Bemol sostenido

- Alonso Arreola | @escribajista - Sunday, 24 Nov 2024 08:57 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
La cueva “de la cadena”

 

Efectivamente: La Cueva de Rodrigo de la Cadena tiene una cadena en su entrada. Augurando mal funcionamiento, la autoproclamada Catedral de la Bohemia recibe a sus visitantes con esa anacrónica herramienta de control, justo en el subsuelo de la CANACINTRA. Aunque el boleto dice a las ocho, son cerca de las nueve cuando la fila comienza a moverse. El individuo a cargo no dice mucho: “a veces abrimos a cierta hora, a veces a otra”. La explicación nos deja atónitos, tanto como sus manos que traban y destraban el lentísimo ingreso.

Nuestros acompañantes nos invitaron a lo que allí llaman Zona Oro, pero el sospechoso Tetris de sus encargados nos puso en otro lado. Sólo después, con el lugar lleno y nada por hacer, aceptaron el “error” sin compensación alguna. Patético cuando los precios son elevados, los productos malos y el servicio cuestionable. Pero hasta aquí con ello. Perdone usted, lectora, lector. Vayamos a la música. Tres actos integraron la noche.

Inició el Caballero del Tango, Ricardo Tortolero, un hombre con buen garbo e interpretación domada a quien sus compañeros de grupo abandonaron aquel día. “No han llegado mis músicos, así que les cantaré unos tangos con pistas para luego pasarme al piano”, explica siguiendo su anunciación desde la orfandad. El público se solidariza, lo apoya mientras bromea y comenta letras atinadamente. Cuando está por terminar, aparece un hombre de tirantes negros para colgarse el bajo y trabajar un par de temas. “¡Finalmente llegó, ya puede cobrar!”, dice el otro levantando las cejas.

El segundo acto nos toma por sorpresa. Se llama Enamorados del Recuerdo. Lo mejor de la velada. Un trío atípico. Un conjunto de jóvenes ‒muy jóvenes‒ con enorme talento, elegancia y precisión a la hora de armonizar voces, ejecutar requintos o hacer arreglos que coquetean con el Caribe, el rock y el blues. Su presentación fue contundente. La audiencia no quería despedirlos. Faltaba, empero, cerrar con broche de oro escuchando al dueño del establecimiento: Rodrigo de la Cadena. ¡Qué curioso personaje!

Lo habíamos visto en su programa de televisión y en entrevistas. Desde hace mucho nos sumamos a la unanimidad que señala su talento. Cantando y al piano es un titán. El repertorio que conoce es interminable. El viaje que su voz recorre del mundo popular a la orilla del bel canto es encomiable. Sí, es un hombre de capacidades elevadas. Pero tiene un lado oscuro que causa desafecto. ¿De qué hablamos?

Rodrigo de la Cadena maltrata constantemente al técnico de sonido. Tuerce su dirección gestual para evidenciar supuestos errores o carencias dinámicas de sus músicos, a quienes trae acalorados e incómodamente vestidos con chalecos tácticos por llamarse El Escuadrón Bohemio. Abusa en rubatos y variaciones melódicas soslayando el sentido de las letras. Por momentos ve a su audiencia desde la superioridad, como si estuviera ante un salón de primaria.

Lo que en verdad desconcierta, sin embargo, es cómo se apropia del pasado, allí donde los muertos guardan silencio. Verbigracia: celebra aniversarios abultados de La Cueva por haber continuado el nombre que enalteciera Amparo Montes. Dice que fue allí donde se gestó la iniciativa del Instituto Bolero México para que este género llegara a patrimonio inmaterial de la humanidad. La voz que lo anuncia al salir, además, lo confirma como el máximo responsable de que la tradición siga viva. Un exceso que coincide con su estar escénico.

Pasa que el señor De la Cadena parece cantarle a un amor distinto. Uno hacia sí mismo. Eso y su estridencia, después de un rato, cansan. En fin. Aquella noche pensamos, otra vez, en cómo las buenas canciones triunfan por encima de los intérpretes y sus desatinos. Buen domingo. Buena semana. Buenos sonidos.

 

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