'Erotismo y pornografía': el affaire Pelicot

- Vilma Fuentes - Sunday, 29 Dec 2024 10:54 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
El llamado 'affaire' Pelicot, últimamente en el centro de la atención pública francesa e internacional, un caso de violación a lo largo de diez años, es el motivo de este artículo que plantea algunas preguntas sobre la sexualidad y la sociedad en nuestra época.

 

Escribir sobre un tema, si se pretende encender algunos fulgores de reflexión, es en primer lugar detenerse a pensar qué interesa al otro, ese otro, más allá del estrecho círculo del cual formamos parte por afinidad electiva de ideas. ¿Qué puede atraer la atención, esa cavilación de los sentidos que conduce al rapto del pensamiento trocado en idea fija y desata las alas de la elucubración? ¿Qué objeto mágico, qué ser fantasmagórico, qué lugar aún más difícil de imaginar que el Infierno o el Paraíso, qué situación rompe con toda idea preconcebida y abre las puertas de lo desconocido?El escritor, y aún más el periodista, busca ese ideal que es lo inédito: aparición de los seres y las cosas, nacimiento de la narración de sucesos no revelados.

Durante mucho tiempo, en un pasado no tan lejano, una deontología informativa dictaba reglas implícitas que reporteros y redactores respetaban como normas de honor. Atentar contra estos principios de una ética periodística era cubrirse del fango que salpicaba notas tan envilecedoras como el asunto tratado.

Uno de los tabúes de esta deontología eran los crímenes infantiles. Se suponía entonces, tal vez con razón, que difundir uno de ellos era hacer correr el riesgo de la imitación. Uno de estos casos, publicado durante los años cincuenta, causó una cadena de asesinatos infantiles. La curiosidad de los niños triunfó frente a las precauciones de los adultos para mantener el secreto. Nadie pudo ignorar el nombre de la hija de un actor extranjero, la cual empujó de lo alto de las escaleras a otra niña a causa de la envidia que sintió al verla ganar el primer lugar de la clase.

Otro de los tabúes que se impuso durante décadas al periodismo fue el sexo. Esto no significa que no circulasen revistas más bien pornográficas, incluso en los medios más conservadores. Esta circulación, aunque conocida por todos, se hacía a escondidas. Poco a poco, el sexo tomó la delantera. Las imágenes de actos sexuales se volvieron pan salido del horno cada día. Ya no era necesario introducirse a escondidas en un sex shop. Los quioscos de prensa exhibían en sus estantes las imágenes más provocativas de ambos sexos, desaparecidos los límites impuestos por la censura en viejas épocas. Así, la permisividad se volvió casi absoluta: ninguna imagen sexual escandaliza hoy al púbico. Al menos en las grandes capitales como París.

Los mercaderes de pornografía ya no venden más que el hastío y las nuevas generaciones que abordan el mercado de imágenes, relatos y objetos sexuales, parecen haber visto ya todo y bostezan mientras hojean una revista porno. Las violentas imágenes que puede provocar la unión sanguinaria del crimen y el sexo parecen haber saciado el hambre sexual más voraz. No hay refinamiento, sólo consumo e indigestión.

Así, en Francia, en estos días cae como un milagro para este comercio el affaire Pelicot: una sola víctima femenina y un marido que invita y conduce medio centenar de hombres al lecho donde yace su mujer, dormida bajo el efecto de los productos químicos administrados por él. Epílogo de la historia: de un lado, el marido y cincuenta hombres que comparecen ante la justicia francesa acusados de violación; del otro lado, una mujer que se presenta como víctima de los violadores y de su propio marido, el señor Pelicot. Los acusados se defienden según su imaginación y la de sus abogados, exponiendo de paso, involuntariamente, las inclinaciones “eróticas” de un público numeroso.

Los hechos se extienden a lo largo de una década. El señor Pelicot, un hombre común y corriente, adormecía a su mujer con productos químicos para librarla a la lujuria sin imaginación de sus invitados. La única condición era tener cuidado para no ir a despertar a su esposa. Así, la pobre señora fue violada durante una década por una cincuentena de tipos, bajo la mirada aprobadora de su amante/marido que insiste, todavía hoy, en el amor que tiene por su mujer. Uno se pregunta qué placer puede tener un hombre al acostarse con una mujer anestesiada o cuál puede ser el placer del generoso marido. Los pobres tipos no conocen la filosofía del boudoir imaginada por Sade, quien sabía distinguir entre realidad e imaginación. Filosofía infinitamente lejos de la vulgaridad del señor Pelicot y sus secuaces. Provocan risa los argumentos expuestos por los acusados para su defensa: mientras uno de ellos balbucea haber sido drogado a semejanza de la víctima, otro asegura haber pensado que la mujer así dormida lo invitaba a penetrarla. La mera verdad: no quería, se sintió obligado, era para ver si de veras dormía…

Pero no hubo ni bella durmiente ni soñado príncipe azul. Sólo una fila de hombres donde relucen los bajos instintos de la impotencia y grupos feministas que ensalzan a la señora Pelicot como una heroína. No puede haber erotismo ni cuento de hadas donde jadea la pornografía y se ahogan los suspiros del amor.

 

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