La sustancia: monstruos de verdad

- Evelina Gil - Saturday, 26 Oct 2024 08:34 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Este artículo sigue el eje narrativo y el concepto de belleza femenina que el patriarcado ha impuesto a las mujeres, llevado al extremo de lo grotesco y, por tanto, bien sustentado en la realidad, en el filme 'The Substance', de la directora francesa Coralie Fargeat.

 

Las mujeres estamos condicionadas para odiarnos a nosotras mismas desde tiempos inmemoriales. En la década de los ochenta, la de mi adolescencia, no ser rubia de ojos claros te colocaba en situación de inferioridad con respecto a las que sí lo eran o se acercaban a serlo. Estaba también el requisito de la delgadez extrema que gestó toda una generación de anoréxicas.La historia de la humanidad es fértil en ejemplos de cánones impuestos por y desde el patriarcado. El pie de loto que condenaba a las chinas a un estado de cuasi invalidez o la exigencia de los tacones que deforman la columna, algo a lo que Fatema Mernissi se refirió como “el burka de Occidente”. Los nuevos procedimientos de belleza, que por lo perecedero de sus efectos crean la “necesidad” de un refill o una adicción, están borrando la fina línea entre la perfección fabricada y la monstruosidad. Tal como sucede con la criatura de Frankenstein.

Es cierto que The Substance [La substancia], segundo largometraje de la francesa Coralie Fargeat, no es el primero que toca el tema de los extremos a los que llegan algunas y algunos para conquistar una perfección imposible. Pienso en la comedia negra La muerte le sienta bien, o Neon Demon, donde unas modelos veteranas se comen (literalmente) a la jovencita recién llegada que les quita oportunidades. Pero ninguna hurga con tal morbidez en ese inconsciente autoodio de aquellas convencidas de que la belleza es su más preciado don, y que el día que la pierdan se les reemplazará por una versión más joven y más perfecta. Me ahorro comentarios sobre el género del body horror y los cantados “monstruos” porque la fealdad y la decadencia ofenden mucho y se les excluye de la noción mainstream del concepto de “arte”.

Imposible mejor elección para el personaje de Elizabeth Sparkle que Demi Moore, icono de belleza de los años ochenta y noventa que en algún momento dejó de ser la actriz mejor pagada de Hollywood para extraviarse en producciones de bajo presupuesto. Demi debe haber padecido experiencias semejantes a las de su personaje; productores gordos, fofos, repugnantes y viejos refiriéndose a ella como un modelo de automóvil pasado de moda y sin brillo. Las lágrimas que corren por su rostro, que sigue siendo reconocible y entrañable (si bien el personaje de Elizabeth acaba de cumplir cincuenta años, Demi cuenta sesenta y uno) se sienten dolorosamente genuinas. Toda su representación, que incluye momentos desoladores y de tremenda ira, parecen extraídos de lo más profundo. Cuando se le presenta la oportunidad de generar una renovada versión de sí misma, Elizabeth no tiene empacho en recurrir a “la sustancia” inyectada, como lo son el bótox y el ozempic, el que brinda una juventud sintética y el que quita el apetito. A continuación la mujer de cincuenta años sufrirá una especie de parto del que emerge un alter ego llamado Sue, maravillosamente interpretada por la polifacética Margaret Qualley. Sue se presenta al casting donde habrá de elegirse a la sucesora de Elizabeth en un programa televisivo de ejercicios y no sólo se queda, sino que provoca una revolución con su hermosura y sensualidad. Las dos versiones de una misma mujer deberán alternarse; una semana Elizabeth, y otra Sue, y mientras una está activa la otra debe cerciorarse de alimentar a la que entra en una suerte de estado vegetativo. El uso de la misteriosa sustancia conlleva una serie de reglas que deben acatarse sin concesiones. La versión madura lo ejecuta con la paciencia propia de su edad, pero la joven se rebela con ese sentido de inmortalidad propio de la suya. Comete excesos que perjudican a su llamada “matriz” y cada vez que Elizabeth toma el relevo advierte que sufre un anómalo proceso de envejecimiento. Esto originará una situación de autosabotaje, en particular por parte de la versión joven, que maltrata ostensiblemente a su versión madura. Un montón de referentes culturales y literarios vienen a cuento. El cuerpo corrompido del que se nutre el joven es ocultado en un lugar oscuro y húmedo, como en El retrato de Dorian Grey, de Oscar Wilde. El permanente diálogo con el espejo remite a Blanca Nieves, la de los Hermanos Grimm, capaz de urdir un plan con los enanos para destruir a la reina envidiosa.

La monstruosidad tiene todo el sentido del mundo, como también la hipersexualización de Sue. Coralie Fargeat nos brinda una magnificada crítica visual de cómo los hombres contemplan a las mujeres, libidinoso regodeo que alterna con imágenes grotescas y repulsivas. El máximo monstruo, más asqueroso que los elaborados con prostéticos y maquillaje, es el arquetípico productor Harvey, interpretado por un extraordinario Dennis Quaid que escapa de la medianía y la blandura a sus setenta años (la edad del actor nunca se menciona, como sí, y de manera machacona, la de Demi Moore). Para nada es casualidad que se llame Harvey. Los varones salen muy mal parados en la película. Pero cualquiera que haya vivido en la piel de una mujer joven y hermosa recordará a aquellas grotescas criaturas, acosadoras y babeantes, que tocaban a su puerta o la fastidiaban en la calle.

 

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