El discurso oculto: la historia con minúscula
- Alejandro Badillo - Sunday, 09 Feb 2025 06:38



Para muchos pasó desapercibido el ensayo El infinito no cabe en un junco (Altamarea Ediciones, 2021) de Carlos Clavería Laguarda, doctor en Filología Hispánica por la Universidad de Barcelona y especialista en la historia del libro y de las bibliotecas. El texto es una respuesta al bestseller de Irene Vallejo El infinito en un junco: la invención de los libros en el mundo antiguo. Este volumen describe, como muchos lectores recuerdan, la historia de las primeras bibliotecas y la preservación del conocimiento que ha moldeado a la humanidad hasta nuestros tiempos. Esta historia ha encandilado a miles de lectores. Clavería Laguarda, sin embargo, pone un reparo en este escenario idílico: por supuesto, el mundo antiguo del libro es un cuento de hadas poblado de imágenes seductoras. La biblioteca es atractiva, incluso, como objeto estético. La otra parte de esta historia es la que involucra el poder y el conocimiento. Clavería Laguarda recuerda que las maravillosas bibliotecas antiguas que narra Vallejo eran, también, instrumentos de control. Como sucede ahora, la información siempre ha sido clave para protegerse del enemigo o, por el contrario, para usarla como herramienta de dominación y conquista. Esto lo sabía muy bien la dinastía Ptolemaica que gobernó el antiguo Egipto desde el 323 aC hasta el 30 aC, pues incautaba, a manera de cuota de peaje, los textos que llevaban las embarcaciones que viajaban a Alejandría, cuna de la famosa biblioteca del mismo nombre. La pregunta que propone Clavería Laguarda es la siguiente: ¿qué ocurrió con todo el conocimiento que se consideró inservible o, incluso, peligroso para las élites de aquella época? ¿Qué ocurrió con las culturas y las lenguas que fueron desplazadas por el mundo helenístico? ¿Qué pasó con los libros que no fueron preservados en las bibliotecas antiguas? Quizás se perdieron para siempre o acaso están en un lugar a la espera de ser descubiertos.
La idea de un archivo perdido en el tiempo o la posibilidad de encontrar información silenciada por siglos ha generado muchas especulaciones a lo largo de toda la historia humana. Las razones por las cuales se invisibiliza o se intenta borrar esa información tienen que ver, como he explicado, con el poder y la necesidad de conservarlo a toda costa. También, por supuesto, cuenta el hecho de la interpretación oficial que se le da a la información o la mutilación que se le hace a un archivo para crear una sola posibilidad de lectura, aquella que legitima un sistema social o la clase dirigente. Una ficción que lleva el tema a extremos metafísicos la recopilación de información para eliminar cualquier amenaza al status quo es la que relata el autor albanés Ismail Kadaré en su novela El palacio de los sueños. El escritor, fallecido en 2024, describe una empresa kafkiana: el rey de un imperio dedica muchos esfuerzos para recopilar los sueños de sus súbditos. Una vez que llegan al llamado Palacio de los Sueños, todas las historias son sometidas a un arduo proceso burocrático en el que se escogen sólo aquellos sueños que pueden ser una amenaza para el poder establecido. La idea es acabar con una posible rebelión antes de que se materialice, al igual que imaginó el autor estadunidense Philip K. Dick en su relato “The Minority Report”–llevado al cine en 2002–, en el cual tres mutantes pueden predecir delitos antes de que ocurran.
El riesgo de saberlo todo
Vivimos una época en la que se producen cantidades ingentes de información. Sin embargo, hay un problema: el hambre de los sistemas de extracción de datos está creando un vasto archivo, una especie de registro casi total de las huellas que deja la sociedad tecnológica en la que vivimos. Sin embargo, este universo construido segundo a segundo ya no puede ser explorado por la inteligencia humana sino sólo por oscuros filtros y algoritmos que, muchas veces, tienen fallas o sesgos. Hay algo peor: la llamada Inteligencia Artificial generativa crea información nueva a partir de la mezcla sin supervisión humana de lo que encuentra en la red. El resultado es la generación de contenidos de baja calidad. No estamos hablando sólo de lenguaje verbal defectuoso sino de imágenes que se suman a Google –el motor de búsqueda monopólico en el mercado– para mezclar ficción y realidad. De tal manera, un historiador futuro encontrará fuentes de información contaminadas con basura. Existe, además, una contradicción en la monstruosa recolección de datos que se integran en este archivo casi infinito: mientras más recopilamos información más nos atamos al pasado. Los hechos que ocurrieron –banales o no– forman una inmensa losa que debe arrastrar la humanidad. Esta idea la explora el ensayista español Xavier Nueno en su libro El arte del saber ligero. Una breve historia del exceso de información. Saber más no es, por definición, algo que nos convenga. En la distopía relatada por Ray Bradbury en su novela Fahrenheit 451 se emprende, como política social, la incineración de libros; ahora no existe esa censura explícita, pues en apariencia todo está disponible en internet. Sin embargo, la abundancia de información gestionada por plataformas tecnológicas que fragmentan la atención de los consumidores, quienes son sometidos constantemente a estímulos emocionales, genera nuevas formas de ignorancia y disonancias cognitivas. Si en la Antigüedad sólo se preservaba el conocimiento sagrado o las historias de los poderosos, ahora, por medio de los sistemas del capitalismo de vigilancia que nos miden todo el tiempo, vivimos en un ruido de fondo que se almacena, sin importar el costo energético de los inmensos centros de datos repartidos en el mundo. Hay un problema adicional: la obsolescencia programada, es decir, el cambio tecnológico constante, hace necesaria una actualización constante y cada vez más costosa de todo lo que intentamos preservar. La conservación de material fílmico, por ejemplo, es un reto material y, además, representa un riesgo y un dilema: ¿qué películas se preservarán y cuáles se perderán en formatos que nadie querrá o podrá rescatar por la complejidad y costo de la tarea? ¿Cuál será el criterio de selección?
Entre lo que se muestra y lo que se esconde
La humanidad, envanecida por su dominio de la tecnología, supone que ha examinado casi todos los registros de nuestro pasado, incluso cuando el hombre aún no caminaba sobre el planeta. Sin embargo, hay muchas cosas que no se saben porque fueron erosionadas por el paso del tiempo. Este archivo oculto ha espoleado la imaginación de algunos escritores. Lovecraft especuló con ello por medio del concepto de “tiempo profundo”, una era habitada por dioses primigenios, criaturas monstruosas que abandonaron la Tierra pero pueden regresar por medio de conjuros o descubrimientos hechos en lugares casi inaccesibles para nosotros. Lovecraft imaginaba que esa amenaza estaba latente no sólo en las entrañas de nuestro mundo, sino en la psique de algunos seres humanos. Es interesante que el creador del terror cósmico haya explorado lo que permanece oculto en la mente –en este caso las voces y deseos de antiguas criaturas que dominaron nuestro planeta–, mientras Sigmund Freud experimentaba con el subconsciente, una especie de información oculta en nuestro cerebro que, si se reprime todo el tiempo, puede generar episodios de neurosis, entre otros problemas.
Hay una permanente tensión entre la historia oficial y la historia oculta, entre lo que se muestra y lo que se esconde. La historia oficial es fuente de legitimidad del poder y toda crítica debe encontrar formas clandestinas para sobrevivir y comunicarse. Conocemos las vidas de los reyes y élites de antaño porque dedicaron muchos recursos para inmortalizarse en vida. No sólo hablan los libros sino los monumentos y edificios que les rinden homenaje. Las vidas de los otros permanecen ocultas y sus huellas, si es que las hay, desaparecen rápidamente. Hasta el siglo XX, con la llegada de nuevos historiadores críticos como E.P. Thompson, se emprendió el rescate de la historia obrera, sus costumbres, identidad y sus luchas. Sin embargo, los investigadores siempre se enfrentan a la escasez de fuentes, pues la vida de los de abajo muchas veces es anónima. Por otro lado, para los trabajadores y el pueblo siempre ha sido peligroso expresar abiertamente su experiencia de vida, sus deseos o frustraciones. Los miembros de la clase popular tuvieron que echar mano de algo que el politólogo James C. Scott llamó “el discurso oculto”, una serie de estrategias discursivas que utiliza la gente para resistir e interpelar a la élite. Esta suerte de narrativa es, como se puede suponer, codificada para no poner en riesgo a quienes la practican. Muchas veces los creadores de estos mensajes son conscientes de su inutilidad inmediata, pero los crean para preservar –acaso de una manera desesperada– su humanidad. Esto lo hizo el herrero polaco Jan Liwacz, preso en el campo de concentración de Auschwitz, quien tuvo la tarea de forjar el famoso letrero “Arbeit macht frei” (“El trabajo te libera”) en una de las entradas del lugar. La “B” fue colocada al revés no por un error del preso sino para hacer visible su inconformidad y, por supuesto, contradecir el lema que se haría famoso cuando se comenzó a conocer la maquinaria de exterminio ideada por los nazis.