Nydia y el Grinch
- Evelina Gil - Sunday, 22 Dec 2024 06:32



A principios de diciembre murió nuestra perra Nydia y mamá cayó en una depresión abisal. Papá y mi hermana se esforzaron por sacarla del marasmo recordándole que pronto sería Navidad y ante la alarmante indiferencia de ella por una fecha que solía anticipar con gran emoción, optaron por hacer de lado el arbolillo platinado que desmontaban cada año y adquirir un oloroso y magnífico pino que impregnara nuestro hogar de ese aroma único que, con toda seguridad, avivaría su nostalgia. Fuimos los tres a elegir el pino más hermoso, aunque a simple vista todos eran exactamente iguales. Sin embargo Priscila, mi hermana mayor, saltó sobre uno al que le encontró un montón de cualidades que mi padre y yo fuimos incapaces de discernir. Afirmó que era el más verde, el más fresco, el más perfumado. Que era especial. No se diga más. Mi padre, ya cansado, abrió la billetera y pagó el monto del pino en el que depositaron todas sus esperanzas de que mamá recobrara el espíritu
navideño.
Mamá ni siquiera se interesó en participar en la ornamentación del pino, cosa de la que nos encargamos nosotros. Hasta papá que nunca tenía tiempo para “mariconadas” participó, más con nerviosismo que con alegría. Optaron por no usar los mismos adornos y adquirieron por Amazon otros más originales y modernos. Consideraron cambiar las esferas por animalitos de peluche, pero Priscila le recordó a papá que mamá guardaba luto por una perrita que lucía exactamente como eso, así que ella, personalmente, eligió unas figuritas como gnomos sonrientes que me resultaban espeluznantes (aunque no lo dije); una ristra de bolitas de madera en vez de escarcha y nieve morada. La reacción de mamá fue más tibia de lo que esperaba. Se limitó a decir, “ah, qué lindo, okey”, para luego regresar a la cama, arrastrando los pies, hueca de espíritu.
Las cosas se pusieron muy extrañas a partir de ese instante, pero yo fui el único que lo notó. El aroma a pino se intensificaba cada día, provocándome estornudos, pero ni mi padre ni Priscila y mucho menos mi madre parecían notarlo. Mamá no mejoraba, antes bien, empeoraba cada día, como si en vez de una mascota me hubiera muerto yo, su hijo consentido; peor aún, como si una enfermedad misteriosa hubiera aprovechado un súbito descenso de sus defensas para ensañarse con su organismo. Pero los médicos no encontraban nada físico y terminaron recetándole antidepresivos que la mantenían soñolienta y atontada. De los estornudos pasé a la náusea. El tufo navideño me expulsaba de mi casa. Busqué refugio en cafés, bibliotecas y cines. Nunca fui particularmente entusiasta de estas fechas pero estaba desarrollando una especie de alergia porque empezaron a inquietarme las luces y los sonidos festivos del exterior. Y de pronto no era sólo el aroma: eran ruidos que me sobresaltaban de madrugada. Claramente escuchaba algo que se arrastraba por el piso de piedra natural y aunque nunca me atreví a verificar si no se trataba de mi imaginación o de algún brote psicótico, veía claramente en mi cabeza cómo el pino se arrastraba con dificultad monstruosa, con los gnomos aferrados a sus ramas, bamboleándose como piezas de bisutería mientras tarareaban una cancioncilla navideña con voces de ardilla y, luego, ese maldito aroma invadiéndolo todo, filtrándose por debajo de mi puerta hasta obligarme a aplastar una almohada contra mi cara. Escuché risas de adultitos, imposible de confundir con niños; risillas perversas, guasonas. Pero también me pareció escuchar el familiar ruido de las pezuñas de Nydia contra el piso, integrada a una especie de ritual demoníaco que nadie mencionaba y yo no me atrevía a aludir por temor a que se pusiera en duda mi cordura, como hicieran con la de mamá.
Llegada la Noche Buena, mamá adujo sentirse demasiado débil para levantarse a compartir la mesa con nosotros. Era la primera vez en mis diecisiete años de vida que cenábamos algo preparado por manos ajenas; algo que ni remotamente se parecía al amoroso sazón de nuestra madre. Dejé el plato a medias y corrí a vomitar y Priscila me largó un sermón sobre el dineral que había gastado papá en darme gusto, pero papá la acalló diciendo: deja a Jano, que ganas no me faltan de hacer lo mismo. Todo esto es nauseabundo. Debería denunciar a estos dizque chefs.
El amanecer del 25 de diciembre , tras dormir de un tirón por primera vez en muchos días, me despertó un grito de Priscila, proveniente de la habitación de mamá. Corrí sin calzarme las pantuflas, con el frío traspasándome las plantas de los pies. Encontré a mi hermana aullando al lado de nuestra madre que lucía como una muñeca de cera, con sus bellas aunque desarregladas manos cruzadas contra el pecho y una sonrisa beatífica en su semblante, como si se encontrara en un lugar mucho mejor que este, al lado de Nydia. Tardé algunos segundos en sentirme invadido por el tufo que despedía el pino que parecía haber entrado en proceso de putrefacción, desnudo de gnomos y pintarrajeado de una sustancia morada.