Las tres gracias
- Jesús T. Acevedo - Monday, 16 Dec 2024 06:55



La cita fue en una tibia campiña frecuentada por gacelas, junto a la fuente de bronce, a la entrada del bosque profundo, mansión de hamadríadas.1 De la horqueta del árbol amigo cuelgan las sedas de fiesta, los linos puros, los encajes. Las tres damas desnudas forman un trípode venusto y claro. Los cuerpos son de rosa, de crema, de jazmín, de nieve. Los torsos convergen al ansia común de confidencia: los brazos ondulan como festón largo y fresco; las piernas descansan en armoniosa semiflexión y parecen preparadas a danzar en ronda. La rubia es la invitada. Inclina ligeramente la cabeza, mira con timidez, sonríe. Su carne Lguarda firmezas de la primera juventud, y la línea que desciende de su cuello tiene ímpetus y saltos de gracia nueva. Su canastillo de trenzas pálidas como el trigo tierno luce aljófares2 y rizos. Para ella son los halagos de las amigas que espían su deseo. Se ofrece complaciente, se deja palpar el brazo suave, y mira con sus ojos azules, engañosamente virginales. La dama del centro ‒fuerte espalda, anca robusta mal envuelta en un cendal‒, la contempla, y alargando el lindo brazo, atrae a la discretamente alejada que lleva suelta la roja cabellera y tiene mejillas de arrebolada camuesa.3 Hay un ambiente de olvido feliz, envidiable y propicio. El calor de la ansiada intimidad se difunde como un embeleso. El búcaro vuelca su chorro diamantino en el tazón de mármol. Entre la rama y el niño de bronce, cuelga, formando toldo a las tres cabezas plácidas, una guirnalda tejida con las mejores flores del campo.
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Desde el punto de vista de la pintura opulenta, habrá de imponerse este cuadro de Rubens. Una vez más, en su larga carrera y en su obra numerosa,4 se complace el autor en pintar la pulpa florida y lustrosa de las damas flamencas. Siempre que acomete este género de pintura, lo hace con apetito fuerte y sobrada pericia. Su simpática disposición lo llevó a enriquecer con nuevas sinuosidades y jugosas coloraciones el mundo de las formas vivas. De esa suerte se sale de la vieja tradición mística y austera de su país natal. He dicho mística, otros dicen naturalista. Por mucho que admiremos a los primitivos de Flandes y reconozcamos su honradez y sabiduría supremas, no podemos menos de notar que sus figuras, y particularmente las desnudas, adolecen de sequedad triste y sensible. Evas flacas con pesado vientre; Adanes tísicos y barbudos, color de fango; arcángeles escuetos, como leños de invierno. Ninguna frescura en estos retratos que reflejen una vida sin goces ni esperanza. Sin embargo, están de moda y se les proclama fuertes y sabios ‒dos cualidades que nadie les disputa. No olvidemos que estas interpretaciones católicas y protestantes del cuerpo humano, corresponden a espíritus para quienes la vida es una vanidad y un abismo germinador de males. Los predecesores de Rubens vieron solamente al hombre deleznable, infinitamente pobre. Habían meditado, se habían envenenado de amor a la muerte. Por eso no pintaron la vida plena, valientemente desentendida de su fin necesario, sino las horas angustiosas de una existencia deforme, cargada de remordimientos en tránsito mortal. Algunos fueron ateos, pero no menos implacables que los otros. ¿Hay en el mundo un ser más cruel y rabioso que el monje laico? A veces disimulan su encono pintando minuciosamente telas de Persia, oro y pedrería de las Indias, cielos matinales admirablemente puros, las flores y las aguas.
Pero no nos hagamos ilusiones. Cuando tratan de un problema de desnudo, cuando se ponen delante de la carne joven y apetecible, entonces triunfa en ellos el viejo reproche que guardaban escondido, pero vigilante; entonces niegan la envoltura deliciosa de la mujer, su gracia y su imperio. Entonces fabricaron esos amargos discursos cuaresmales, revueltos con ciencia anatómica. Rubens, que sabía tanto como ellos, restituyó a la carne su gloria perdida. La pintó nutrida de abundante sangre, luminosa, lavada, henchida de savia y deseos. Encontró nuevas expresiones para las formas en plena actividad o en reposo relativo, y supo imprimirles un ritmo largo, majestuoso, quién sabe si demasiado teatral, pero que satisface por su desenvoltura decorativa. Él no se equivocó en lo que los ojos piden. Los ojos quieren espectáculo ante todo, y después, tal vez acepten un poco de ética. También tuvo que figurar ‒pues su tiempo se lo exigía‒ santos y mártires, pero lo hizo
sin concesiones. Pintó como siempre, con su donaire connatural, hermosos cuerpos, envueltos en magníficas telas y grandes gestos elocuentes y barrocos.5 La anécdota no logra sacrificar su visión. Él sigue imponiendo sus armonías radiosas (sic); era pintor por excelencia. Así en la tela que nos ocupa: construye una escénica agrupación de frutos humanos sazonados, los remite de color esplendoroso, y luego la titula, para los doctos en églogas, Eufrosina, Aglae y Talía…6
Notas:
1. Deidades paganas o ninfas.
2. Conjunto de perlas irregulares.
3. Nombre del fruto del árbol también denominado así, camueso, que es una especie de manzano.
4. Hoy sabemos que de su taller salieron más de 3 mil, y se piensa que él personalmente pintó aproximadamente la mitad.
5. Hay infinidad de ejemplos, pero baste ver La caída de Faeton, 1605, para ilustrar lo mencionado por Acevedo.
6. En la mitología griega así se denomina a tres de las hijas de Zeus y Eurínome (en algunas fuentes se dice que Hera fue la madre), llamadas Eufrosina, Aglae y Talía, quienes representaban el júbilo, la belleza y la abundancia respectivamente. Robert Graves aseguró (Los mitos griegos) que Hesíodo en su Teogonía fue quien “convirtió” a las dos Cárites “tradicionales” en tres, denominándolas con esos nombres.