En recuerdo de Antonio Skármeta (1940-2024)
- Enrique Héctor González - Sunday, 17 Nov 2024 09:31
Pudo haber pertenecido, por fecha de nacimiento y por sus inclinaciones literarias, a la mercantilizada generación del Boom, pero Chile no aportó al concierto publicitario de esa afamada explosión narrativa sino a quien devendría su cronista por antonomasia, José Donoso; donde sí se coló, con todo merecimiento, es en el grupo de los epígonos del Boom, autores estrictamente contemporáneos de Mario Vargas Llosa: Severo Sarduy, Manuel Puig, Ricardo Piglia, Fernando del Paso y el malhadado Bryce Echenique, entre otros, quienes sin constituir un grupo preciso o protagonizar ninguna estrategia mercadológica como la de la promoción antecedente, se beneficiaron del clima editorial generado por el Boom y aun llevaron a veces sus logros y procedimientos narrativos a metas más provechosas.
Antonio Skármeta (1940-2024), desde Chile y luego en el exilio (fue militante de la famosa Unidad Popular que impulsó a Salvador Allende al poder, pero salió de su país luego del golpe de Pinochet), configuró una obra narrativa que supo convivir, como en el caso del mexicano Vicente Leñero, con sus tempranos intereses dramatúrgicos. Funcionario cultural durante el breve régimen de Allende, vivió en Berlín desde 1975, donde afinó sus intereses fílmicos tanto en la ejecución de guiones y la dirección de un par de películas como en la docencia.
Después de haber publicado algunos libros de relatos, donde el oficio y la confianza que inspira la voz narrativa se consolidaron en la compresión natural del texto breve, uno de los cuales fue premiado por la entonces reconocida Casa de las Américas, la revista literaria del régimen castrista, saltó a la novela con Soñé que la nieve ardía (1975), cuyo personaje central es un futbolista y en la que ya se advierten los dones narrativos de Skármeta: lenguaje fluido, coqueteo con situaciones absurdas, preeminencia del contexto sociopolítico, airecillos autobiográficos. Ya integrado a la resistencia chilena en Alemania, en No pasó nada (1980) el narrador adolescente, personaje frecuente en Skármeta, construye una historia que abona a un subgénero narrativo de larga prosapia en la prosa mundial, desde la novela picaresca, conocido como bildungsroman o novela de iniciación: el niño que crece mirando y aprendiendo, incorporando y lamentando experiencias –en este caso, del exilio de un hispanohablante en el mundo sajón– que determinarán su vida posterior.
Sin la devoción de César Aira por la novela corta, de la que el escritor argentino es el máximo representante en el mundo hispánico (diríase que es su marca de fábrica), casi toda la obra narrativa de Skármeta pertenece a este término medio entre el cuento y la novela, relato híbrido donde se permite las amplias disquisiciones del género mayor pero las sabe contener y reducir con destrezas de cuentista. Por mucho, es Ardiente paciencia (1985), tan traducida, traída y llevada a distintos géneros (el cine, por ejemplo, lo que provocó que la novela adoptara, en ediciones posteriores, el título con que fue conocida la película de él derivada, El cartero de Neruda, Il Postino, dirigida en 1994 por Michael Radford; también la ópera de este mismo nombre con Plácido Domingo como Pablo Neruda y quién sabe cuántas versiones más), la obra que rebasa toda referencia de Skármeta para casi opacar su producción anterior y posterior.
Ardiente paciencia, título tomado de un verso de Rimbaud, es una historia hecha para conmover, bien contada y alígera que, como el ave de Díaz Mirón, alcanza a rozar el pantano de la cursilería sin que el plumaje de su simpática, genuina ingenuidad alcance a mancharse. Es, asimismo, una radiografía de la poesía: no un análisis, ni siquiera un examen de sus posibilidades de seducción, sólo una resonancia magnética, por así llamarla, de lo que ocurre cuando uno se enfrenta al texto poético sin los prejuicios al uso, que a menudo han condenado al género a la afectación o a la ininteligibilidad. Mario, el protagonista de la historia, ensaya una aproximación literal, exigente, fecunda, plena, inocente, boba y maravillosa a los poderes de la metáfora durante los meses previos al triunfo de la Unidad Popular, cuando Neruda delega su candidatura en favor de Salvador Allende, y luego en los tres años que configuraron la historia épica de un socialismo baleado desde dentro con municiones foráneas.
La historia de Mario Jiménez, el cartero de Neruda, configura por cierto la poderosa y humilde imagen de quien busca que la poesía sirva para algo, para enamorar mujeres, para encontrarle un sentido al oficio traslaticio de llevar y recoger mensajes, real y metafóricamente. Quizá la muerte de Pablo Neruda, ocurrida apenas doce días después del golpe militar de Pinochet, no merezca mejor homenaje que la mirada admirada de su cartero, de su mejor lector, que se ha apropiado de tal modo de los versos del autor de las Residencias que llega a reconocer que la poesía no es de quien la escribe sino de quien la necesita.