Los años malditos: vida y narrativa de Yolanda Oreamuno
- Evelina Gil - Sunday, 24 Nov 2024 08:23
Yolanda Oreamuno Unger nació el 8 de abril de 1916, en San José, Costa Rica, hija de una pareja en principio bien avenida, Carlos Oreamuno Pacheco y Margarita Unger Salazar, si bien el padre fallecería en 1917, contando ella un año de edad. El que haya pasado casi en el acto al cuidado de su abuela materna, Eudoxia Salazar, sugiere una circunstancia trágica y anómala. Cursó la educación secundaria en el Colegio Superior de Señoritas, donde se graduó como perito contable. La abuela contempló en ella dos ventajas. La más evidente su espectacular belleza, más propia del celuloide que de una oficina. La otra, una inteligencia prodigiosa que habría de reflejarse en su escritura, tan nítida como su hermosura en los espejos. Su cuasi gemelez con Hedy Lamar, la descubridora de la fibra óptica a quien más se le conoce como actriz de Hollywood, es impresionante. Aquella chica educada por las monjas no imaginó, y murió sin saberlo, que revolucionaría la literatura de su país, inmersa en el costumbrismo.Apenas graduada, menor de edad, comenzó a trabajar en Correos y Telégrafos, pero terminaría laborando en un cargo no determinado en la embajada de Chile en Costa Rica, donde coincidiría con el diplomático Jorge Molina Wood, con quien se casó al poco tiempo y marchó a vivir con él en Chile, donde produjo parte de su obra literaria. Su esposo es diagnosticado con una enfermedad terrible, cáncer tal vez, y se suicida. El matrimonio dura menos de un año. Retorna viuda a su natal Costa Rica y un año después se casará con el abogado Óscar Barahona Streber, quien habría de interesarla en el marxismo y en la defensa de la República Española. Por la misma época emprenderá la escritura de su primera novela, Por tierra firme, que nunca verá la luz. Sólo se sabe que era autobiográfica: nos perdimos la oportunidad de leer a Oreamuno indagando en YO, iniciales de su nombre; YOU si integramos el apellido materno. Ganó en 1940 un importante premio que hubo de compartir con otros dos autores, cosa contra la que se rebeló. Se negó a enviar el manuscrito para su publicación en Nueva York y no se volvió a saber nada. El 21 de septiembre de 1942 dio a luz a su único hijo, Sergio Barahona Oreamuno y, como si flotara sobre ella una rara maldición numérica, pasado el año se rompe el encantamiento. Barahona abjura de la ideología transmitida a su mujer, además de modificar radicalmente su sistema alimenticio, lo que inevitablemente remite a Roberto, el vigoréxico de La ruta de su evasión. Yolanda conocerá otro tipo de orfandad: la de perder a su hijo, cuya custodia le es arrebatada por el luchador social trastocado en energúmeno. La autora marcha con rumbo a México pero pronto se traslada a Guatemala donde adquiere, de forma expedita, la nacionalidad guatemalteca. En carta a su amigo y editor Joaquín García Monge brinda una pista importante de sus motivos para no permanecer en su terruño: “Costa Rica estaba decidida a acabar conmigo para poder cantar mis leyendas libremente, mi existencia de mujer les molestaba. Yo era demasiado buena para lo mala que me hubieran deseado, o demasiado mala para lo buena que me trataban de hacer... Les dejo mi leyenda para que se distraigan, pero me vengo yo....”. En 1949 es diagnosticada con lupus. Este mismo año ve la luz su obra más conocida, La ruta de su evasión, que ha contado con múltiples reediciones en diversos países, siendo la más reciente la de la Universidad Autónoma de México, que la incorporó a su emblemática colección Vindictas. Superada la enfermedad, retornaría a México donde su querida amiga y paisana, la poeta Eunice Odio (1919-1974), la recibiría en su casa. Entre ellas existen tantas afinidades que asustan. Eunice también era extraordinariamente hermosa. Quienes la conocieron afirman que su cabello era de un rojo oscuro natural que los retratos en blanco y negro no capturan. Bajo el techo de su amiga, Yolanda vuelve a sufrir quebrantos de salud y fallecerá el 8 de julio de 1956, apenas cumplidos los cuarenta años. La sepultan en el panteón San Joaquín del entonces Distrito Federal pero, por órdenes de la primera dama de Costa Rica, Karen Olsen Beck, sus restos son traslados al Cementerio General de San José. No obstante su tumba carecería de inscripción hasta 2011.
La ruta de su evasión
Alrededor de La ruta de su evasión ha corrido mucha tinta. Se le ha querido emparentar con el realismo mágico, con lo que difiero totalmente. Y si bien deja implícita una crítica inmisericorde contra la sociedad patriarcal, difícilmente puede calificarse como “feminista”: entre los personajes femeninos no hay uno que plante cara a esta circunstancia. La única mujer que pareciera quebrantar un orden que ella califica como “ridículo”, es Elena, la estudiante de medicina que aniquila la escasa cordura de Gabriel, uno de los protagonistas. La ilusión de estar ante un personaje “feminista” se evapora cuando descubrimos que es una hechura de un padre, digamos progresista, que se ha impuesto el propósito de hacer de ella una mujer que piensa y actúa como un hombre. Al narrarse desde la interioridad de los personajes, La ruta de su evasión nos introduce en la corrompida cotidianidad de una familia que se asume “normal” pero, desde afuera, es contemplada con la expectativa de que algo sórdido relucirá tarde o temprano. La pareja compuesta por don Vasco y doña Teresa podría equipararse con muchas que conocemos, con la salvedad de que ninguno ha pretendido que el amor forme parte de la ecuación. Lo que existen son relaciones patológicas encubiertas bajo este calificativo. La violencia física es suplantada por la psicológica, arte que Vasco domina a la perfección, como muchos hombres que incluso lo transmiten a sus hijos. Roberto, el mayor, es un narcisista que vive para cuidar su cuerpo y que de algún modo se las ingenia para imponer su sistema alimentario al resto de la familia, don Vasco incluido. Cuando deja encinta a Cristina, una compañera de la universidad, asume su responsabilidad, sin que ello implique casarse, y la recluye en su propia casa. Este detalle se repite con Gabriel y Aurora como si, contraviniendo a su régimen de “familia tradicional”, se manejara una moral subrepticia que sin embargo mantiene a la mujer muy al margen, en calidad de mueble. Cristina no recibirá un ápice de afecto por parte de Roberto, quien de hecho no cesa de aclararle que, más allá de su sentido del deber, ella no significa nada para él. Tras suscitarse una tragedia con Cristina, Roberto abre los ojos y se rebela ferozmente contra la continuidad paterna y sale de escena para no volver.
Gabriel, insisto, es el personaje más significativo. El más complejo y el que más cavila en torno a dicha complejidad. Gabriel, estudiante de medicina, es consciente de que algo enfermo hay en su psique. Pese a ser reacio al enamoramiento, como el propio Roberto, pierde la cabeza por Elena, una atrevida compañera de estudios que lo invita a participar, solos, de una autopsia clandestina. Los detalles de dicha autopsia son mucho más gráficos que los de la relación sexual. Al tiempo que se involucra con Elena, Gabriel continúa recibiendo las visitas de Aurora, una joven que, en principio, se nos presenta como una chiquilla ingenua, adorable y revoltosa, si bien, al igual que la propia Teresa, va perdiendo todo brillo y energía conforme avanza su relación con el autodestructivo Gabriel. Yolanda Oreamuno llegó a declarar que Elena y Aurora eran ella misma. La que era (Aurora) y en la que se convirtió (Elena). Es Elena quien pinta como la posible destructora material de Gabriel. La sola idea de que ella haya sido de otros hombres y, peor, lo siga siendo, fractura su cordura. Aurora está al alcance de su mano para vengar la afrenta a su lastimada masculinidad y si bien la joven se ofrece en calidad de cordero sacrificial, contribuirá a realizar el terrible final de su amado. “Él era una especie de ser deshabitado; un molde de hombre al cual faltaba todo lo vital y sobraba un montón de cosas innecesarias.”
Considero pertinente regresar sobre Teresa, un personaje que, durante la mayor parte de la narración está sin estar, y prácticamente todo lo que sabemos sobre ella es producto de una regresión que tiene lugar en el límite entre la vida y la muerte. Agoniza por una enfermedad desconocida, apartada de la vida familiar y doméstica, al cuidado de una fiel criada de nombre Juliana y de la propia Aurora. Vasco, su esposo, mantiene su decadente estilo de vida, abundante en visitas a tugurios de mala muerte, como si ella ya hubiera pasado a mejor vida. Imposible no ver a La amortajada de Bombal en esta mujer a la que todos creen inconsciente, desvariante o dormida, y sin embargo escucha cada palabra pronunciada cerca de ella. A Teresa aquel estado semivegetativo le brinda el tiempo y la neutralidad necesarias para reflexionar sobre matices luminosos que no advirtió en su momento y hubieran podido desviar el rumbo de su insípida existencia. El verdadero amor se infiltró en aquella casa silenciosa de la mano del mismísimo Vasco, que de ninguna manera actuó con inocencia (aunque jamás comprenderemos qué perseguía). Esteban era un socio de Vasco que, pese a sufrir una lastimosa cojera que lo fuerza a apuntalarse en un bastón, cuenta con atributos que la sola cercanía de Vasco pone en relevancia. Esteban no sólo es un hombre muy atractivo (Vasco lo fue alguna vez), sino uno pletórico de generosidad y ternura. Sólo en medio de la soñolencia enfermiza Teresa es capaz de reconocer que se enamoró de Esteban; que deseaba a Esteban y, lo peor, permitió que él hiciera un sacrificio por completo inútil bajo la suposición de que la ampararía de una desgracia. Lo cierto es que, ante la total ausencia de ilusiones, esparcimientos cuando menos, Teresa se vuelve esclava de lo material. Su único acto creativo es amueblar su prisión; festonar sus propias cortinas, lustrar su vajilla y, en medio de sus últimos estertores, no hace otra cosa que acariciar los ornamentos surgidos de sus manos y el mobiliario que no podrá llevarse a la tumba.