Larvas

- Rafael Aviña - Sunday, 22 Dec 2024 06:26 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp

 

La sensación de asfixia pesaba aún en mi garganta. Me sentía aturdido y con la impresión de haber reprimido el llanto o tal vez un grito. Mis párpados, al igual que aquellas pesadas cortinas color índigo cuya imagen permanecía todavía en mi mente, se abrían con dificultad. Pareciera que el simple acto de despertar me hubiera llevado toda una vida. Y no exageraba. Aquel extraño y angustioso sueño del que por fin lograba escapar, no era una pesadilla; en realidad era un recuerdo. Una remembranza de casi sesenta años que permanecía oculta en mi subconsciente, agazapada y amenazando con cruzar la puerta de mi memoria en cualquier instante.

Me encontraba entumecido y respiraba con dificultad. Las manos me temblaban y sentía una ligera taquicardia debido a ese brusco volver en sí. Aquella evocación era tal vez la más antigua de mi infancia. Al menos, de la que tenía mayor conciencia. Aquel evento sucedió una mañana de 1963, un 26 de diciembre. Yo era un niño de tres años de edad y me entretenía viendo caer las hojas de un árbol a través de una ventana ovalada que remataba en un pequeño jardín interior de un hospital. Con seguridad un Centro de Salud, de aquellos que se construyeron por decenas en los años sesenta. Paredes níveas y austeras. Pisos de mármol. Enfermeras portando cofias y algún médico junto a ellas ataviado con bata blanca y anteojos. Al fondo, un pasillo mal iluminado y un conjunto de sillas de plástico color azul eléctrico. Recuerdo bien que caminaba tomado de la mano por un adulto; tal vez mi padre, mi madre, o quizá mi tía Lupita. De pronto, nos detenemos en el umbral de lo que parece un amplio módulo independiente dentro de la misma clínica. Reparo en un curioso sonido que viene del interior. Es como el ronroneo de un gato aunque, en realidad, lo que se escucha es el rumor de un proyector de cine. Es la primera vez que lo oigo: crrrrrrrrrrr… crrrrrrrrrrr…crrrrrrrrrrrr. El sonido que produce resulta monótono, hipnótico y adictivo. Levanto la mirada. Ante mí se alza un par de gruesas cortinas de terciopelo azul pálido y deslavado que huelen a polvo y a humedad.

Detrás de ellas surge ese sonido que me eriza los vellos de la nuca. El adulto que me acompaña descorre con cierta dificultad esos inmensos telones plúmbeos. Adentro, la oscuridad es casi total. Se trata de un auditorio pequeño. Observo a mi alrededor varias hileras de butacas muy sencillas y me detengo en el haz de luz que sale del aparato proyector. Es como una guía fluorescente. Un faro, o una de aquellas luces que emitían aquellas linternas metálicas de tres colores que se vendían por aquel entonces. Esa luz transmite señales extrañas a mi cerebro. Sigo la línea luminosa que baña una pared resplandeciente donde coinciden todas las miradas de espectadores que no pierden de vista y en silencio las imágenes proyectadas en aquella penumbra. Mis ojos se acostumbran de a poco a esa oscuridad e intentan reconocer algún elemento de aquella desconcertante película.

En ese momento desconocía el trasfondo de aquel documental científico que se proyectaba. Atraído y hechizado, observo en esa pantalla improvisada decenas de insectos enloquecidos que se tropiezan los unos con los otros mientras arrastran con torpeza sus repulsivas patas. El sonido de la proyección pasa a un segundo plano y, en cambio, aumenta el crepitar de aquellas alimañas reptantes, cuyo desagradable ruido retiembla en mi cabeza: croch…croch…croch…croch… La imagen me horroriza y me impide moverme por varios minutos. Intento gritar pero no lo consigo. No emito sonido alguno. Las personas a mi alrededor desaparecen y el cuadro de proyección parece crecer en forma descomunal y, con él, las quijadas, las patas, las antenas, las alas, el tórax y las decenas de ojos de esos bichos alcanzan proporciones inmensas… monstruosas…

De pronto, el eco del proyector se detiene y los insectos se inmovilizan en esa pared salpicada de luz. La película se atasca en el aparato. Aquellas larvas repugnantes se retuercen y parecen achicharrarse en una suerte de hongo atómico. El fotograma arde ante mis ojos y mi rostro iluminado observa embelesado esa imagen fascinante y dantesca. El olor a quemado satura mis pulmones. Detienen la proyección y las luces se encienden. Por alguna razón, ese recuerdo real, manipulado y quizá deformado a través de los años por mi propia mente convulsa e infantil surge ahora de improviso para descomponer mis sueños, para plantearme interrogantes o proponerme en retrospectiva una revisión de mi propia vida. O quizá con el único fin de sumergirme en túneles más profundos para descubrir claves en relación con una historia que he intentado contar desde la ficción, cuyas paredes escuálidas y maleables están construidas de vagos recuerdos, de temores y frustraciones del inconsciente, o cimentadas con fantasías arropadas en la más absoluta clandestinidad de mi cerebro.

 

 

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