Despedida en el Père-Lachaise: “hasta pronto, Jacques”
- Vilma Fuentes - Sunday, 03 Nov 2024 09:51



El cielo de París era aún invisible en la negrura que nos rodeaba durante ese lento amanecer de los días del verano al despedirse. Ya poco menos de las siete de la mañana y aún nos vimos obligadas a encender la luz eléctrica para dejar afuera del cuarto la oscuridad. Tenía el tiempo contado para llegar a la funeraria, antes de salir en el cortejo que formamos unos cuantos y dirigirnos al cementerio del Père-Lachaise. Conteo del tiempo que siempre me ha dejado perpleja, pues no comprendo cómo llevar la cuenta de algo que no veo. La confianza de la gente en las manecillas que giran sobre un cuadrante, la fe en las sombras que cambian siguiendo la posición del sol, confianza y fe, pues, que me hunden en la absoluta incredulidad de los ateos que siguen creyendo en el más cambiante de los espejismos.Mientras me preparaba a salir rumbo a la funeraria, antes de que Tania pasara por mí para acompañarme, no pude cesar de vigilarme esperando descubrir en mí una nueva sensación, un sentimiento desconocido, en fin, si no una especie de iluminación que diera otro cariz a la realidad, al menos una señal particular que parpadeara diciéndome: estás en buen camino, sigue, atrapa, jala, abre bien los ojos y mírala, mira la muerte, ahora sí va a dejarte atisbar su secreto, fíjate bien, que no se te escape, que se te meta en la memoria para que, luego, puedas mirarla cuanto tiempo necesites, para que sepas quién es cuando la encuentres, cada vez que te cruces en su camino o en el tuyo. Porque, aunque no lo creas, te cruzas varias veces con ella durante la vida, casi a diario, a escondidas, invitadora, escurridiza, juguetona y coqueta como una tentación del mismito demonio.
Terminé de prepararme para el último encuentro que tendría con Jacques, o, si no con él, sí con su cuerpo antes de que lo cremaran y no me quedaran más que cenizas, me dije, me interrumpí sin querer pensar en el horror de lo que decía, pensando en el cuerpo de Jacques, tratando de no pensar en las llamas que lo envolverían en menos de una cuantas horas de esa mañana ya comenzada.
Contesté, pregunté, respondí, no escuché nada de lo que dijimos, ni de lo que ella dijo, ni de lo que yo dije, creí haber dicho, pues nunca separé los labios durante el largo trayecto en el auto que nos llevó del hospital, situado en las afueras del sur de París, a la funeraria, ubicada en el norte al otro extremo de esa ciudad, donde estaba el ataúd con Jacques acostado, dormido tal vez, en su interior.
Tania me guió a la capilla donde se encontraba el ataúd de Jacques. Todo en la funeraria era sobrio y pulcro. Ni un mueble, ni una flor, ni nadie de más. Colocado sobre algún mueble concebido y hecho para las circunstancias, el ataúd estaba al centro de una pieza a la que se llegaba por una especie de pequeña sala de espera. Espera de qué… me pregunto ahora. Durante el tiempo que pasé en esa funeraria, a solas, de pie, junto al ataúd donde Jacques estaba recostado, no hablé más que con él. Nos dijimos lo de siempre, lo que él no cesaba de repetirme decenas y cientos de veces durante nuestras últimos encuentros, en persona o telefónicos. Lo que yo también le repetía como si fuera algo inédito, algo que no supiéramos desde siempre, desde antes de nacer y para siempre, después de morirnos y para siempre, deslumbrándonos al decírnoslo: “je t’aime”, “te amo”.
Acaso esa mañana de la cremación del cuerpo de Jacques, yo estaba más muerta que él. Pero si, al parecer y según dicen los asistentes a la ceremonia funeraria de Jacques en el bellísimo cementerio del Père-Lachaise, el muerto era Jacques, yo no acababa, ni acabo ahora, de convencerme de que sigo viva y Jacques ha fallecido.
Besé la frente de Jacques, su boca, otra vez sus labios que me murmuraban nuestros secretos, esos secretos que Jacques se llevaba con él, besé también sus mejillas, la punta de su nariz, sus párpados que no querían cerrarse, ligeramente entreabiertos, apenas una última mirada para mí, me susurró convenciéndome de la fuerza de ese amore chi muove il mondo, la fuerza de un amor que no nos dejará separarnos nunca, y yo le devolví su mirada diciéndome “éste del que nunca he de separarme” como suspiró Francesa de Rimini abrazada al vuelo de su amado, así sea a los infiernos.
Después, alguien cerró el ataúd.
Las cosas, las personas, el aire, su vuelo, todo desapareció alrededor de Jacques y de mí. Estábamos al fin solos, el uno con el otro, la otra con el uno.
Siguió otro “después” en la capilla ardiente del Père-Lachaise. Pero, luego, ya no hubo más “después”, ningún después donde encontrarnos, donde perdernos. Para ti, Jacques, y para mí, no puede haber mañana ni después. Estamos aquí y ahora, now and here, decía T.S. Eliot mirando la inmensidad de la tierra baldía. Estábamos aquí y ahora para siempre. Ese aquí y ahora que es nuestro amor para siempre. Un lugar, un simple lugar donde ya no nos perderemos nunca el uno del otro, la otra del uno.