Tarántula, el horror y la huida: Eduardo Halfon Premio Médicis de novela
- Andrea Tirado - Sunday, 17 Nov 2024 08:59
Decía Jacques Derrida que había que leer en los márgenes de la escritura, reparar en aquello que se halla fuera del texto central: notas al pie, epígrafes, prólogos y epílogos que apuramos o pasamos de largo para entrar de lleno en la narración principal. Según él, esas notas que parecen menores develan mucho más de lo que se cree.
Eduardo Halfon (1971, Ciudad de Guatemala) es un autor que llama la atención –entre otras cosas– por la elección y el cuidado de sus epígrafes. Tarántula (2024), su última novela, inicia con uno de la poeta argentina Alejandra Pizarnik: “Heredé de mis antepasados las ansias de huir.” Esa breve pero potente frase es un guiño o atisbo al prisma bajo el cual puede ser leída la novela: la huida.
De manera muy breve, la trama de Tarántula es la siguiente: son los años ochenta, los hermanos Halfon viven en Estados Unidos con sus padres y su hermana menor tras haber huido de la creciente violencia en Guatemala. Quizás en un afán por afianzar sus raíces o para no olvidar sus orígenes, el padre del narrador (Eduardo Halfon) les anuncia –y ordena– a los hermanos que pasarán las vacaciones escolares de diciembre en un campamento para niños en su país natal, pero un campamento “para niños judíos”, lo cual, según los padres, no era lo mismo. Lo que parece comenzar como un típico campamento a lo boy scouts –aprender técnicas de sobrevivencia en la naturaleza– se convierte, abruptamente, en la simulación de un campo de concentración que instaura, por fuerza y necesidad, otros métodos de sobrevivencia.
Como suele suceder en la escritura de Halfon, los personajes de la narración inaugural se cruzan y reencuentran en otros episodios más adelante, formando una especie de relato rizomático. Es decir, cada historia de Tarántula es una suerte de bulbo que se conecta con otro (y varios más) en la novela. Como resultado, esos puntos de conexión generan diversas capas temporales que no se inscriben en un único y gran tiempo lineal ni homogéneo. Los capítulos no se suceden en un orden evolutivo, sino que una anécdota, un recuerdo o la evocación de un objeto le da pie al autor para escribir sobre otro recuerdo que, más allá del mero ejercicio de rememoración, le permite evidenciar, por ejemplo, la violencia del conflicto armado interno guatemalteco que durante los años setenta invade la vida cotidiana de los civiles; como cuando durante un partido de béisbol un helicóptero militar le dispara “a alguien (o a algunos) en las casas y las calles del barrio La Villa […] y el partido continuó con el retintín de la ametralladora en el cielo sobre nosotros, como si nada”.
Por lo tanto, si no existe un tiempo lineal, ¿cuál es la temporalidad de la novela? Para contestar se debe volver al epígrafe, pues, aunque la huida es un punto de partida, en tanto acción, instaura un tiempo otro: uno que se fuga, o bien, denso y distendido en el que algo –o alguien– se encuentra huyendo; en gerundio, porque la huida no termina, al contrario, es una duración. Tarántula construye una temporalidad distinta a la cronológica y mensurable que no puede ser confinada en la cuadratura de los relojes y/o calendarios. La novela se conforma de varias capas temporales que se sobreponen sin jerarquía alguna, simplemente para hacernos experimentar un tiempo vivido en términos de intensidades.
Temporalidades
A grandes rasgos, se puede decir que Tarántula se compone de tres tiempos que, a su vez, contienen temporalidades conformadas por flashbacks y cortes interconectados. El primero es el de los hermanos Halfon en el campamento en Guatemala; el segundo, el reencuentro entre el narrador y una mujer del primer tiempo llamada Regina, y su posterior charla en un café parisino; y, el tercero, el reencuentro en Berlín con otro personaje también perteneciente al campamento, Samuel Blum. En todos, pero quizá más en el tercer tiempo, el autor juega a diluir las fronteras entre la realidad y la ficción al filtrar en su escritura datos sobre él que los lectores saben veraces (tarea que se ha propuesto desde que comenzó a escribir); y esto tal vez para revelar que importa menos saber qué es lo real y qué lo ficticio, sino cómo somos afectados por su narración.
Para lo anterior existe un tiempo menos evidente en términos cuantificables porque se experimenta en el cuerpo y no en lo inteligible. Es un tiempo afectivo que interrumpe y atraviesa constantemente los tres expuestos y que no necesariamente abona a la comprensión de la historia sino que, mediante las interrupciones, inscribe una temporalidad intensiva en donde lo que se vive son acontecimientos inefables: el silbido del viento, el vuelo de un zopilote, el retumbar de un grito
en el bosque, el trueno de una bofetada en la noche, la mirada celeste de un zorro, la musicalidad de unas palabras incomprensibles o unas manos asiendo una taza de café. Ese es el tiempo llamado duración.
El concepto de duración que retomo fue desarrollado por Henri Bergson, quien, en realidad, más que definirlo, lo cierne desde una suerte de negatividad: dando cuenta de lo que no es. No es un tiempo divisible (días, meses, años); no es mensurable (una hora, unos segundos, una semana); ni tampoco cronológico (ayer, hoy, mañana). La duración no es más que un tiempo vivido o, si se quiere, experimentado; podríamos decir que encarnado, y debe ser comprendido como un continuum temporal, es decir, como algo que está durando.
¿Cómo es que, a nivel escritural, Eduardo Halfon es capaz de convocar un tiempo vivido y experimentado y no mensurable? Si ya hemos leído más de un libro suyo sabremos que la respuesta más obvia es que no escribe en orden cronológico, pero ésta es quizá más una cuestión estructural; en cambio, la pregunta aquí es: ¿cómo, en las palabras, y no en la estructura, Halfon es capaz de instaurar un tiempo que dura, se distiende y huye? En suma: ¿cómo apalabrar un tiempo vivido?, ¿cómo nombrar la experiencia? Por medio de frases que interrumpen la acción de la trama generando los acontecimientos mencionados, así como por la sonoridad de la novela. De este modo, la duración en Tarántula no tiene que ver con el tiempo de la narración en sí, ni con el que nos tome leer el libro, sino con cómo experimentamos los acontecimientos relatados. Por ejemplo: ¿cuánto duran las ondas de las frases de Regina que se “quedaron repicando entre los ruidos y murmullos del pequeño café”?
Duración y sonoridad
La importancia de la sonoridad es evidente desde el principio: “nos despertaron a gritos”, apunta la frase inicial, y así continúa la historia entre otros gritos, murmullos, susurros, zumbidos y silbidos. No obstante, la particularidad de esta sonoridad es su doble naturaleza: la de las palabras y lo que éstas convocan. Bien es sabido el cuidado, la fineza y asertividad con la que elige sus palabras Eduardo Halfon, quien, en un estilo lacónico, crea un lenguaje filoso pero musical. Ignoro si esto es un rastro del músico que quiso ser el escritor, pero, en efecto, su prosa suscita tanto una infinidad de imágenes sonoras como una musicalidad propia de las palabras escritas mediante su reiteración. Así, se tiene: “el trueno de esa bofetada que quedó resonando en el bosque”; una montaña como si le “estuviese gruñendo e intentando decir algo”; “un grito que se quedó zumbando en el bosque”, o incluso unas “palabras susurradas y extrañas, esas palabras inmemoriales”. En cuanto a la repetición, existen frases como: “Le pregunté por los brazaletes con esvásticas…”; “Le pregunté por la serpiente…”; “Le pregunté por la música…”; “Le pregunté por las celdas de cal…”; “Le pregunté por el lenguaje bélico y antisemita…”
Por otra parte, mencioné que la duración es un continuum: algo que está durando. Entonces, más que instantes que se suceden, la temporalidad de Tarántula debe ser pensada en intervalos que engendran ese algo que dura, esto es: aprender a leer entre líneas; reparar en los márgenes, como bien afirmaba Derrida. Así, puede que el epígrafe revele mucho más de lo que parece: quizá sea la escritura de Halfon en sí la que –consciente o inconscientemente– esté siempre huyendo o fugándose un poco. ¿De su religión? ¿De las etiquetas literarias? ¿De su identidad o de sí mismo? ¿Acaso por ello sus finales son siempre en cierto modo abiertos? ¿Como si ellos también estuvieran durando? En ese sentido, ¿qué dicen las palabras de Halfon más allá de sí mismas?, ¿más allá de la evidencia de lo que describen? ¿Qué es lo que dura en términos de experiencia en Tarántula? El horror y la huida.
“El dolor no se siente si sólo lees sobre él en uno de tus libros”, le asegura Samuel a Eduardo en un lúgubre bar berlinés, pero difiero, porque esta novela es una muestra apabullante de que no sólo se puede sentir sino que, gracias a la escritura, es posible experimentar un término anglosajón de difícil traducción: embodiment, una suerte de acuerpar un concepto que tal vez sea la palabra más cercana a lo que revelan las entrelíneas de Tarántula: el miedo y la violencia del embodiment de un episodio inenarrable; la recreación de un campo de concentración.
“Una vez tocada, ¿adónde va la música?”, se pregunta Clarice Lispector. Una vez que esas palabras extrañas e inmemoriales le fueron susurradas al narrador, ¿adónde van? ¿Adónde el grito que quedó zumbando? ¿Acaso el sonido no está siempre escapando un poco? Ya que han sido escritas las palabras, ¿adónde van? Si lo que no se nombra no tiene agencia; si lo que no se nombra no existe, al transcribir una experiencia situada más allá de lo humana y éticamente comprensible, en Tarántula, el autor guatemalteco demuestra que lo que queda retumbando en el cuerpo son las palabras como huella y testimonio de que eso inenarrable tuvo lugar. A través de su escritura, Eduardo Halfon revela que, así como las palabras pueden doler, también son ellas las que devuelven “poco a poco a la vida”. Vocablos que hacen cómplices y testigos a los lectores para seguir agenciando y nombrando algo que nunca debería haber ocurrido, pero que tampoco debe ser olvidado.