Sergio Leone y el cine: mito, fábula y realidad
- R. Mininni - Sunday, 10 Nov 2024 07:35
‒¿Cuál es su modo de ver las cosas a propósito del cine?
‒El cine debe ser espectáculo, eso es lo que busca el público. Y, para mí, el espectáculo más hermoso es el del mito. El cine es mito. Luego, detrás de ese espectáculo, puedes sugerir todo lo que quieras: actualidad, política, crítica social, ideología. Pero hay que hacerlo sin imponer, sin abusar, sin obligar a la gente a someterse. Está el espectáculo y después, en segundo lugar, también se puede encontrar ‒si uno lo desea‒ la reflexión. Es mucho más honesto trabajar así, presentar la política de esta manera que pretender, por ejemplo, decir la verdad a toda costa. Precisamente cuando uno cree que está diciendo la verdad (y, por tanto, representando objetivamente la realidad) es cuando se dicen las mayores mentiras. Hay películas dirigidas por directores de izquierda que son verdaderos y típicos apologistas reaccionarios, y viceversa. En resumen, el cine es fantasía y esta fantasía, para ser realmente íntegra, debe tener profundidad.
‒¿La idea de la Trilogía del dólar existió desde el principio o maduró tras el éxito de Por un puñado de dólares (1964)?
‒Existió desde el principio. Por supuesto, si la película no hubiera tenido éxito me habría detenido ahí. Fue un riesgo que acepté plenamente desde el inicio, y nadie estaba dispuesto a apostar por el éxito de la película. El mayor distribuidor florentino, Germani, después de ver Por un puñado de dólares, me dijo: “Leone, has hecho una obra maestra que no ganará ni una lira. ¡¿Cómo has podido pensar en un western donde el rol femenino se reduce a una mera comparsa?!” Y yo le respondí: “Asumes que lo hice exclusivamente para eso. Quizá tengas razón, pero ya veremos.” Después, una vez estrenada la película, Germani siempre hizo todo lo posible por evitar encontrarse conmigo, convencido de que yo habría tenido un par de cosas que decirle.
‒Las referencias a la tragedia griega que aparecen en Por un puñado de dólares, ¿deben entenderse como citas eruditas, o tienen otros significados?
‒No, no existe ninguna cita. Es que no se puede pensar en un western sin referirse a los clásicos. De hecho, no sólo está la tragedia griega (que, al fin y al cabo, es fundamental) sino también Shakespeare, quien prácticamente lo tomó todo de la tradición clásica. Además, siempre he sostenido que el mayor escritor de westerns es Homero, y que sus personajes no son sino los arquetipos de los héroes del oeste. Héctor, Aquiles, Agamenón no son más que los sheriffs, pistoleros y forajidos de la Antigüedad.
‒Hay otras referencias “cultas” en la película. Pienso en Goldoni y su Arlequín, criado de dos amos.
‒Es verdad. El personaje de Clint Eastwood se ve atrapado entre dos bandas rivales y, al servir ahora a una y luego a otra, no hace sino acelerar
la destrucción de ambas. Es un patrón de la comedia del arte que proviene directamente del clasicismo de Plauto y Terencio. En este sentido, Eastwood asume claramente una connotación política, porque sus acciones contienen todos los condimentos de una lucha de clases. Sin duda político, pero también mítico. Es un personaje que proviene de ninguna parte y se dirige a ningún lado, y que, mientras tanto, se transforma en árbitro entre dos núcleos de poder. En el fondo, esta es la verdadera esencia de mi cine: una fábula llena de vínculos con la realidad contemporánea.
‒¿Se puede hablar también de un personaje chaplinesco?
‒Por supuesto. El pistolero sin nombre coloca al poder en crisis, igual que lo hizo Charlot, y lo hace con ironía, pero también con una precisa conciencia destructiva. Chaplin es para mí el mayor genio del arte cinematográfico, y si no hubiera sido por él muchos de nosotros estaríamos haciendo hoy un trabajo distinto.
‒¿Cómo seleccionó a Eastwood para el papel protagónico?
‒Lo vi en una serie de televisión estadunidense, Rawhide (1959) y me pareció perfecto. La verdad es que necesitaba más una máscara que un actor y Eastwood, en aquella época, sólo tenía dos expresiones: con sombrero y sin sombrero. Nadie podría haber encarnado mejor que él al protagonista de mis primeras películas y los resultados me dieron la razón.
‒Una novedad en Por un puñado de dólares es la representación de la violencia. ¿Se trata de un elemento de ruptura respecto a la tradición romántica del western?
‒Sí. Pero eso no significa que sea violencia gratuita, un fin en sí misma. La violencia en mis películas es política. No es que las personas no murieran en las películas estadunidenses. Morían mal, en planos largos, y el público casi no se daba cuenta de la idea de la muerte. La muerte, en cambio, tiene que representar el verdadero miedo, y eso sólo se puede lograr a través de la existencia física. El personaje que muere debe gritar, el disparo debe amplificarse, la sangre debe verse, debe comprenderse el daño causado por un agujero de bala. Es realismo crítico desde un punto de vista preciso. Kubrick, hablando de La naranja mecánica (1972), decía que era una fábula moral. Yo puedo decir lo mismo de mis películas. Mis películas son fábulas, y las fábulas no pueden representarse con bondad. ¿Por qué las películas de Disney, las que se realizan con actores de carne y hueso, son tan malas? Porque desde el primer momento te das cuenta de que estás asistiendo a un fábula que no resulta creíble sino artificiosa y trivialmente edulcorada. Los dibujos animados, en cambio, son inmensos, excepcionales. La fábula debe ser más realista que la crónica; debe involucrar, emocionar y, por qué no, incluso aterrorizar a través de la representación de la violencia. En mis películas no hay complacencia, sino una intención moral precisa. Hay que hacerle saber a la gente que cuando se dispara se producen ciertas consecuencias en el cuerpo humano; de lo contrario cualquiera puede tomar una pistola y pensar que de todos modos no ocurrirá nada. Por otro lado, disparar a una pierna significa amputación, no un cuerpo que cae silenciosamente a larga distancia. ¿Quizá existe gozo en la narración? Hablo del hecho en sí, no de quienes luego especulan sobre ella. En resumen, mi retrato de la muerte es un suceso cerebral, no visceral. Es una advertencia: detrás de la fábula está la realidad.
‒El bueno, el malo y el feo (1966), ¿es la película más lograda de su trilogía?
‒Absolutamente. Es la historia de tres hombres que, con la Guerra de Secesión de fondo, persiguen un tesoro y libran su propia guerra privada. Como siempre en mis películas, grandes y pequeñas historias se entrecruzan. La idea del argumento me vino del famoso discurso de Chaplin con el que concluyó Monsieur Verdoux [1947]. La autojustificación de un asesino, Verdoux ‒quien, al admitir haber matado, se declara un aficionado frente a las masacres organizadas por los grandes asesinos de su época‒, representa la máxima de su declaración. Y lo mismo hace Tuco ante la masacre del puente de Legstone, una secuencia que, en gran parte, me inspiraron algunas páginas de Un año en el Altiplano, de [Emilio] Lussu. También hay quien encuentra ecos keatonianos en la película, y me parece bien. En resumen, de la Trilogía del Dólar es el episodio más complejo y redondo, aquel en el que alcancé plenamente el tono picaresco que representaba mi principal objetivo. Además, la película contiene una secuencia ‒la del “riel”‒ que me produjo una gran satisfacción. Basta pensar que en la Universidad de Cine de Los Ángeles los estudiantes la examinan fotograma a fotograma: es un ejemplo de montaje.
‒De todos los personajes de sus películas, parece tener un cariño especial por el mexicano Tuco.
‒Es verdad. Tuco representa, como más tarde lo haría Cheyenne, todas las contradicciones de Estados Unidos, y, en parte, las mías. [Gian Maria] Volonté quiso interpretarlo, pero no me pareció la elección adecuada. Se habría convertido en un personaje neurótico, y yo necesitaba un actor con talento cómico natural. Así que elegí a Eli Wallach, habitualmente utilizado en papeles dramáticos. Wallach tenía algo de chaplinesco, lo que, evidentemente, mucha gente nunca comprendió. En cambio, era perfecto para Tuco.
‒¿Sus primeras películas tuvieron algunas dificultades de producción?
‒Tuve muchísimas con Por un puñado de dólares. Incluso un productor me dijo que, apenas estuvieran libres, Tognazzi y Vianello podrían hacer la película. Una vez finalizada debieron lloverle burlas, aunque en aquel entonces había quien pensaba que la película ya era un chiste en sí misma. Las otras películas las produje yo, así que no tuve problemas. Por supuesto, después del éxito internacional tuve carta blanca para todo, al menos hasta que comencé a concebir Érase una vez en América (1984). Me habría gustado hacer la película inmediatamente después de El bueno, el malo y el feo, pero los productores estaban asustados por el elevadísimo costo y, sobre todo, prefirieron golpear el hierro mientras todavía estaba caliente para el western. Así que, como a veces los éxitos superan a los fracasos, me vi obligado a esperar diecisiete años antes de ponerme a realizar el proyecto que estaba más cercano a mi corazón.
‒¿Cuál es su western preferido?
‒Sin duda El hombre que mató a Liberty Valance (1962), y claramente más por una cuestión de tema que de estilo. Es la película en la que Ford se contradijo por primera vez: mostró ‒abandonando su tradicional optimismo‒ la verdadera cara del oeste y abrazó una visión más realista y, por lo tanto, pesimista. Mostró la otra cara del mito.
‒¿Cuál es su relación con la obra de John Ford?
‒De una enorme e ilimitada admiración, incluso en la radical diferencia de perspectivas que nos distingue. Por otra parte, nunca habría podido debutar en un género imitando a alguien más. Él tenía esa visión diáfana, romántica (pero no por ello menos realista) del oeste, y estaba bien que fuera así. Su foto con dedicatoria (“A Sergio Leone con admiración. John Ford”) es uno de mis recuerdos más queridos y motivo de mi mayor orgullo. Eso no quita que él también cometiera sus errores. No le perdono, por ejemplo, El hombre tranquilo (1952), la narración de una Irlanda verde y bonachona, cuando en realidad el país estaba destrozado por la guerra del IRA. Para un director que antes había dirigido El delator (1935), me parece una representación inconcebible.
‒Cada uno de los protagonistas de Érase una vez en el Oeste (1968) ‒Armónica, Jill y Cheyenne‒ tiene un tema musical. Frank, en cambio, no. ¿Por qué?
‒Porque la temática de Frank forma parte de la de Armónica. Son las dos caras del hombre, y habría sido difícil diferenciarlas en la música. Por eso Frank es introducido por una variación en el tema de Armónica: es el interlocutor del hombre, la otra cara de la moneda, y uno no puede existir sin el otro. Por eso, cuando Armónica mata a Frank, se va: es un poco como si él también muriera en el momento en que pierde el objeto de su venganza, que es también el propósito de su vida.
‒La armónica parece representar el sonido del destino.
‒No sólo eso. Usted sabe que la armónica no tiene notas. Es uno de esos sonidos que a mí me gustan mucho, y quizá pertenece más al grupo de los murmullos. A este respecto, cuando Érase una vez en el oeste estaba en la mezcla, me di cuenta de que los dos primeros rollos no funcionaban como yo quería con el acompañamiento de la música de Morricone. Así que eliminé la música y dejé sólo los ruidos: la veleta, las ráfagas de aire, las cigarras, el tren, el silbido del viento, el aleteo de los pájaros. Ennio, cuando vio la película terminada, no se dio cuenta de mi decisión. A final de los dos rollos, se me acercó y dijo: “¿Sí sabes que ésta es la música más bella que he compuesto?” Años más tarde, un ayudante de George Lucas vino a preguntarnos por los ruidos en aquellos dos primeros rollos. Cuando le dijeron que esos grabaciones no se habían conservado, nos miró como si fuéramos habitantes de otro planeta. En Estados Unidos lo conservan todo, lo meten todo en cajas. Qué aburrido.
‒¿Cuál es su relación con la música y, por tanto, con Ennio Morricone?
‒Ya mencioné antes ‒y lo repito‒ que Morricone es el mejor compositor para mis películas. Nunca podría ir al plató si no tuviera a mi disposición la música de Ennio. Incluso actores acostumbrados a dirigir ‒como Henry Fonda, Charles Bronson y Robert De Niro‒ al principio se mostraban desconcertados por mi manera de rodar con música. Pero, después, el día que quise complacerlos y prescindí de ella, fueron ellos los que volvieron a solicitarla. La música les ayudó a meterse en los personajes y en la atmósfera de la película. De hecho, cada tema musical representa a un personaje, y Morricone, después de haberles contado analíticamente la historia de la película, supo transmitir perfectamente su espíritu y sus características. Durante el rodaje de Érase una vez en el oeste hubo problemas con Cheyenne, porque Ennio no comprendía del todo mi forma de ver el personaje. Por lo tanto, no me gustó el tema que tocó para mí. Ante su decepción, volví a explicarle que el personaje tenía que representar todas la contradicciones de Estados Unidos, aunque Ennio ya lo sabía. Entonces, sabiendo que necesitaba visualizar al personaje a través de algo ya visto y conocido, le pregunté si conocía la película de Walt Disney La dama y el vagabundo (1955). La había visto. “Bueno”, le dije, “Cheyenne es el Vagabundo.” Inmediatamente se sentó al piano y, de la nada, tocó las notas de lo que sería el tema de Cheyenne. Hablando de música durante el rodaje, me enteré de que Kubrick, después de hablar conmigo, también utilizó este método para Barry Lyndon (1975). Evidentemente, es un sistema que da sus frutos.
‒Es difícil considerar un western a ¡Agáchate, maldito! (1971).
‒De hecho, no lo es. Se trata de una nueva frontera y nuevos horizontes por descubrir. Pensemos en un detalle: los duelos de mis westerns tienen como lugar de disputa el espacio circular, el de la arena o, si se quiere, el circo. Esto también está ahí en ¡Agáchate, maldito!, pero está al principio, y sirve de fondo a una violencia privada, la de Steiger contra Maria Monti. Es decir, ahí culminan las historias del oeste y empieza ¡Agáchate, maldito!, que también es el inicio de algo nuevo.
‒Además de provocar el florecimiento del western a la italiana, sus películas también iniciaron la vertiente cómica del western, la representada por Terence Hill y Bud Spencer. Se dice que esta corriente nació casi por casualidad, y que Mi nombre es Trinity (1970)... en las intenciones de los autores debía ser un western normalmente serio. Viéndolo bien, parece imposible.
‒Parece imposible, pero es la verdad. Usted ya sabe que estos westerns cómicos se caracterizan por la ausencia de cadáveres. Pues bien, en la primera aventura de Trinity hay seis muertos. Cuando trabajé con Terence Hill en Mi nombre es Ninguno (1973), me contó toda la historia. Después de la primera proyección, Enzo Barboni, el director, se quedó perplejo: todo el público se reía, y él no entendía la razón. Es decir, no lo comprendía porque estaba convencido de que había hecho un western como cualquier otro, y en ese momento pensó que el resultado comercial sería desastroso. Luego, tras el éxito, vino la concientización, vinieron las bofetadas, el rugby y todos los accesorios que hicieron a la serie afortunada. Pero la primera película, no; los autores no tenían la intención realmente de crear un western cómico. Era brillante, exagerada, quizá algo irónica, pero no precisamente cómica.
‒Entre sus producciones, la más significativa es sin duda Mi nombre es Ninguno. ¿Por qué no la dirigió usted mismo y le confió la dirección a Tonino Valerii?
‒Porque culminé mi discurso sobre los westerns con Érase una vez en el oeste. De hecho, ¡Agáchate, maldito! fue mal interpretada como un western, aunque es más concretamente una película de aventuras ambientada en la época de la Revolución Mexicana. Por otra parte, me gustaba mucho la idea de Mi nombre es Ninguno, y entonces pensé en confiar la realización a Valerii, que había sido mi asistente en Por un puñado de dólares, y más tarde, aconsejado por mí, se mudó inmediatamente a la dirección. En resumen, nació conmigo como director. La elección, sin embargo, no resultó ser la correcta, porque le costó entrar en sintonía con lo que yo quería que fuera la película. Así que el resultado es un poco incierto; en todo caso, es verdad que carece de equilibrio.
‒Mi nombre es Ninguno contiene algunas escenas que son totalmente idénticas a su trabajo. ¿Las rodó usted?
‒Lo reconozco, son obra mía. Todo el comienzo es tan parecido al de El bueno, el malo y el feo; el duelo con los sombreros en el cementerio indio, por ejemplo, recuerda tanto a Por un puñado de dólares; el enfrentamiento de Beauregard con el grupo de salvajes y el duelo fingido al final, son escenas que rodé personalmente. Y, sin falsa modestia, son las que más recuerda el público. Al margen de eso, me parece que se hace demasiado hincapié en el aspecto burlesco de la película, a ése más directamente relacionado con la serie de Trinity.
‒A propósito de esto, con esta película también buscó expresar una reflexión concluyente sobre Trinity...
‒Sí, era una película muy polémica en ese sentido. Los directores del western cómico tenían que darse cuenta de que podían hacer las películas que hacían porque Fonda, Ford y yo ya habíamos pasado por ahí. Me sentía responsable de Trinity ante el público. Después de El bueno, el malo y el feo, el público se había acostumbrado a un cierto nivel de calidad. En cambio, en los años siguientes se vio obligado a soportar una impresionante cantidad de westerns indignos hasta alcanzar la saturación total. En el momento en que un título como Si te encuentras con Sartana, dile que es un hombre muerto* es deformado por el propio público y se convierte en “Si te encuentras con Sartana, dile que es un pendejo”, significa que el director quedó en evidencia y el género perdió toda credibilidad. Ese es el éxito de Trinity: el público se sintió reivindicado.
‒¿Qué es para usted Érase una vez en América?
‒Es un homenaje a las cosas que siempre adoré, y en particular a la literatura estadunidense de Chandler, Hammett, Dos Passos, Hemingway y Fitzgerald. Autores que, cuando los conocí, estaban prohibidos en Italia. Los leí en la clandestinidad, en la época del fascismo, y, como todas las cosas prohibidas, adquirieron un significado aún mayor que su importancia real. En segundo lugar, es la reconstrucción más lograda de los Estados Unidos que perseguí y soñé durante años, el país de las contradicciones y el mito. Por último, es una reflexión sobre el espectáculo, sobre el arte visual. No es casualidad que la película inicie y culmine en un teatro de sombras chinas: las sombras del público son para las sombras chinescas lo que el público de la película es para la propia película. Hay una simbiosis entre ellos y nosotros. Es una doble pantalla o, más bien, un público que mira otra pantalla l
*En realidad el verdadero título de la película es Se incontri Sartana, prega per la tua morte (1968), la cual en México apareció como Si te encuentras con Sartana, reza por tu muerte. Seguramente Leone cambió el título para ajustarlo a la expresión pública que hacía mofa de la película. (N. del T.)
Traducción de Roberto Bernal.