Cinexcusas

- Luis Tovar | @luistovars - Sunday, 09 Mar 2025 10:05 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Ecos de la farsa

 

Nada me disgustaría más moralmente que recibir un Oscar.

Luis Buñuel

 

Fue en 1971 cuando, en una entrevista concedida a la revista Variety, el autor de Los olvidados pronunció la demoledora frase del epígrafe, con la cual este juntapalabras no podría estar más de acuerdo. Como bien se sabe, en 1973 El discreto encanto de la burguesía (1972) obtuvo el Oscar correspondiente a “mejor película extranjera”. Menos conocido es que Buñuel no asistió a la ceremonia hollywoodense –el trofeíto lo recibió Serge Silberman, productor de la cinta–; que previo a la designación, irónico y provocador, declaró la buñuelada de que a “la Academia” gringa se le habían dado los 25 mil dólares exigidos por ésta para dar el premio; que una vez obtenido remachó diciendo algo así como “ya lo ven, en Hollywood saben cumplir su palabra” y que, para más sorna, se hizo fotografiar, disfrazado tan ridículamente como pudo, posando con “la estatuilla” en las manos.

Sirva la célebre anécdota para cuando menos morigerar –siendo de todo punto imposible cancelar– los entusiasmos provocados por la nonagésima séptima entrega de los premios Oscar, lo mismo entre quienes se consideran “propios” que la siempre renovada legión de “extraños”, todos los cuales incapaces de resistirse a la influencia mediática y económica –porque cinematográfica sólo de manera relativa– de un sistema, fuerza es decirlo, poderoso y demostradamente capaz de reciclar sus vicios, taras, distorsiones, y omisiones de tal modo que hace creer a Todomundo que hay algo de novedoso, o bien que “esta vez sí” será una premiación tal vez no justa pero sí cuando menos lógica o sensata.

Año tras año sucede lo mismo: la ceremonia será conducida –de alguna manera hay que llamar a eso que hace– por un comiquillo de segunda que suelta un chiste sebo seguido de otro chiste más sebo; si los dejan, los premiados le agradecerán hasta al perico estar ahí con su monigotito en las manos; ausente o presente, alguien será objeto de escarnio público –Karla Sofía Gascón se lo ganó a pulso esta vez–; ya en materia de reconocimientos, absurdamente, alguien será tratado con injusticia ejemplar –esta vez le tocó a Demi Moore–; siempre por motivos extracinematográficos, y sin importar cuántas nominaciones tuviera, alguna película o cineasta será previamente defenestrado –caso feliz donde los haya, ahora correspondió ese antihonor a Emilia Pérez–; inevitablemente, el público cinéfilo de algún país que no sea Estados Unidos babeará de gusto porque una producción suya ganó precisamente el premio que Buñuel despreció, antes “película extranjera”, hoy “en lengua no inglesa”, es decir la misma cosa, y ahí tienen al brasileño Walter Salles desempeñando el papel triste que mexicanos, iraníes, franceses, etcétera, tantas veces han jugado: sentir que por fin ya la hicieron; y por último, siempre de los siempres, y más allá de su posible valor cinematográfico absoluto –The Brutalist lo tiene altísimo y, no obstante, perdió–, la película ganadora será cualquiera, siempre que resulte políticamente correcta, edificante, de un modo u otro reivindicadora de la moral y los valores más caros para la cultura judeocristiana occidental, o bien profilácticamente crítica de los peores defectos de dicha cultura, tanto así, que siempre acaba por ser olvidada más pronto que tarde, perdida entre el montón de cintas que pudieron haber corrido la misma suerte si acaso a “la Academia” le hubiera convenido premiarla.

Finalmente lo otro, igual siempre: la chocante consolidación en el imaginario mundial de que la carcamal, turbia, monetarista y tendenciosa Academia Cinematográfica estadunidense es “La Academia” y su premio es “El Premio” de premios cinenatográficos, tristísima tarea a la que se entregan, consistentemente gustosos, los referidos propios y extraños, monumental farsa contra la que, sin obstar su alcance más que modesto, este espacio siempre habrá de pronunciarse.

 

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