La narrativa coreana contemporánea: el largo viaje hacia la libertad*

- Kim Un-Jyung y Pío E. Serrano - Saturday, 26 Oct 2024 08:40 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
No es muy arriesgado decir que en general la historia de la literatura coreana contemporánea no es muy conocida entre nosotros. Este artículo ofrece un panorama comprensible y bien documentado sobre sus etapas, principales protagonistas y el contexto social y político que les da sentido, sobre todo ahora que la Academia Sueca otorgó el Premio Nobel de Literatura 2024 a la narradora surcoreana Han Kan.

 

El año de 1984, inicio de la reforma “Kabo”, es frecuentemente considerado como el acceso de la sociedad coreana a la modernidad. La reforma “Kabo”, si no en la práctica al menos oficialmente, liberó Corea del feudalismo y abrió sus puertas, entre otros, a Estados Unidos, Rusia, Japón, Francia e Italia, por la vía de tratados comerciales. Si bien la situación política –postrimerías del período Choson (1392-1910)– no mejoró sustancialmente, se dieron algunos pasos importantes en cuanto a reformas sociales, entre ellas, la abolición de la servidumbre, circunstancia que favorecería que algunos intelectuales progresistas se sintieran estimulados para confrontar sus experiencias con aquellas provenientes del mundo exterior.

Entre 1910 y 1945 Corea sufrió la invasión japonesa y debió afrontar su voluntad de convertirla en una colonia, sometida a un vasallaje que, entre otros males, imponía una política de aculturación destinada a borrar la identidad de la nación coreana. En este contexto, la literatura coreana, recién asomada a Occidente, deviene también un instrumento de resistencia al invasor. Así, frente a las viejas fórmulas literarias, los escritores coreanos se dieron a la doble tarea de, por una parte, reformar temática y estilísticamente la herencia recibida; y, por otra, adecuar su escritura a una estrategia de resistencia y de denuncia. No siempre, por supuesto, ambos propósitos coincidieron en un mismo autor.

Si bien Yi Injik (1862-1919) abrió con su novela Lágrimas de sangre (1906) una importante fisura en la narrativa tradicional, habría de ser Yi Kwangsu (1892-1950?), con su novela Sin corazón (1917), quien situaría la narrativa coreana en la modernidad. Aunque temáticamente situada en las postrimerías de la dinastía Choson, Lágrimas de sangre alcanza una nueva destreza en el lenguaje, conciso, vívido y hábilmente integrador de diálogos que huyen de las antiguas fórmulas; Sin corazón, por su parte, sitúa la trama bajo la ocupación japonesa y pone al descubierto los conflictos entre la vieja y la nueva generación, pero su autor, al tiempo que se consagraba como el padre de la novela coreana contemporánea, se integraba en la red de colaboracionistas filojaponeses.

La narrativa del período se caracterizará por su fuerte adscripción a un realismo desmesurado, portador de una denuncia de la descomposición social, y por el acomodo a formatos breves –novelas cortas y cuentos–, que se ajustaban a la precariedad económica del momento. La aparición de numerosas revistas literarias facilitará, por otra parte, la publicación por entregas de muchas de las obras de esta etapa.

La década de los años veinte comenzó con el Movimiento de Independencia del primero de marzo de 1919, cuando los coreanos se lanzaron a las calles a lo largo de la península; una protesta que provocó la masacre de cerca de 7 mil 500 personas. El movimiento, además de promover un gobierno provisional en Shangai, fue un revulsivo en la conciencia del pueblo y de los intelectuales, que reafirmaron en su escritura su fervor nacional. El gobierno de ocupación respondió con la censura pero, aún así, se publicaban obras con las franjas de tinta negra allí donde el censor había suprimido textos.

Los escritores asumen, consecuentemente, la recuperación de la identidad nacional y la resistencia a la ocupación. La mirada vuelve sobre la sociedad y la novela comprometida busca sus temas en la vida infeliz de los campesinos, de los obreros y de las clases medias urbanas, hurga en la existencia miserable de los escritores y, en general, traza un paisaje miserable y desolado.

En la década de los treinta, quizá como resultado de la gran represión japonesa de 1931, se abrió una fisura en el realismo comprometido y se dio paso a una tendencia más introspectiva y subjetiva, donde la desesperación y la angustia existenciales rayan con el absurdo y las técnicas vanguardistas. Quizá el caso más extraordinario fuera el del novelista y poeta Yi Sang (1910-1937). Durante décadas esta tendencia de un intimismo torturante fue juzgada con severidad por la crítica, al considerarlas ajenas a la resistencia al ocupante. Sin embargo, a partir de los sesenta se ha señalado que en esos sentimientos de absurdidad y extrañamiento, en sus inquietantes juegos de paradojas, se ocultaba una singular y compleja reacción al colonialismo japonés. Por fin, la década del cuarenta trajo el período de represión japonesa más duro; las opciones se vieron reducidas a la adhesión, la cárcel o la clandestinidad.

Finalizado el dominio japonés en 1945, la península coreana aún habrá de enfrentarse a nuevos traumas desgarradores: la partición del país (1946), la Guerra de Corea (1950-1953) y una larga etapa de dictaduras militares (1961-1987).

La Guerra de Corea consolidó la división del país y, mientras en Corea del Norte la literatura se asume como instrumento de propaganda del régimen, en Corea del Sur se desató una fuerte confrontación ideológica, que habría de buscar su expresión en la literatura. Desde distintos posicionamientos literarios se afrontaron las penalidades de la guerra y sus dolorosas consecuencias, la tragedia del desarraigo y de las migraciones interiores, todos ellos recorridos por un realismo veraz y estremecido.

La temprana sombra del autoritarismo se hizo presente en 1960, cuando se desató una serie de manifestaciones de protesta en contra de las tentaciones dictatoriales del presidente Syngman Rhee. El 19 de abril de 1960 estalló la Revolución de Sailgu, liderada principalmente por estudiantes universitarios. Muchos de estos estudiantes habrían de engrosar las filas de los narradores de la década, llevando con ellos las huellas de esta experiencia.

En 1961 Choe In-Hun (1936) publicó La plaza, una novela que inaugura la posibilidad de una tercera vía por encima de las posiciones maniqueas, un precedente que fue continuado por la tendencia literaria predominante en los años siguientes. Quedaba abierta la vía para auscultar las condiciones del individuo, superando las posiciones ideológicas. La frustración y la impotencia que dieron paso a una terrible crisis de identidad se convirtieron en temas literarios frecuentes.

Frustración, impotencia y rabia fueron sentimientos asimilados por la literatura coreana de las décadas siguientes a partir, precisamente, de ese año 1961, fecha en que un golpe de Estado inaugura un largo período de gobiernos militares. A pesar de las severas restricciones impuestas por las sucesivas dictaduras, de la represión, el empleo bastardo del anticomunismo como medio de censura, la década de los sesenta resultó uno de los momentos más creativos del siglo XX coreano. La denuncia del autoritarismo político, de la crisis económica y del lamentable estado de la sociedad, por una parte; y, por otra, la reflexión sobre le necesidad de encontrar alternativas a la crisis por la que pasaba la sociedad coreana y la sombra agónica de la reunificación del país constituyeron el aliento principal de la narrativa de la época.

La década de los setenta habría de añadir a los males expuestos el de las consecuencias de una acelerada industrialización. El vértigo de esa aceleración, que a la larga habría de situar la economía coreana entre las más avanzadas del extremo Oriente, desatendida del alto coste humano sobre el que se alzaba, generaría, paradójicamente, en parte de la sociedad coreana un profundo sentimiento de frustración y resentimiento. Entre sus resultados más nefastos: el progresivo empobrecimiento rural que alimentaría importantes flujos migratorios hacia los centros urbanos productivos, lo que desencadenó una considerable fractura en los más auténticos valores de la cultura coreana; la alienación de una sociedad de consumo atrapada, de manera esquizofrénica, entre las bondades de los adelantos tecnológicos y el malestar generado por la invasión de perturbadores modelos de vida occidentales; el empobrecimiento de amplios sectores de la sociedad y su obscena contrapartida en el rápido ascenso de una nueva clase industrial y financiera, como resultado de la implantación de una política económica neoliberal, aunque bajo el rígido control de un régimen autoritario; sin olvidar las consecuentes restricciones a la libertad de expresión padecidas por los escritores más críticos.

La década de los ochenta comienza con el asesinato masivo de estudiantes y población general en la ciudad de Gwangju, en mayo de 1980, en represalia contra las manifestaciones a favor de la democratización del país. Estas protestas se extendieron todavía a lo largo de la década hasta el inicio de las reformas políticas de 1987. La masacre de Gwangju y sus ramificaciones llegaron a convertirse –como las del 19 de abril de 1960– en emblema de una generación de escritores, jóvenes estudiantes universitarios entonces, cuya obra creció alimentada por las múltiples derivaciones que esta tragedia sembró en la sociedad coreana.

A pesar de todas las limitaciones y dificultades padecidas, la narrativa coreana contemporánea ha tenido un notable desarrollo. Muchos de sus autores han alcanzado el equilibrio entre una expresión autónoma y la adecuada incorporación de la experiencia literaria moderna. Una generación más joven se enfrenta con audacia a los nuevos problemas que afronta el país. Articulan sus discursos a partir de la memoria heredada pero, simultáneamente, incorporan a su escritura registros novedosos que les permiten auscultar las angustias del hombre contemporáneo.

 

*Tomado de Cuentos coreanos del siglo XX, Kim Un-Kyung (editora), traducción, introducción y notas, Editorial Verbum, España, 2004

 

 

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