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- José Rivera Guadarrama - Saturday, 18 Jan 2025 23:45
El vandalismo artístico, o el ataque en contra de algunas obras de arte, no es contemporáneo, pero sí ha tenido propósitos distintos a lo largo de la historia. En los últimos años, ha sido recurrente que algunas organizaciones activistas hagan uso de las obras de arte para expresar su inconformidad o llamar la atención respecto a determinados temas, sobre todo los relacionados con asuntos ambientales.
En estricto sentido, estos actos de protesta no deberían considerarse vandálicos, delincuenciales, terroristas o destructivos. En realidad, lo que estas personas buscan mediante esas intervenciones es dar mayor visibilidad a las distintas problemáticas actuales, provocadas por nuestra sociedad y que deben ser abordadas por instancias nacionales e internacionales. Es más, estos activistas no actúan de forma violenta en contra de individuos o de la sociedad, tampoco tienen una intención destructiva hacia las piezas culturales. Al contrario, sus intervenciones siguen una misma línea de acción, ya que la mayoría de las veces sus blancos de “ataque” son obras que están protegidas con cristales u otro material resistente. Para eso, estos grupos organizados seleccionan con antelación las piezas que cuentan con mucha atención mediática, arraigadas en nuestro imaginario cultural, y en su momento emiten discursos relacionados al tema que quieren exponer.
Las intervenciones más recientes confirman lo anterior. En junio de 2022, dos integrantes de la organización ambientalista Just Stop Oil irrumpieron en la Courtauld Gallery de Londres y pegaron sus manos en el cuadro Melocotoneros en flor, de Van Gogh; en julio de ese mismo año, otro par de activistas colocaron sus manos cubiertas de pegamento sobre el marco del cuadro Arpa eólica de Thomson, del pintor William Turner; en ese mismo mes, otros integrantes de Ultima Generazione se pegaron a la escultura Formas únicas de continuidad en el espacio, del artista Umberto Boccioni, y así se pueden enumerar muchas otras.
Pero, en todos esos casos, ninguna persona y ningún cuadro o escultura resultaron dañados. Es por eso que, en esas intervenciones, no se puede hablar de vandalismo artístico, más bien son acciones de conciencia ambiental que buscan efectos más amplios, siguiendo la fórmula de “mayor visibilidad con mínimo de daño”.
Lo que sí se debe llamar violencia artística son casos históricos que han ocurrido con claras intenciones destructivas. En este sentido, el libro La destrucción del arte (2014), del autor Dario Gamboni, hace una recopilación de actos dañinos que han ocurrido en la historia del arte.
Gamboni anota los momentos destructivos en contra del arte que han ocurrido desde Bizancio, luego los de la Reforma, la Revolución Francesa, hasta llegar a los más violentos, es decir, a la persecución que hicieron los nazis de lo que ellos consideraban Entartete Kunst, el “arte degenerado”. Esos conflictos bélicos se realizaron con el objetivo de destruir la memoria cultural del enemigo, buscaron debilitar su espíritu nacional para así poder conquistar su territorio. En esos contextos, las agresiones sí parten desde una postura irracional, sin sentido, amenazadoras y con profundo desconocimiento del significado de las obras de arte. Esos ataques son ejemplos claros de vandalismo, marcados por agresiones a individuos y sociedades. Esa iconoclasia es equivalente a la destrucción deliberada del arte en general, y no sólo a las imágenes religiosas.
Como se ve, el activismo medioambiental no es violento, más bien es un llamado a la acción colectiva con el claro objetivo de no dañar las obras de arte, tampoco a individuos o museos. Estas intervenciones contemporáneas las utilizan organizaciones para llamar la atención sobre una causa, son movimientos de resistencia civil cuyo propósito es dar visibilidad a ideas alternativas en busca de solución, reivindicándose sus actos y no actuando desde el anonimato.