En casa ajena

- Pavlos Nirvanas* - Sunday, 09 Mar 2025 09:15 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp

 

Una vez me ocurrió algo extraño. Desde entonces lo he narrado muchas veces y todos los que lo han escuchado se han reído de mi distracción e incluso les gusta recordármelo para divertirse. Y en realidad fue extraño. Pues ¿cómo puede alguien, después de irse definitivamente de su casa y no equivocarse por uno, dos, tres meses, en un momento de distracción volver de nuevo a su antigua casa y tocar a la puerta con la idea de que aún vive ahí? ¿Que una noche después de cuatro meses completos de pronto toque a una puerta que no es la suya? Y sin embargo, eso me ocurrió a mí y no puedo olvidarlo.

Cuando mi padre perdió su fortuna, como se pierden tantas cosas en el mundo, una por una se vendieron nuestras parcelas en una subasta. Al último llegó el turno de nuestra casa. Un domingo en la mañana, antes de ir a la iglesia, la casa aún era nuestra. Cuando volvimos nos enteramos de que estábamos en casa ajena. Y que en pocos días teníamos que irnos de la casa que, piedra por piedra, mi mismo padre, a la vez arquitecto y capataz, siguió y levantó poco a poco durante meses enteros desde los cimientos al techo. Un día finalmente mudamos nuestras cosas. Mi padre, con todo y la enfermedad que por años lo mantuvo clavado en un sillón, era una hombre fuerte. Y a pesar de que hacía diez años no salía de su casa, cuando ahora salía para no volver no se atemorizó para nada. Resistió la despedida como un valiente. Sólo recuerdo que al tomarlo de las manos y ponerlo en el carruaje, no volvió los ojos hacia atrás para ver que dejaba su casa. Incluso estaba impaciente y tenía prisa por irse cuanto antes.

–¡Adelante, cochero, avanza!‒ gritó con voz decidida.

Y el carruaje se deslizó. Mi madre no decía palabra. Yo, sentado en la banca de enfrente, miraba nuestro huerto que se perdía detrás de nosotros y en la la luz de la mañana nuestras robinias en flor y nuestra acacia que trepaba por encima del muro y mostraba a la calle sus flores amarillas, y me parecía que me hablaban en una lengua que podía entender. Luego no veía más que las copas de los altos cipreses, en la orilla de huerto, detrás de las cercas y las casas bajas. Mi padre me hablaba del buen tiempo y miraba las casas recién construidas que en el tiempo en que no había salido de casa habían brotado todo a la redonda. Cuando construimos nuestra casa todo estaba desierto alrededor. Una extensión de campos y tapias. Y nuestra casa completamente sola, con su gran huerto, resaltaba como un pequeño palacio sobre el tranquilo puerto. Los raros transeúntes que aparecían por ahí se detenían y la admiraban. Ahora todos los terrenos y las cercas se habían llenado de casas y los campos se habían vuelto calles con anchas aceras. La gente se había enriquecido. El mozo de una tienda de abarrotes que nos traía la compra a casa se había vuelto patrón y había construido en la calle de arriba una pequeña mansión. Mi padre, que veía eso por primera vez tras diez años de no salir de casa, miraba con atención y con una dulce sonrisa, como si estuviera orgulloso.

Cuando llegamos a la casa nueva, una casa en renta, baja y melancólica en una calle estrecha, ayudé a mi padre a bajar del carruaje. Como sus piernas estaban semiparalizadas, hizo un gran esfuerzo para subir los dos escalones de la casa nueva. No se podía saber si estaba triste o tenía dolor. Lo sentamos en una silla y lo subimos por la escalera. Quién sabe cuándo volvería a salir por la baja y estrecha puerta, mi pobre padre…

Yo regresé de nuevo a nuestra casa para ocuparme de la mudanza de los otros muebles. Nuestros viejos muebles con trabajos salían de su lugar. Tantos años inmóviles y serenos, los pesados muebles se habían pegado en las tablas del piso como si se hubieran vuelto una sola cosa con la casa. Uno podía pensar que no querían despegarse. Cuando los cargadores los jalaban y arrastraban con brusquedad, crujían y gemían con dolor.

Poco a a poco, con mucho esfuerzo, los cargadores los despegaron y los bajaron por la gran escalera de mármol. Uno por uno bajaron los pesados muebles; el librero de mi padre con los estantes vacíos que escondían los grandes libros dorados con las bellas imágenes que tanto me gustaba hojear incluso antes de que aprendiera el alfabeto; la mesa grande del nuestro comedor con sus extensiones plegables colgando como alas de un gran pájaro muerto; los antiguos espejos venecianos que ahora reflejaban los rostros vulgares y sudorosos de los cargadores; los viejos cuadros al óleo de antiguos parientes con la ropa extraña y tristes los rostros y, al final, la caja fuerte de hierro de mi padre, aún pesada y difícil de mover, acompañada por el hombre vulgar que la había comprado para volver a llenarla, pues a nosotros no nos serviría más en nuestra nueva casa.

Poco después la casa se vació. Aquí y allá, en los rincones de las habitaciones todavía había tirados viejos papeles y basura, pedazos de periódicos, sobres de cartas, un montón de pequeñas cosas inútiles, para mí todas familiares, hasta el más pequeño trapo. Las recogí todas con devoción y las arrojé afuera por la ventana. El viento las tomó, las dispersó y las hizo girar hasta que se perdieron frente a mí.

Ahora las habitaciones estaban vacías, desiertas. Di una vuelta en su soledad y mis pasos resonaron en el espacio vacío con un sonido molesto que me irritó. Ni yo sé por qué me dieron ganas de silbar. Silbé una antigua melodía. Era la melodía preferida de Olga, con su blanco y bordado delantal, con quien jugaba cuando yo tenía siete años. Esa melodía siempre me venía a los labios en extraños momentos como ése. Mi silbido resonó en en las habitaciones vacías con una alegría única que me recordaba una vieja época, el tiempo en que los obreros, sobre los altos andamios, daban las últimas pinceladas arriba en los techos de esta misma casa, y silbaban alegres tonadas dentro de la casa recién construida. Así también resonaba entonces su silbido en las habitaciones vacías donde mi padre y yo nos sentíamos orgullosos de los bellos dibujos sobre las paredes recién pintadas.

Luego di una vuelta más, me detuve en las ventanas abiertas de par en par, miré nuestro huerto verdísimo, en flor, en la luz fresca desde la recámara de mi madre, y el mar extendido, en calma e inmóvil, con centellas doradas bajo mi ventana. De nuevo quise volver a sentarme cerca de la ventana donde pasaba horas enteras, como un tonto, cuando me mandaban a estudiar. ¿Qué importaba si no me hubiera sabido la lección al día siguiente? ¡No era la primera vez! Dos velas blancas se perdían a lo lejos en el mar, poco a poco se apagaban en la últimas nubes del horizonte. Traté de tomar la silla. No encontré nada a mi alrededor en las cuatro paredes. Esa soledad me asustó. Me fui deprisa, con la idea de no regresar. ¡Cuánto me hubiera gustado estar
con las velas blancas que se iban en el extremo del mar!

Desde ese tiempo no regresé. Incluso evitaba pasar por mi vieja calle. Con frecuencia tuve la necesidad de hacerlo, pero siempre cambiaba de calle, hacía otro rodeo y me dirigía a mi trabajo. No así nada más, sólo porque me daba tristeza volver a ver la casa que ya no era nuestra. Al contrario, esa tristeza en el fondo me complacía y muchas veces, cuando desde lejos distinguía las dos copas de los cipreses, detrás de las tapias y de las casas bajas, me gustaba correr a verlos, como a viejos conocidos. Pero, no sé, un evento hizo que me desencantara de nuestra vieja casa y que evitara verla aún más.

Una vez, al pasar por abajo despreocupado, algo me sorprendió. Una canción, fuerte, tosca y vulgar, acompañada por instrumentos desafinados, me golpeó los oídos. Di vuelta y miré sus ventanas iluminadas, completamente abiertas, con una burda alegría. La canción salía de ahí adentro y seguía fuerte, alineados sobre un mueble distintos objetos de vidrio y plata. Era en la misma pared en la que antes se apoyaba el librero de mi padre, con los serios y gruesos libros. Y la canción continuaba cada vez mas fuerte, cada vez más ronca.

Desde ese momento nuestra casa se me volvió ajena. Incluso un profundo asco nació en mi interior. Las canciones burdas y las alegrías iban tan poco con ella, que por un momento no supe si debía sentir asco o lamentarme. Creo que también ella, en el fondo de su cimientos, padecía esa alegría. Fue una casa melancólica y triste desde su juventud. La alegría nunca resonó en ella con violines y canciones. Sus alegrías también eran silenciosas y mesuradas, como sus tristezas. Una tranquila melancolía la cubrió siempre y un dolor oculto habitaba bajo su techo. Mi padre entró ahí enfermo y agobiado, desde el primer día hundido en un sillón. Mi madre, enfermera a su lado, entregada y fiel. Y yo, cuando no miraba el mar y las blancas velas desde mi ventana, sentado a su lado algo le leía de los grandes y ajados libros de su biblioteca, que no entendía pero que amaba. Y nuestra sirvienta, una vieja doliente, cargada de tristezas, con los ojos siempre enrojecidos por el mucho llanto, ahora agotado ya. Y todos caminábamos despacio y discretos en esta casa. Hasta los pájaros entre las ramas de nuestras robinias y de la acacia también cantaban con vocecitas apagadas. Sin embargo, era una tristeza noble y hermosa la de esta casa. No se parecía a esas feas tristezas que te cierran la garganta en los sótanos sucios, en la sombra y la humedad. La luz entraba abundante por las ventanas, el sol brillante abrazaba a las personas y las cosas, la brisa embalsamaba nuestra melancolía con los aromas del mar y el aliento fragante de nuestro huerto nos acompañaba siempre. Hasta los viejos y tristes rostros en las paredes se veían como si ellos también quisieran volver a vivir una nueva vida con nosotros. ¡Oh!, sin duda ahora, con su nueva vida y su nueva alegría, la desdichada casa sentiría una profunda tristeza y una extraña aversión en sus cimientos. Me dio lástima desde el fondo de mi corazón, me alejé y no quise volver a pasar cerca de ella.

Y sin embrago, cómo ocurrió que regresara esa noche ni yo lo entiendo. Quienes han escuchado mi desventura, una cómica desventura, aún se ríen de mi distracción. También yo me río con los labios. Sólo con los labios.

Han pasado cuatro meses desde el tiempo en que dejé para siempre nuestra antigua casa. A la nueva casa trajimos nuestra melancolía sin el fresco bálsamo de la brisa del mar, sin el aroma de nuestras robinias y de la acacia. Mi padre no pudo resistir la nueva vida. Ahora entiendo que la belleza lo mantenía en el mundo. La oscura tristeza de la nueva casa lo asfixió. Y un día de nuevo paso por última vez por la baja y estrecha puerta. Y su rostro estaba más alegre y más sereno ahora que se iba que el día en que llegó.

Cuatro meses, sí, cuatro meses exactos habían pasado desde el tiempo en que dejamos nuestra antigua casa. Una noche regresaba a dormir con una extraña alegría. Mi mente estaba concentrada en las cosas más alegres de la vida. Y mis pies me llevaban ligeros, sin darme cuenta a dónde iba. Llegué a la puerta de nuestra antigua casa y toque el timbre. El sonido me era conocido y agradable. Dos toques, como siempre. Y esperé a que me abrieran. Un ligero aroma de los hueledenoche me saludaba desde el fondo del huerto. De pronto, se abrió una ventana.

Su crujido me pareció que me despertaba de un sueño hermoso a una vida fea. Me dí cuenta de mi confusión. En nuestra casa nunca se abrían así las ventanas si llamaban a la puerta. Pero ya no había tiempo de que me escabullera como un ladrón. Sin embargo, me quedé fijo ahí, ante la puerta ajena. Un grito furioso me golpeó los oídos.

‒¿Quién es?

Me quedé mudo.

Segundo grito, más furioso.

‒¿Quién es?

‒Por favor ¿vive aquí el señor…?

Y dije con pena nuestro apellido, escondiendo mi rostro en la sombra.

La ventana se cerró deprisa, con algunas palabras entrecortadas que no entendí. El error había sido mío. Había echado a perder el sueño profundo de una pobre persona.

Seguí mi camino con un temblor en las rodillas, lejos de la puerta ajena. En la terracita baja, junto a la cerca, una terracita que cubría las habitaciones de nuestro jardinero, una cosa negra, ovillada junto a la chimenea, me hizo levantar los ojos. Era nuestra mimada gata. Siempre en el mismo lugar, junto al tiro de la chimenea. Sólo ella no quiso seguirnos. Permaneció fiel a nuestra antigua casa. Ninguna fuerza podía despegar a esta débil criatura del techo en que nació. Y no sé cómo, esta frágil criatura me causó cierto respeto por la fuerza de su amor. Quise llamarla, oír su quejumbroso maullido, decirle incluso que había muerto el pobre de mi padre… Pero su sueño tranquilo y feliz me pareció algo sagrado. Bajo el bello resplandor de la luna. La dejé dormir enrollada sobre la azotea, junto a la chimenea. Yo sólo tenia que irme lejos de la casa ajena. Y seguí mi camino con paso apresurado, como un ladrón.

 

*Pavlos Nirvanas (1866-1937) es el pseudónimo de Petros K. Apostolidis. Nació en Mariópol, ciudad de Ucrania bajo control ruso. De profesión médico militar, fue un escritor prolífico de poesía, cuento, crónica, novela y teatro. La historia de la literatura griega lo ubica en la Generación de 1880, cuya principal figura fue Kostís Palamás (1859-1953), uno de los poetas más importantes de finales del siglo XIX y principios del XX. Fue amigo cercano de Aléxandros Papadiamandis (1851-1911) y de autores reconocidos de su época, como Yorgos Xenópoulos (1867-1951) y Nikos Kavadías (1910-1975). Empezó a escribir su obra en katharévusa –lengua “pura” y reservada para los asuntos del gobierno, la religión y la literatura culta–, pero la continuó en demótico. La crítica literaria lo clasifica en el costumbrismo, con elementos de caracterización psicológica de sus personajes. En 1923 recibió el Premio de las Letras y Artes, y en 1928 entró a formar parte de la Academia de Atenas.

 

Versión de Francisco Torres Córdova.

 

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