'El Indio Fernández': “El cine es una poderosa herramienta para el cambio social”
- Ignacio Ramonet - Sunday, 10 Nov 2024 07:24
Invitado por Carlos Fuentes y Gabriel García Márquez, me hallaba yo en Guadalajara, capital del estado Jalisco (otrora Nueva Galicia), en México, en 2004, dictando un seminario de comunicación y periodismo en el marco de la Cátedra Latinoamericana Julio Cortázar, cuya sede se encuentra en la universidad de esa ciudad. Se acababa de celebrar allí una Semana del Cine Mexicano y la prensa rendía homenaje al más importante realizador azteca de todos los tiempos: Emilio el Indio Fernández (1904‒1986), en el centenario de su nacimiento. El apodo le venía de su mestizaje: su madre, indígena, pertenecía a la comunidad kikapú, de Coahuila. Su padre había sido coronel del ejército revolucionario.
Yo había conocido al Indio Fernández poco antes de su muerte, hacia 1984, en París, a la sombra de la torre Eiffel, en casa de la inolvidable Mercedes Iturbe (1944‒2007), musa de la intelectualidad azteca, directora entonces del Centro Cultural de México en la capital francesa, y amante de mi querido amigo Ramón Chao con quien ella había fundado el prestigioso premio literario Juan Rulfo.
El Indio era toda una leyenda. En aquel momento, a sus ochenta años, acababa de salir del Reclusorio Norte, una prisión de la capital mexicana, después de cumplir una condena por haber matado a tiros, estando ebrio, a un hombre.
Emilio Fernández fue el primer cineasta latinoamericano considerado como un auténtico maestro del cine mundial. En sus monumentales películas exalta una imagen original, nacionalista y fuerte de México, poniendo en valor los paisajes de su tierra, dándole protagonismo a los pueblos originarios, y proclamando con orgullo los ideales históricos de la Revolución Mexicana. Había trabajado en Los Ángeles, en los años veinte, cuando aún andaba por allí el genio soviético Serguei Eisenstein, cuyo estilo a base de imágenes poderosas y su célebre montaje-atracción lo marcaron para siempre.
Junto con el fotógrafo mexicano Gabriel Figueroa, quien había sido también asistente de cámara de Eisenstein en ¡Que Viva México! y encarnaba, para la imagen fílmica, lo que el muralismo mexicano era a la pintura, el Indio realizó algunas obras maestras imperecederas como Enamorada, Salón México, La Perla, Río Escondido, María Candelaria o La Malquerida, interpretadas por actrices y actores míticos como Dolores del Río, María Félix y Pedro Armendáriz.
Temperamental y explosivo, Emilio Fernández fue amigo íntimo de los artistas Diego Rivera y Frida Kahlo, y también, entre tantos otros, de los escritores Juan Rulfo y John Steinbeck, de la cantante Chavela Vargas, de los cineastas Luis Buñuel, Carlos Velo, John Ford y John Huston. En una de las últimas películas de este realizador estadunidense ‒La noche de la iguana‒, el Indio, ya muy mayor y retirado del cine, intervenía de nuevo como actor.
Pero el carácter legendario del personaje provenía también de su excesiva vida aventurera semejante a la del héroe desmesurado de algún corrido. Se había enrolado a la edad de quince años en las filas de la Revolución Mexicana con Pancho Villa, y a los diecinueve estuvo a punto de ser fusilado por los federales del general Obregón. Consiguió huir a Estados Unidos. Allí ejerció un sinfín de oficios para sobrevivir. Acabó, por casualidad, llegando a Hollywood en donde hizo de todo en los grandes estudios. Con su físico imponente acabaron por fijarse en él. Fue extra y actor, antes de convertirse en realizador. Adquirió también, en aquel ambiente de delirios y excesos, una sólida reputación de mujeriego, bebedor, pendenciero y violento.
En aquella velada parisina en que le conocí, destacaba de inmediato por su estatura, su vocerío y su protagonismo. Ya había bebido bastante cuando yo llegué... Y era el centro de la atención de todos... A gritos, se estaba quejando ante Juan Luis Buñuel de que, en la aduana francesa, le habían confiscado su pistola... “Eso no se le hace a un hombre ‒aullaba‒ ¡Cobardes! Es como una pinche castración...¡ Miserables !” Se puso luego a coquetear con Mercedes Iturbe y con Ugné Karvelis, editora de Gallimard y excompañera de Julio Cortázar, que acababa de fallecer. Las agarraba por la cintura gritando: “Una yunta así de hembras-yeguas es lo que un hombre de verdad necesita...” Era mucho antes del movimiento MeToo... Pero poco a poco, consecuencia quizás de tanto alcohol, se fue calmando. También los invitados parisinos se habían cansado del anciano folklórico mexicano... Y pronto se olvidaron de él.
Al rato, descubrí que el Indio se aburría solemnemente recostado en un apartado sofá. Se le veía sorbiendo su mezcal, silencioso, ensimismado, envejecido... Me senté junto a él. Ignorados por el gentío alrededor, nos pusimos entonces a conversar. Ya él había descargado toda su furia jupiteriana. Estaba suave. Más bien me pareció de repente un gran soñador melancólico. Con sus ojitos diminutos, su bigote blanquecino y su ronca voz de macho marchito se puso a contarme entonces algunas de sus vivencias más explosivas y de sus nostalgias más constantes que aquí reconstruyo de pura memoria.
‒Don Emilio, ¿cómo llegó usted a Hollywood?
‒Por peripecias de la vida. Mi padre era minero y, en 1910, al estallar la Revolución Mexicana, se alza, se suma al movimiento armado, se va con Pancho Villa y lo nombran coronel... Yo tenía entonces seis años y me quedé con mi madre que era indígena y ama de casa. Vivíamos en una aldea de Coahuila. Allí se respiraba pura revolución. Y a mí me hervía la sangre de ganas de alistarme. Así que apenas tuve edad, integré una Academia Militar y me hice oficial.
Más tarde, yo también me alcé en armas y me sumé a la rebelión del coronel [Adolfo] de la Huerta contra el gobierno del general Álvaro Obregón... Ya a mi padre lo habían matado... Pero aquella rebelión huertista fracasó. De la Huerta se marchó al exilio. Y yo acabé en prisión... Por poco me fusilan... Tenía entonces diecinueve años. Pero conseguí fugarme y huir a Estados Unidos.
Primero estuve en Chicago donde siempre hubo una gran comunidad mexicana porque allí
están los inmensos mataderos y el negocio de la carne... Los vaqueros que, a caballo, conducían los infinitos rebaños de reses desde Texas, Nuevo México, Arizona y Colorado hasta Chicago siempre fueron mexicanos, muchos de Coahuila, hombres recios... Pero no me encontré a gusto. Y de Chicago bajé a California, a Los Ángeles en donde se habían instalado el general de la Huerta y su familia, y muchos otros huertistas. Eso era hacia 1925 o 1926. Yo tenía unos veintidós años... Así es como, por pura chamba y por circunstancias de la guerra, llego a Hollywood, entonces en pleno apogeo.
‒¿Cómo era Hollywood en ese tiempo?
‒En Los Ángeles, eran años de tremenda expansión... Era antes de la crisis del ’29... Necesitaban mano de obra para todo... Yo no conocía a nadie, excepto a Huerta, y ni siquiera hablaba inglés... Huerta me dijo: “La revolución se terminó, Emilio. Olvida la guerra. Aprende un oficio que sirva para que ayudes a México...” Tenía que ganarme la vida... Empecé trabajando de lo que fuera. Hice de todo. Fui boxeador, empleado de lavandería, camarero, aviador, panadero, camaronero, bailarín de tango, ayudante de imprenta, albañil...
Hasta que me enteré que donde pagaban los mejores sueldos era en la industria del cine, en Hollywood, entonces en pleno apogeo. Así que allí me fui. Los estudios siempre andaban buscando gente. Primero trabajé de carpintero, haciendo decorados. Hasta que, un día, me presenté de candidato a extra, muy de mañanita a las puertas de la productora RKO. Me escogieron de inmediato, nomás por mi estatura y mi cara de indio, supongo. Pagaban bien.
‒Allí conoció usted a John Ford, ¿no es cierto?
‒Sí. John Ford trabajaba entonces para los estudios Fox, con los que acababa de realizar una de sus obras maestras en mudo, The Iron Horse (El caballo de hierro). Como extra trabajé en varios filmes dirigidos por él. Pero yo era uno de tantos, del montón de figurantes que un día hacía de indio, otro día de borracho de taberna, y otras veces de vaquero anónimo o de soldado en un cuartel. John Ford no se había fijado en mí. Era muy serio y autoritario. Tenía fama de mal carácter... Impresionaba con su ojo cubierto de cuero negro, como un pirata irlandés.
Hasta que una tarde, al final del rodaje, me atreví. Me le acerqué y le dije que quería ser realizador... Me miró muy sorprendido con su ojo único, como un águila, frunciendo el ceño... Pensé que me iba a abroncar, a enfadarse... Con su tremenda voz, me gritó que de dónde había sacado yo esa extraña idea... Le dije que ese deseo me había venido viéndolo a él... Y que yo quería hacer películas en mi país, para contar las bellezas de México que nadie conocía.
Eso le gustó. Ahí su actitud cambió. Su voz se hizo amistosa. Me dijo que, a partir de entonces, me pusiera a su lado y observara. Y me nombró asistente. Nos hicimos amigos. Era una persona maravillosa y un genio del cine. Con él aprendí todo. Era muy exigente, como todo gran creador. Era una época difícil. De transición entre el cine mudo y el parlante. De la noche a la mañana, gente muy célebre caía en el olvido. Algunos se suicidaban... Había que adaptarse o morir...
Luego conocí a otros cineastas como John Huston y otros. Fui actor de reparto y protagonista de muchas películas en Hollywood. Y en 1934, cuando ya el [cine] parlante se había impuesto definitivamente, pero los efectos de la crisis del ’29 ‒que tan bien describió mi amigo John Steinbeck en su novela Las uvas de la ira‒ se hacían sentir con gran violencia en aquella California devastada, regresé a México.
“...un homenaje a nuestras gentes”
‒Sus películas han sido fundamentales para definir el cine mexicano. ¿Qué fue lo que le inspiró para retratar la realidad de México de la manera en que lo hizo?
‒Desde muy joven me sentí atraído por las historias de mi pueblo y las leyendas que se contaban. Mi madre era indígena kikapú, como ya le dije, y me transmitió un profundo amor por nuestras raíces y tradiciones. Mi inspiración constante ha sido México, mi país, sus gentes, su historia y sus paisajes. Esa conexión con mi cultura y el deseo de ensalzarla fueron las chispas que encendieron mi pasión por el cine.
Siempre empiezo a partir de una imagen o una emoción que deseo transmitir. Trabajo de cerca con mis guionistas y mis camarógrafos, como mi amigo Gabriel Figueroa, para capturar esa visión y darle vida. Es un proceso colaborativo, con mi equipo e incluso los actores, pero siempre me guío por una fuerte visión personal.
Mis películas son un homenaje a nuestras gentes. Siempre quise mostrar la belleza y a la vez la tragedia de nuestra tierra, para que el mundo pudiera admirar las riquezas y las hermosuras de nuestro México, muchas veces malinterpretado, folclorizado y subestimado.
‒En obras como María Candelaria abordó usted temas sociales y de injusticia. ¿Cree usted que el cine tiene el poder de cambiar la sociedad?
‒Absolutamente. María Candelaria ganó el Gran Premio ‒llamado luego Palma de Oro‒ en el primer Festival de Cannes, en 1946. Fue un gran honor. Me sentí orgulloso de haber llevado la cultura mexicana a un escenario internacional tan prestigioso. Fue un reconocimiento al duro trabajo y a la belleza de nuestras historias mexicanas. Y la prueba de que un relato tan singularmente local puede alcanzar un significado universal. Porque yo estoy convencido de que el cine no sólo entretiene, sino que también educa y da conciencia. Las películas son, a veces, espejos de nuestras vidas, y pueden constituir una poderosa herramienta para el cambio social.
‒¿Cómo ve el futuro del cine ahora que se multiplican los canales de televisión y que irrumpen con tanta fuerza el magnetoscopio, el betamax, y la difusión de las películas en videodiscos...?
‒Las técnicas siempre van a cambiar y a evolucionar... Cuando yo empecé, en los años veinte, como le dije, el cine era mudo y en blanco y negro... Luego, en los años treinta, se puso a hablar. Después, en la década de los cuarenta, llegó el color e incluso se hicieron películas “en relieve”, en 3D... Posteriormente, en los años cincuenta, se generalizó el formato cinemascope... Y el cine siguió produciendo obras maestras... Las técnicas siempre van a transformarse. Seguramente, en los años venideros, se producirán innovaciones que ni siquiera podemos imaginar. El cine mexicano ha recorrido un largo camino. En mis tiempos luchábamos por hacer cine con identidad propia, expresión genuina de nuestra cultura. Hoy en día veo con alegría que hay, en mi país, muchos jóvenes cineastas que están continuando esa lucha y experimentando con nuevas formas de contar nuestras historias mexicanas.
El cine siempre estará hecho de pasiones y de emociones, de belleza y de tragedia, de sueños, de risas, de llantos, de fracasos, de alegrías, de violencia, de amor y de muerte... De esas materias está hecho el cine... Como todo el arte. Como
el ser humano. Y es lo que la gente siempre querrá sentir viendo películas... Cualquiera que sea la técnica, siempre habrá lugar para los relatos que hablan de identidades locales y de experiencias únicas. El cine es la herramienta más sutil y más eficaz que el hombre ha inventado para comunicar sus emociones y sus sentimientos. Y debe preservar su capacidad para saber contar esas historias.
“El rostro más noble y verdadero”
‒Don Emilio, a usted se le conoce también, digamos, por su fuerte personalidad; algunos dicen su “mal carácter”. ¿Cómo cree que eso le ha afectado en su carrera y en sus relaciones con la industria del cine?
‒Mi temperamento ha sido tanto una bendición como una maldición. Me ha permitido luchar por mis aspiraciones y mis visiones sin compromiso, pero también es cierto que me ha causado fricciones y desavenencias. Sin embargo, ahora que estoy en el ocaso de mi vida, creo que es muy importante mantenerse fiel a uno mismo.
‒¿Qué le gustaría que la gente más recordara de usted y de su obra cinematográfica?
‒Me gustaría ser recordado como alguien que amaba ante todo a su país, México, y que luchó por mostrar al mundo el rostro más noble y verdadero de México. Si algunas de mis películas han logrado ese objetivo, me doy por satisfecho.
‒Mirando hacia atrás, ¿hay algo que cambiaría en su carrera o en algunas de sus películas ?
‒A veces me digo que podía haber cambiado esto o modificado aquello... Pero al final tengo que admitir que cada error y cada acierto han sido parte de mi aprendizaje... Así es la vida... Por consiguiente no cambiaría nada, porque todos esos errores y esos aciertos me han llevado a ser quien soy, y a hacer el cine que he hecho.
‒¿Qué es lo que más añora del México de antes?
‒Una cosa que extraño son los ruidos singulares de la Ciudad de México. En los años cuarenta, el ruido que más se oía en la capital, y el que más añoro, era el que hacían las herraduras de los caballos en el empedrado de las calles en torno al Zócalo... Aquello estaba lleno de caballos... En México había un verdadero culto por el caballo. Entonces sí que había hombres de verdad. Con caballos. Porque a caballo es como los enamorados raptaban a sus mujeres...
‒¿Es cierto que ha tenido mil amoríos?
‒Bueno, en mi vida, la mujer ha sido mi razón de vivir. Pero cuando se alcanza mi edad, ya sólo te queda recordar aquellas pasiones pasadas. Y lo curioso es que las que más me vienen a la memoria no son los amores fuertes, vividos hasta la locura o hasta su extinción con feroz intensidad, sino los que apenas empezaron y no llegaron a realizarse. Los que pudieron ser y no fueron. No ceso de pensar en ellos. Me queda para siempre la nostalgia de aquellos “amores chiquitos”...
‒Don Emilio, ¿es verdad que, en los años setenta, mató usted a un hombre de un disparo?
‒No era un hombre. Era un mero crítico de cine... Y pésimo. Me vino a provocar en mi propia casa. En plan bravucón. Mentándome la madre.