inmerso en la vivencia del paisaje, de la gente, en la extrañeza de irse reconociendo allí, en la barbarie, como Cristo a la hora de la verdad. Peregrino en la tierra, girando siempre en el círculo vicioso del alcohol, Lowry contempla, en el espejo de su propia destrucción, la condena de un mundo destruido por sus hijos; el infierno interior encuentra su correlato objetivo y “nace una terrible belleza”: una poesía despiadada y amorosa que acepta la atrocidad de la existencia y en esa aceptación descubre su esperanza sin esperanza, su alegría.

Diez años sobrevivió Lowry al “desastre del éxito” que su obra maestra le trajo. Todo el tiempo siguió trabajando, cada vez más dueño de sus recursos, cada vez más minucioso y exigente. En su último año de vida, ya de nuevo en Inglaterra, reescribe Ultramarina. El 27 de junio de 1957 muere ahogado en el sueño, dejando por fruto de sus vigilias una selva de manuscritos que ediciones póstumas van desbrozando: Escúchanos, Señor, desde el cielo donde moras, Oscuro como la tumba donde yace mi amigo, Ghostkeeper, Lunar Caustic, October Ferry to Gabriola

Al margen de su proyecto narrativo, Lowry fue escribiendo un libro de poemas que tampoco llegó a terminar: El faro invita a la tormenta. Una cuarta parte del material integra los Selected Poems (1962), compilados por Earle Birney, que en su introducción destaca el valor testimonial de los versos lowrianos: allí, dice, es donde el autor muestra sin artificio su “rostro desnudo y descarnado”. Alguna apreciación de este tipo parecería necesaria para encarar a Lowry como poeta lírico y disculpar, justamente, su falta de artificio, o más bien su impericia al manejarlo. Gran poeta de la prosa, anda a tientas en el verso: acumula imágenes, sobrecarga ideas, noveliza, desentona. La complejidad es la misma de la prosa; se echa de menos la nitidez y, a veces, la consecuencia. En otras palabras, y para dar un viso más alegre al rostro sentenciado, cuando Lowry se suelta a cantar vemos al creador a la altura de su humanidad, “perfectamente borracho”.

Una poesía de esta índole puede traducirse al pie de la letra, como documento no del todo inteligible, o puede tomarse como punto de partida hacia un texto más propiamente poemático. Ambas cosas se han hecho; [la presente versión de “Para Bajo el volcán” propone] una tercera vía. He tratado de seguir en buen castellano la corriente de la conciencia del poeta, el hilo de su embriaguez, la sintaxis de su espíritu tortuoso y entrañable, que a fuerza de obsesión se adentra en mares ignotos y algo, al cabo, saca en claro.

 

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