Juan Manuel Roca: versos del horror y la belleza

- José Ángel Leyva - Sunday, 01 Dec 2024 08:18 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
La obra de Juan Manuel Roca (Medellín, Colombia, 1946), se afirma aquí, se niega a ser clasificada en el contexto de la literatura colombiana. Su inteligencia y plasticidad, su originalidad y pensamiento crítico, le confieren una voz que es única e inconfundible. “Sólo un poeta como Juan Manuel Roca puede dejar en el oído el pulso de una escritura visual, el tacto de la imaginación en el hueco de la realidad. Como le llama Gonzalo Rojas, un poeta pura sangre que atina a la diana del poema hasta con los ojos cerrados.”

 

Reúno la bibliografía de Juan Manuel Roca. La coloco sobre mi escritorio. La pila de libros se alza hasta casi llegar al metro. Son, en su mayor parte, ediciones de poesía, pero las hay de narrativa, ensayo, antologías diversas, reflexiones, celebraciones y un curioso libro titulado Roca-bulario, de Henry Posada, editorial Icono, que recoge una selección de los ingeniosos juegos de palabras, versos y conceptos del poeta colombiano. Una habilidad en el radio de humor y agilidad mental de los hermanos Marx. No obstante, parece confrontar con ellos la moral marxista: quien se sienta libre de ideologías que lance su primera Roca. Juan Manuel concluye su Roca-bulario con una sentencia zodiacal: “Soy Capricornio, como el Niño Dios, pero espero no terminar crucificado.”

La extensa producción poética de Juan Manuel Roca, su activismo lírico, su vocación pedagógica, la convicción política en favor de la justicia y la paz y un fervor anarquista que suele impulsarlo a contracorriente de las buenas oportunidades lo hace uno de los poetas colombianos más visibles y, sin embargo, uno de los menos reconocidos internacionalmente, incluso, quizá, dentro de su propio país. Muchos autores aspiran a que al menos un poema suyo trascienda el olvido, Roca puede jactarse de que varias decenas de su autoría ocupan ya la memoria de sus lectores. Lo conocí en el año 2001 de la mano de Rafael del Castillo, organizador del Festival Internacional de Poesía de Bogotá, quien me pidió que me quedara a escuchar a “uno de los poetas más notables de Colombia”. A éste lo acompañaba María Mercedes Carranza, directora de la Casa de Poesía Silva, y un grupo de jóvenes seguidores. Había un lleno completo y María Mercedes habló de la tragedia que asolaba su país, de los eufemismos para nombrar la violencia y el terror. Se llamaba “pesca milagrosa” al secuestro, que casi siempre terminaba en fatalidad, como sucedió con su hermano Ramiro a manos de las FARC. Roca inició la lectura de poemas que pintaban la atmósfera desoladora de Colombia al tiempo que resaltaban la belleza: el verde olivo de la guerra oscureciendo el verde clorofílico de sus paisajes. Una poesía depurada, musical, prístina, elocuente, sin fisuras y sin ataduras, auténtica, resonaba en la casa del poeta suicida y emblemático de Colombia, José Asunción Silva, quien había pedido a su médico le marcara en el pecho el sitio exacto del corazón para una cita ineludible con la bala. Los versos de Roca precedieron una amistad que ha prevalecido y se ha enriquecido a lo largo de sus libros, los encuentros, las conversaciones.

Roca ha manifestado que la poesía colombiana suena a menudo asordinada en el concierto latinoamericano, quizá porque es la que más se ha apegado al canon y la tradición española. Tal vez porque ha rehuido los afanes experimentales y los influjos de las vanguardias. No obstante, Roca tiene una influencia consanguínea con uno de los libros icónicos de una vanguardia solitaria: Suenan timbres, de su tío Luis Vidales. Un viejo comunista que conoció a Carlos Pellicer cuando el vate de Tabasco fue a Bogotá, en 1919, enviado por Venustiano Carranza para impulsar la Federación de Estudiantes en Iberoamérica. Pellicer se hallaba bajo el ala protectora y el influjo de José Vasconcelos y José Juan Tablada. Suenan timbres coincide con la aparición de El café de Nadie, de Arqueles Vela, en 1926. Aunque La señorita Etcétera ya había aparecido en 1922. Curiosamente, en 2006, Roca Publica en México Las hipótesis de Nadie. En 1994 había aparecido acá su antología Luna de ciegos con el sello de Joaquín Mortíz. Si bien su poesía no evidencia costuras de una urdimbre vanguardista, tampoco responde al tono intimista o narrativo, contemplativo o socarrón y disruptivo que domina en la lírica de su país. La suya es una poética distanciada del yo, dialogante con el otro, resuelta en la plasticidad de los sentidos y en las posibilidades semánticas que resignifican y vierten imágenes novedosas sobre el discurso. Podría decirse que son ejercicios audaces del sonido y el silencio con la luz, pero en realidad es una forma muy natural de la escritura y el habla. Pintar con las palabras es un don distintivo del poeta. La écfrasis no es sólo una herramienta retórica, es parte sustancial de su expresión, de su lenguaje. En Asedios a la palabra (Para un arte poético), Roca da una larga lista de ejemplos de cómo la imagen poética deviene sabiduría y ciencia indemostrable. Aquí tres ejemplos populares: “Los dientes de ajo no comen duraznos”, “Las palmas de las manos no dan dátiles”, “El brazo del río jamás esgrime espada”.

Lo que en otros poetas es una esforzada elaboración metafórica, en Roca es una fuente y un caudal de artefactos verbales. En sus poemas hay una exposición de sucesos inesperados en un tiempo supuesto, acontecimientos que empatan e ilustran la realidad tangible: la historia remota emerge en el ojo avizor del testigo frente a los hechos contemporáneos, de las causas que no prescriben. A lo largo de su larga y abundante trayectoria expuesta sobre todo en Silabario del camino (Poesía reunida 1973-2014), publicada en Letra a letra, editorial capitaneada por Luz Eugenia Sierra, en el 2016 (más abarcante que Cantar de Lejanía, FCE, 2005) no es difícil percatarse de las temáticas rectoras y por consecuencia de las fuerzas dominantes en la poética roqueana. La noche, la oscuridad, el otro, los otros, lo fantasmal, la rebeldía, el viaje, la poesía, la música, la ceguera, la guerra, lo incierto, la pintura, y una larga sucesión de personajes que conforman un panteón afectivo al lado de esa galería de motivos que contiene su chistera magritteana. Roca es renuente a las etiquetas y a los parentescos estéticos, pero es inevitable advertir su atracción por las imágenes a la manera de René Magritte, por los vacíos y los encuentros inesperados, por las sincronías y la magia, por el hechizo y el espanto. Lo surreal es un guiño en su lenguaje figurativo, donde suelen percibirse fondos abstractos, pero sobre todo encuentros con presencias oníricas y fantasmales, con sensaciones y experiencias, con menajes de otro mundo que es el nuestro, irrealidades que ponen en entredicho las noticias y la historia. Ya en uno de sus primeros poemas de finales de los años sesenta define los contornos de su identidad lírica. “Nadie” es una breve declaración de principios y finales: “En el parque,/ y mientras cruza el viento/ tratando de alcanzarse,/ pienso en este fantasma,/ que criba en la noche/ el sueño de los hombres./ Nadie/ no se ocupa de mostrarse,/ va y viene,/ jinete del aire.”

Hijo de diplomático, vivió su infancia en otros países como Francia y México, en donde su pubertad se pobló de los contrastes y paradojas de un país “florido y espinudo”, como lo definió un poeta que no es de su gusto, Pablo Neruda. En contraste con la atracción que ejerce en él otro chileno: Gonzalo Rojas. Su afinidad con la cultura mexicana se hace más patente en la obra de José Guadalupe Posada, y sobre todo en la de Rulfo. “Me siento más ciudadano de Comala que de Macondo. Al menos visito más sus muertos”, escribe en Diario de la noche. Su identificación con el escritor mexicano es plena y reconoce que sus paisajes duelen, que sus historias son reales aunque habitadas por fantasmas, cuya costumbre es andar mostrando las caras de los muertos. Son, afirma, relatos hechos poesía.

A Juan Manuel Roca se le ha intentado agrupar con diversas generaciones de su país, pero es renuente a las taxonomías literarias. Aun así, se le coloca junto a María Mercedes Carranza, Darío Jaramillo, Jaime García Maffla, José Manuel Arango en la llamada Generación desencantada. También los nadaístas intentaron afiliarlo a su causa, pero el poeta ha sido enfático en ser ajeno a los principios y motivos que impulsaron sus acciones, su mitología. La causa de ese señalamiento es una fotografía en la que aparece muy joven con algunos de ellos. No obstante, reconoce en Jaime Jaramillo Escobar, particularmente en Los poemas de la ofensa, a un poeta que vino a refrescar el discurso poético colombiano, y en Jota Mario Arbeláez a un fiel hortelano de la parcela nadaísta, además de hallar en su obra poemas notables.

Además de impartir clases en la maestría de Escrituras Creativas, en la Universidad Nacional, y conducir talleres de poesía durante años, ha ejercido el periodismo cultural desde que dirigió (durante una década) el Magazín Cultural del diario El Espectador, un periódico marcado por la violencia, pues en 1986 fue asesinado su director y fundador Guillermo Cano Isaza por órdenes de Pablo Escobar Gaviria. No es casual que la poesía de Juan Manuel Roca tenga como virtud central la imaginación y la imagen, su cromatismo lírico se alimenta en buena medida de su pasión por las artes visuales y los vínculos con artistas plásticos de su país como Antonio Samudio, Doris Salcedo, Samuel Vásquez, Edgar Negret, José Antonio Suárez, por mencionar algunos artistas colombianos. Un violín para Chagall es un homenaje en versos a la pintura universal, y El beso de la Gioconda agrupa textos que ensayan descubrir los nexos filiales entre las artes visuales y la poesía, como un juego de espejos en el que se intercambian no sólo reflejos sino realidades. Como en uno de los ejemplos que él refiere en dicho libro: “Los cocuyos de Tablada fueron la lámpara de los caminos.” Ambas pasiones y oficios, en donde suele ejercer su ojo curatorial, irremediablemente irónico y justiciero, humorístico, se amalgaman con su no menos entusiasta actividad como editor y antólogo. Pongo como ejemplo La casa sin sosiego, en la que reúne poemas sobre la violencia en Colombia. Sin dejar de lado el horror y el sufrimiento, resulta una colección de textos impecables, de belleza mórbida, de temblor estético. Priva, como en la colección prehispánica de Rufino Tamayo, el arte sobre el argumento. Algo similar puede anotarse en El anarco y la lira, donde reúne poemas excelsos que aluden al anarquismo, y cuyo título es ya de entrada una mueca de sarcasmo a la figura de Octavio Paz.

Sólo un poeta como Juan Manuel Roca puede dejar en el oído el pulso de una escritura visual, el tacto de la imaginación en el hueco de la realidad. Como le llama Gonzalo Rojas, un poeta pura sangre que atina a la diana del poema hasta con los ojos cerrados, como en su “Mester de ceguería”. Una larga lista de poemas de diversos libros de Juan Manuel Roca fulgura en mi memoria y pienso que, como Eduardo Lizalde ‒de quien celebro su poesía animal, animada, plástica, interrogante‒, si hubiese nacido en España le hubiesen otorgado el Premio Cervantes. Pero esa negación me la aclaró uno de los primeros poemas que le escuché leer en Bogotá “Nunca fui a la guerra, ni falta que me hace, / porque de niño siempre pregunté cómo ir a la guerra / y una enfermera que corría por largos pasillos / gritó con graznido de ave sin mirarme: ya estás en ella, muchacho, está en ella” (“Arenga de uno que no fue a la guerra”).

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