Intimidades reveladas: Las tres gracias de Rubens en la mirada de Jesús T. Acevedo
- Xavier Guzmán Urbiola - Monday, 16 Dec 2024 06:53



En el Museo del Prado, el 15 de octubre pasado, se inauguró la fantástica exposición El taller de Rubens. Permanecerá abierta hasta febrero del año próximo. La ocasión es propicia para acercarse al maestro flamenco, pero también para recordar al arquitecto mexicano Jesús T. Acevedo. ¿Por qué?
Acevedo (1882-1918) fue un miembro desconcertante de la Sociedad de Conferencias y el Ateneo de la Juventud. A los estudiosos de la cultura mexicana en el arranque del siglo XX nos intriga su trabajo como arquitecto, escritor y animador de iniciativas. ¿Qué obras hizo más allá de las dos o tres documentadas? Pero también nos inquieta su personalidad, pues muestra alturas enormes y bajezas bochornosas. El dilema que plantea entenderlo combina a un atractivo arquitecto y escritor de temas exquisitos, mezclado con un funcionario abusivo. Él fue el triste coordinador de los violadores de correspondencias privadas para realizar espionaje durante la presidencia de Victoriano Huerta. Por si algo faltara, y como consecuencia de lo anterior, una nube de sombras se tendió en torno a él y su obra.
Lo poco que sabemos de su pensamiento se halla en su único libro póstumo, Disertaciones de un arquitecto (1920). Ahí se retrata a un hombre culto, que contribuyó a actualizar la reflexión en su disciplina, y los estudios sobre lo clásico en las artes plásticas y la literatura. Julio Torri opinó que dominó “como ninguno la literatura francesa”. Él introdujo a Alfonso Reyes en la lectura de Mallarmé. Genaro Estada intentó reunir su obra.
En el mundillo de la cultura, al inicio de la segunda década del siglo XX, todos recordaban las posturas individuales, mismas que condicionaron actuaciones durante los violentos sucesos de aquel pasado inmediato. Dentro del grupo triunfante no había la serenidad para valorar a los opositores. José Vasconcelos en la Secretaría de Educación Pública, al contratar a Federico Gamboa, inició la reconciliación con sus antagonistas. En la correspondencia entre Reyes y Estrada, así como con Torri, hay referencias desde 1914 sobre lo que él consideró intentos compartidos por rehabilitar al amigo común. En marzo de 1925, muerto Acevedo, Reyes urgía a Estrada a darle noticias de un proyecto a la postre frustrado: “¿qué pasó con el libro de Acevedo que formamos entre Julio y yo?”
Un arquitecto escritor
Jesús T. Acevedo huyó de México en agosto de 1914. Se instaló en Madrid. Durante su exilio (1914-1917) escribió y publicó en periódicos y revistas una serie de textos sobre temas diversos. Reyes no sólo los leyó, sino recortó algunos. Él mismo y Estada pensaban que la prosa de Acevedo era “descriptiva”. Por Reyes se sabe que al menos tres se publicaron en El Fígaro en 1915. Era la época
en que Acevedo paseaba para dibujar, acompañado de Diego Rivera, su condiscípulo en la Academia de San Carlos. El guanajuatense pintó entonces el retrato cubista de Acevedo: El Arquitecto. Puesto que compartían la vecindad de un edificio destartalado en la Plaza Santa Ana, Martín Luis Guzmán, Reyes y Acevedo, para entretener a sus familias, los domingos hacían representaciones de cuadros emblemáticos del Museo del Prado:
Por ejemplo, el retrato del Conde-Duque de Velázquez. Él hacía de caballo bravo, con fuego en los redondos ojos; yo hacía de jinete, y el otro vecino ‒Martín Luis Guzmán‒ se ingeniaba yo no sé cómo para hacer de fondo del paisaje.
Exhumo el artículo titulado “Las tres gracias”, que comparte su nombre con el famoso cuadro de Peter Paul Rubens (1577-1640), por varias razones. Porque entronca con el interés de Acevedo por llevar los cuadros del Prado desde su sede a su alma y de ahí a su casa. Porque ayuda a entender su compleja personalidad y múltiples intereses. Porque Acevedo fue atraído por esa singular obra, que justo ahora puede admirarse en el contexto de la exposición del Museo del Prado. También, porque los arquitectos no suelen escribir y, cuando lo hacen, es para justificar lo que construyeron, o para promocionar lo que quieren construir; aquí estamos en cambio ante un excepcional ejemplo de creación original y además su buena pluma envuelve conceptos provocadores. Finalmente, el texto, aunque “descriptivo”, es interesante por las múltiples lecturas que pueden hacerse de él. La que sigue es sólo una.
“Las tres gracias”, de Acevedo, se enfoca en el cuadro que admiró en el Prado (éste no lo usó desde luego para entretener a su familia), asunto en apariencia acotado, pero en este breve texto va más allá al proponer implicaciones imprevistas. Enumera los elementos del óleo en que Rubens congeló una escena mitológica, que pintura y escultura tomaron como tema de modo recurrente desde la Antigüedad hasta el momento en que el maestro de Flandes realizó su versión (1635) y después durante largo tiempo. Es un óleo sobre tabla de roble de gran formato, 220.5 por 182 cms. En la parte posterior tiene un par de inscripciones: una A y una M entrelazadas, símbolo gremial de los pintores de Amberes. El óleo congela el momento en que dichas deidades (Eufrosina, Aglae y Talía) se disponen a iniciar en conjunto una danza que celebra, como sus nombres lo indican, el júbilo, la belleza y la abundancia. Las esculturas de estas tres damas en la Antigüedad solían colocarse en manantiales para festejar su prodigalidad, con lo cual se tornaban en actos de agradecimiento colectivo. Gracias y grazie, en español e italiano, han conservado esa intención de gratitud. Sin embargo, en su texto el arquitecto fue más allá: hizo historia de la cultura y recordó las visiones católica y protestante sobre el desnudo, enfatizando sus puntos en común, para destacar las aportaciones de Rubens.
Pintado para sí mismo
Las tres gracias de Rubens se encuentran en España, según algunos autores, desde que el rey Felipe IV lo compró a los herederos del pintor después de su muerte en 1640; según otros, desde 1666 en que hay evidencia de su presencia dentro de los inventarios reales. Cuando se fundó la Academia de San Fernando (1752) y el desnudo pasó a considerarse de mal gusto, fue del alcázar del Palacio Real de Madrid a los acervos reservados de dicha institución, y de ahí ingresaría al Museo del Prado a inicios del siglo XIX, pues se sabe que alcanzó a pertenecer a Fernando VII.
Es un cuadro colorido, cosa que Acevedo menciona, donde la iluminación viene del observador y del lago al fondo, enmarcando la escena principal al centro. Vale la pena hacer una digresión. La mujer rubia de la izquierda es posible, por su parecido, que sea una alusión del pintor a su segunda esposa, Helena Fourment, a quien se unió por entonces y contaba dieciséis años, mientras él tenía cincuenta y tres. Rubens fue un artista que cultivó la importancia que merecía, pero también logró éxito económico y reconocimiento social. Realizó encargos diplomáticos ante reyes, visitando las cortes española, inglesa y francesa, donde usó su pintura para entregar mensajes a monarcas; es el caso de la Alegoría de las bendiciones de la paz (1629) que regaló al inglés Carlos I para persuadirlo a restablecer una relación funcional con España. Rubens no sólo fue un gran pintor, sino un animal político.
Volviendo al cuadro de Rubens, el hecho de no existir bocetos previos indica que no lo dio a trabajar a ningún aprendiz. Haberlo pintado sobre tabla, soporte material que reservó para los retratos de familia, y encontrarse dentro de su colección al momento de su muerte, se suma a la hipótesis de que lo realizaría para sí mismo y, aficionado a los subtextos, en efecto, Helena podría haber sido su modelo para la mujer de la izquierda. Por tanto, este es el punto para agregar algo que Acevedo percibió en 1915: su cuerpo fue al que el pintor reservó un tratamiento que revela “firmezas de la primera juventud”, “se ofrece complaciente”, en tanto las otras “espían su deseo”.
Pero, ¿por qué Acevedo quedó cautivado al grado de dedicarle sus reflexiones? Lo describe con una prosa exacta. Agregaré que también es engolada, pero no por ello menos efectiva. Hace historia de la cultura, donde deja de lado esa prosa ampulosa. Añadiré un ingrediente. Cuando todavía en México escribió sobre pintura hizo una afirmación interesante:
Profeso horror a las clasificaciones en el arte […] preferir la forma a la idea o el color a la línea, etc., etc.; clasificaciones que si tuvieron escasa razón de ser en otras épocas, cuando las fronteras del arte eran reducidas, en la actualidad no deben existir.
Acevedo era consecuente con lo que pensaba y ensayaba aquí de otra manera, no sólo de escribir sobre arte, sino de entender su materia, no con etiquetas, sino con ideas, no sólo con descripciones, sino con historia y análisis. Como se percibe, se contradecía: enumeraba colores, usaba una prosa descriptiva. Era un simple ser humano. Pero, a la vez, las maneras de comprender el arte y la belleza, el desnudo y su reflexión sobre la vida pasaron en este caso, y Acevedo creo lo entendió, por el hecho de que los Países Bajos, durante aquellos años, se hallaban divididos entre lo que Gombrich recordó en su Historia del arte como la “Holanda protestante, resistiéndose a la dominación católica española, y el Flandes católico, gobernado desde Amberes, leal a España”. Esa tensión de concepciones, incluso el intríngulis político, el arquitecto los conocía y los captó en una obra de arte concreta; por eso Acevedo quedó hipnotizado frente a este óleo. Las tres gracias de Rubens y el artículo de Acevedo son entonces mensajes de tolerancia al subrayar lo que de común existía entre dos ideas, la protestante y la católica, en torno al desnudo. En el primer caso es una obra íntima y, en el segundo, es la de un defenestrado.
Mucho se ha escrito sobre el inocultable volumen de las modelos. Creo, y soy poco original, que no se trata sólo de valores cambiantes sobre el arquetipo de la belleza. En el contexto de las guerras de religión ser gordo era una demostración de salud y bonanza. Por medio de su trabajo, metafóricamente Rubens daba gracias a la vida por su segunda oportunidad de experimentar la felicidad al lado de Helena, mientras Acevedo descodificaba valores de manera precisa: escribía con ideas e historia para, a partir de una obra de arte, entender el mundo y quizá su precaria situación de ese momento, destacando para cerrar su artículo, las aportaciones del flamenco: hizo a un lado la “sequedad triste y sensible” de los cuerpos que pintaron sus maestros. Hasta aquí mi lectura de un cuadro de Rubens y de un artículo de Acevedo. Ojalá provoque otras más.
Pequeño llamado a la tolerancia
Pasaron treinta años y en marzo de 1955 Reyes escribió a Torri: “yo tengo tres cosas más de Acevedo, todas de ese mismo momento, Madrid, 1915, breves y preciosas”. Nadie hasta ahora las ha integrado a su obra escrita. Estas líneas aspiran a ser un pequeño llamado a la tolerancia, un homenaje al trabajo de un hombre común y corriente, a la vez que un esfuerzo de comprensión de su desconcertante personalidad, pues estoy seguro de que vale la pena hacerlo. No debe sólo condenársele por su filiación política, o por violar un acuerdo sagrado de respeto a la privacidad al acatar indicaciones superiores (que en un contexto de guerra todas las facciones en pugna practicaron), cosa que tampoco lo disculpa. Por último, no nos sintamos satisfechos al estudiarlo de manera superficial repitiendo trivialidades que, por tanto, hemos vaciado de contenidos.