Tomar la palabra
- Agustín Ramos - Sunday, 17 Nov 2024 09:18
Independientemente de la acepción de cultura y de la profesión, disciplina u oficio de quien se relacione con ésta de tiempo completo o a ratitos, sea por vocación o por carencia de más talento que saber amafiarse, enquistarse, caciquear y autopromoverse, nunca de los nuncas nadie, por más que participe en queveres del ámbito cultural, se atreverá a decir que es culto profesional. Pongo un ejemplo:
‒¿Estudias o trabajas?
‒Estudio y trabajo.
‒Pero descansas, ¿no?
‒Al contrario, mientras más descanso más trabajo.
‒Ah, jijo. ¿Pues qué eres, de qué la giras?
‒Soy culto profesional.
En tanto quehacer humano, la política no es ni más ni menos que la cultura. Entonces, ¿por qué a quien participa en política se le puede decir político profesional sin que nadie se ría ni se escandalice? Sólo es peor que un político quien se cree apolítico y comparte tal fe con un hatajo de cretinos superficiales y corruptos de raíz (por mentalidad, por moral y por activismo apolítico). Y así como quien sólo se dedica a la política debería pagar un impuesto a la desvergüenza, así también el apolítico debiera causar contribución por hacerse pendejo. Para extirpar esa ralea de doble filo y doble cara no hay de otra que la organización y la movilización.
Ni todos los políticos son iguales ni los apolíticos son parejamente detestables, cada individuo y cada sociedad posee respectivamente un grado particular y general de politización. Un conjunto mejor politizado elige mejores representantes y es capaz de prescindir de impostores eternos como Fidel Velázquez y Rosario Piedra, y de eternos auténticos como Calles, Stalin, Dios y Satanás... ¿Qué hacer pues para que sociedades, colectivos, gremios y grupos estén más politizados y por tanto gocen de mayor poder para discernir intereses concretos más que valores abstractos, objetivos perfectibles más que triunfos inobjetables y propósitos trascendentes más que esperanzas?
Qué hacer ante apolíticos convenencieros y políticos apoltronados que aun pareciendo distintos caben juntos y cómodos en un mismo costal, y que lucrando o sin cobrar, sabiendo o ignorando a quién sirven, degradan la política convirtiéndola en “noble oficio” de domar contrarios, tragar sapos y hacer de la necesidad virtud o realismo o pragmatismo o cinismo. Qué hacer contra la chocarrería de Maquiavelo, Reyes Heroles y demás pontífices y canónigos que describen costumbres y prescriben mecanismos de control social. Contra la puta política que no pasa de ser la voluntad ‒buena o dudosa‒ de lograr equilibrios entre la justicia social y las dinámicas depredadoras del capital. ¿Qué hacer, en fin, para que la política deje de ser puta y la historia deje de ser narración de impotencias y fracasos? ¿Qué hacer para que “la justicia se siente entre
nosotros”?
Si en vez de pregonar que no son iguales a los de ayer, los políticos presentes procuraran de verdad diferenciarse y dejaran de manosear sus liturgias de espaldas a la gente como aquéllos, otro gallo cantaría. Pero si no pudieran o no les diera la gana, merecerían muchísimo ir en bola allá de donde vienen, arrastrados por amor o por la fuerza de los y las y les que, sin ser políticos ni mucho menos apolíticos, seguirán siendo invisibles y permanecerán al margen mientras no se inconformen, se organicen y se muevan en su calle, barrio, escuela, oficina, sindicato: en la tierra.
Para mí, lo que conviene y une ahora a todos es la lucha por un cambio radical en el sistema de justicia que también arrase fiscalías, ministerios públicos y fueros castrenses. Y que las causas, más grandes o más pequeñas según la situación, las dicte el hoy de los cada cuales.