“Hola, habla Juan Carlos”

- Juan Schulz - Sunday, 16 Mar 2025 08:48 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Lo inesperado a veces tiene rasgos de destino: es cosa de estar en el lugar adecuado en el momento preciso y Tique, esa escurridiza diosa de la suerte, hace de las suyas: en este caso se trata de un encuentro casual en una banca de un parque, en el que convergen un escritor mexicano, dos mujeres mayores y un narrador sin tiempo.

 

Quiero contarles una bella historia. Como algunos sabrán, soy un asiduo de las bancas de las plazas públicas. La tarde de ayer, después de estar trabajando en un café, me senté a leer en una hermosa plaza que lleva el apellido Borges, pero no en honor de quien están pensando, sino por un cura del mismo apellido que desconozco si era pariente del genio. La plaza es una de mis favoritas de Buenos Aires porque tiene muchos árboles y no pasa mucha gente. Enfrente hay un edificio de 1903 que ahora es un cine-teatro de la municipalidad, de entrada gratuita. Leía un libro de ensayos de Vinciane Despret. Una lectura un poco distraída porque a mi mente la interrumpían los pendientes que evado día con día.De pronto se acercaron dos señoras, una mayor, con bastón y gorra azul y la otra con canas, de unos sesenta años. Me preguntaron si sabía algo del nuevo ciclo de cine porque la puerta estaba cerrada. Les regalé el folleto que unos minutos antes había ido a pedir sobre el ciclo de Tarkovski que empezaba, agradecieron e hicieron un comentario sobre mi libro. Les dije que era un libro sobre animales. La mayor de ellas hizo un comentario de que su hermana tenía (o tiene) muchos gatos, no recuerdo la cantidad que dijo, pero era una cosa exagerada: nueve o quince. La menor de ellas me dijo que la otra era una gran lectora y salió el tema de que ella estaba leyendo diarios de Katherine Mansfield. Yo respondí “ah, la neozelandesa” y seguimos conversando.

Se sentaron ambas en mi banca y naturalmente llegaron a preguntar por mi tonada, que de dónde era. Dije de México y ‒como es habitual en mucha gente acá‒ exclamaron: “¡Ah, qué lindo México!” Y hablaron de pintores mexicanos y de cómo México había recibido a mucha gente en el exilio. Seguimos platicando de libros y de muchas cosas que no olvido. Después me preguntaron mi nombre. Respondí que Juan y la más joven dijo “ah, el marido de ella se llamaba Juan Carlos”. Les dije que en realidad yo también me llamaba Juan Carlos pero que sólo usaba el Juan.

La tarde era realmente agradable y la conversación alegre siguió. Las dos son músicas y estaban interesadas en saber si en el teatro de enfrente tenían un piano pues querían armar un recital; la más joven me invitó a que fuera a uno de los recitales que hacía en otro teatro. Después me preguntaron extrañadas: “¿Qué hacés en Buenos Aires?” Hay como una sensación colectiva de que Argentina se cae a pedazos y de que venir desde México es algo muy raro. Les conté que venía a escribir… y otra vez: “Ah, el marido de ella también escribía, era muy bueno”; no recuerdo la frase exacta que dijo, pero pudo ser “bueno” o “importante”. Y en ese momento supe todo, mis ojos se pusieron vidriosos y mi piel se puso ebria, ante mi trance la otra dijo el nombre: Juan Carlos Onetti. Pero yo ya lo sabía todo, sabía quién era.

Supe que cuando la amiga le decía Dolly, era porque estaba enfrente de la violinista Dorotea Muhr, la mujer con la que se casó Onetti ¡en los años cincuenta del siglo pasado! y a la que le dedicó muchas de sus obras y con la que se exilió en Madrid. El asombro siguió avanzando, la conv continuó, me ofrecieron la dirección de su casa y sus teléfonos. Me dijeron que las visite y que vayamos a un concierto. Dorotea tiene como noventa y seis años. La otra es hija de un amigo de Onetti. Dolly, como le decía Onetti y como le dice su amiga, me dijo que ya casi no tiene amigos en Buenos Aires, que todos se murieron, pero que va a ir dos semanas a Madrid donde todavía le quedan unos cuantos. Me insiste que vaya cualquier día a su casa a visitarla.

Cuando se van, además, celebran lo grato del encuentro. Lo primero que hice fue llamarle a un par de amigos para contarles porque no creía lo que me acababa de pasar. La vida es maravillosa y quise compartirles mi asombro. Ahora sólo pienso en lo raro que va ser marcar su teléfono y decir: “Hola, habla Juan Carlos.”

 

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